Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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domingo, 18 de julio de 2010

EL FANTASMA DEL DESCENSO



Las personas no son recordadas por el número de veces que fracasan, sino por el número de veces que tienen éxito.
Thomas Alva Edison.


Dicen que los partidos decisivos son los que hacen de los jugadores grandes estrellas o simples pechos fríos, elevan a los hombres hasta la condición de dioses o los hunden en la más terrible de las pesadillas. Cuanto más responsabilidad tiene en su equipo, tanto más caerá o será ensalzado. La prensa ha sido astuta utilizando estos ánimos extremistas, y yo que soy un lector compulsivo de todas las crónicas, críticas o comentarios que se publican sobre fútbol en los diarios y revistas de deportes, sucumbí ante esta prédica falaz. Por eso sentía más presión, mucha más de la que había soportado durante tantos años.
Ahí estaba sentado en el vestuario, solo, escondido al amparo de las sombras. Miles de veces había jugado en mi imaginación esa final. Sueños de goles mágicos y gestas épicas que harían justicia con Eliseo Marchese. Batallas gloriosas que le devolverían a Defensores su lugar en la primera del regional entrerriano, lugar que nunca debía haber perdido. Buscando concentración, me había acurrucado en un rincón mortecino y húmedo, sin embargo el amasijo que tenía en el estómago se empecinaba en demostrarme que la cosa no era tan fácil. La verdad que en ese momento tenía más ganas de agarrar mi bolsito y enfilar para la casa de mi vieja, que salir a comerme la cancha y cumplir con la promesa que desde niño pesaba sobre mis espaldas.


Los muchachos ocultaban su nerviosismo haciendo chistes o jodas a los desprevenidos, el cuerpo técnico estaba reunido en una habitación contigua repasando la táctica, los utileros dejaban un surco en el piso de tanto ir y venir con la ropa. Ni uno solo de los que estaban en ese vestuario podía escapar a la tensión que generaba el match decisivo. Porque una cosa es jugarse el ascenso en un partido, pero otra muy distinta es hacerlo de visitante (y ser visitante en la liga regional es como ir a Vietnam), jugando el clásico contra el rival de toda la vida, el más odiado. Imaginate el oprobio de ver que te dan la vuelta olímpica en la cara, pisoteando tus ilusiones; cientos de desorbitados hinchas gritándote en tu cara desconsolada.
Sin embargo, en ese momento mis pensamientos estaban quince años atrás. Con Carlitos, Pelusa y el Gordo habíamos quedado en que nos juntaríamos a tomar la leche en casa y que luego iríamos al terrenito de la vuelta a jugar un picadito contra los pibes de la esquina. Mi vieja me preguntaba cada cinco minutos si nos servía la chocolatada, «Pará un poco que falta Carlitos» le rogaba yo, «Ya son las cinco y en un rato se va hacer de noche —argumentaba enojada—. Si quieren ir a jugar a la pelota tienen que apurarse». Al fin llegó nuestro jugador más habilidoso, nos bajamos de un solo trago la leche, nos comimos las vainillas y salimos rajando.
—¿Le avisaste a Raulito que jugábamos, Gordo? —le preguntó Pelusa.
—Sí, hablamos a la mañana. Cinco y media quedamos. Ya deben estar por venir.
Por suerte la pelota la habíamos llevado nosotros, y mientras esperábamos nos hicimos unos tiritos al arco. Ya estaba cansado de decirle a Carlitos que no armemos la cancha de esa manera, que poner el arco de espaldas a la casa abandonada era un problema, que si la pelota se caía del otro lado nadie quería ir a buscarla. Contaban los valientes que habían trepado por la pared y que cada vez eran menos, que cuando estaban en el patio de esa casa escuchaban ruidos extraños. «No te hagás problema, si se cae voy yo», fanfarroneaba Carlitos.
A los quince minutos de estar probando las dudosas dotes de arquero del Gordo sobrevino el suceso tan temido. Desde el arco, nuestro guardavalla entrado en kilos le pasó la pelota con la mano a Carlitos que la recibió con la puntita del pie, le dio un golpe magistralmente seco y se la dejo picando a Pelusa, a la altura justa para pegarle de volea y clavarla en el ángulo. Parece que la agarró un poco abajo, porque con las ganas que le había pegado, la pelota pasó a unos cinco metros por encima de la pared del fondo. Al grito mío de «La cagaste, Pelusa» siguió un ruido de vidrios rotos.
—Voy yo —sacó pecho Carlitos.
—Dale apurate, que está por oscurecer —le dije.
Carlitos se trepó sin ninguna dificultad, desapareció detrás de la pared y un par de minutos después se asomó con la preocupación abollándole la cara.
—No la veo, me parece que cayó adentro de la casa —dijo con la voz estrujada y la valentía perdida.
—Te dije, Carlitos —le reproché inútilmente—. Ahora andá a buscarla.
—Ni en pedo, Juanito.
Estábamos en un verdadero problema. Ninguno de nosotros se atrevería a entrar en la casa. Si nadie quería saltar al patio, menos que menos habría alguien que quisiese entrar en la casa. Pero tampoco era cuestión de perder la pelota que me había regalado mi tío Enrique, que para colmo era una número cinco de cuero y con apenas dos días de rodaje. Cómo le explicaría a mi vieja que volvía sin la pelota por la que había hinchado tanto.
—Vamos a entrar todos juntos —decidí, preso de la responsabilidad ante mi familia.
—Yo no voy —se atajó Pelusa.
—El que no viene, no juega más en este equipo —amenacé.
El ultimátum fue determinante. El equipito de la cuadra había logrado un considerable prestigio en el barrio, tanto es así que venían de hasta de quince cuadras para hacernos partido. De cada diez ganábamos nueve. Ninguno de nosotros habría querido quedarse afuera. Me trepé primero yo, me siguió Pelusa y por último tuvimos que ayudar al Gordo que no alcanzaba a llegar hasta arriba de todo.
Reunidos los cuatro en torno a la ventana que tenía el vidrio herido por el chumbazo de Pelusa, comprobamos que nos sería imposible entrar por el agujero o abrir la ventana, que además de estar cerrada tenía la manija fuera del alcance de nuestros brazos. El Gordo que era el menos ágil pero el más inteligente sugirió probar si la puerta estaba abierta. Carlitos que hasta ese momento era el más valiente pero el más perverso le tiró: «Si, claro, seguramente están las llaves colgando del lado de afuera», aunque sólo un instante después tuvo que tragarse sus palabras. Como nadie se animaba, puse mi mano temblorosa sobre la manija de bronce y luego de notar que estaba inexplicablemente tibia, la giré con temor y empujé muy despacio mientras un chirrido nos helaba la sangre.
La casa era de esas típicas construcciones de pueblo de principios de siglo, «Tipo colonial» decía mi viejo. El piso de pinotea, una mesa redonda medio destartalada, un sillón enorme que alguna vez fuera de tela blanca, alguna que otra silla apolillada, todo estaba bañado por una gruesa capa de polvo que brillaba siniestra, iluminada por la poca luz que entraba por las ventanas. Las telarañas no hacían más que construir un escenario tétrico, tal como nos imaginábamos las casas embrujadas de los cuentos que nos leían nuestros padres. Pelusa se había quedado atornillado en el umbral de la puerta, el Gordo miraba con asco, Carlitos se había parado disimuladamente un pasito detrás de mí, y yo que a esa altura era el más valiente tenía un cagazo de Padre y Señor nuestro.
Una vez logramos convencer a Pelusa, nos adentramos en la gran sala de estar. El piso de madera se quejaba, reseco, al compás de nuestros pasos. Por más que dimos vuelta por toda la habitación no encontramos por ningún lado la pelota. Después de un rato el miedo se transformó en decepción. Acostumbrados al ruinoso salón, y sin ningún ruido o señal que nos hiciese presumir que algo extraño habría en la casa, decidimos continuar nuestra búsqueda en el comedor. El gordo esgrimió la teoría de que como la puerta estaba abierta, y teniendo en cuenta que además se encontraba en la trayectoria del disparo, el balón podría haber rodado hasta allí.
En el momento que estábamos entrando todos juntos —apiñados como defensores y delanteros esperando un córner— la puerta de entrada se cerró de golpe. Nos quedamos paralizados de espalda al portazo.
—¿Quién cerró la puerta? —preguntó con voz casi inaudible Pelusa.
—Debe haber sido el viento —contesté, tras mirar hacia atrás y no ver a nadie.
—Hacen como treinta grados y no corre una gota de viento —dijo el Gordo.
No había terminado todavía de hablar cuando escuchamos un ruido en la cocina, me pareció como que alguien estaba moviendo vajilla. El primero en llegar a la puerta fue, por supuesto, Pelusa, al segundo Carlitos se le estampó en la espalda, más atrás llegamos el Gordo y yo.
—¡Está cerrada con llave! —gritó Pelusa con el rostro desfigurado por el pánico.
—¡No puede ser, no puede ser! —se lamentó Carlitos al borde de un ataque de nervios.
—Pará, calmate, se debe haber trabado con el golpe —le dije—. Salgamos por la ventana.

Ese fue el peor momento, los postigos de chapa de las ventanas también se cerraron de golpe y nos quedamos completamente a oscuras. Aunque no podía verlos sentía el castañeteo de los dientes de Pelusa, el temblor de las manos de Carlitos apoyadas sobre mis hombros, la respiración agitada del Gordo. Pasaron unos cuantos segundos interminables en los que ninguno atinó a decir o hacer nada.
Mi corazón, que parecía un motor gasolero encajado en mi pecho, se detuvo súbitamente cuando las velas del candelabro que estaba sobre la mesa se encendieron y pudo verse a un hombre sentado a su lado. Pelusa quiso gritar, pero el grito murió ahogado en su garganta anudada, Carlitos pegó el culo contra la puerta, el Gordo y yo nos quedamos inmóviles.
—No tengan miedo —dijo la figura espectral.
¡Cómo mierda no íbamos a tener miedo!, si estábamos solos y a oscuras en una casa abandonada; encerrados con un hombre vestido con ropa deportiva que brillaba en la oscuridad como si fuera fluorescente; estábamos frente a un rostro demacrado, pálido como el de un cadáver; escuchando una voz que sonaba lejana, con la resonancia propia de una caverna. ¡Cómo mierda no íbamos a tener miedo si estábamos hablando con un fan-tas-ma!
—Tiene la pelota —me susurró al oído el Gordo.
Era verdad, era mi pelota. La sostenía con su mano lívida y huesuda apoyada sobre el muslo derecho. Cuando lo vi con la pelota en su poder le volví a mirar la cara desmejorada y triste. Me pareció que lo había visto en algún lado, aunque no en la casa, que cuando nos mudamos al barrio ya estaba abandonada.
—¿De quién es la pelota? —dijo.
—Mi… mi… mía —dije.
—Muy bien —sonrió—. ¿Sabés por qué la tengo en mis manos?
Negué con la cabeza.
—Es muy largo de explicar, ¿tienen tiempo de escuchar la historia? —rió con ironía. Ironía que a nosotros no nos causó ninguna gracia—. Bueno, no me respondieron.
Sin más remedio, asentimos con otro gesto.
—Hace cinco años, Defensores Unidos y nuestro archirrival Bellavista Sporting, disputamos un partido que definía uno de los descensos a la B zonal. Ese año habíamos tenido innumerables inconvenientes para armar el equipo. A los desgarros de Benítez y Razzoti, se le agregaban la hepatitis del Mono García que lo había alejado dos meses de la actividad. Además, se habían ido por distintas razones tres jugadores: Colgate Rodríguez, un morocho número siete que había vuelto a su país natal, Panamá; Heriberto Sarli, que había decidido abandonar el fútbol después de la muerte de su padre; y por último, el Gato Andrada, que con novecientos treinta en el sorteo y las lágrimas de su vieja, partió con destino a Comodoro, a cumplir con el servicio militar —se detuvo un instante. Hubiera jurado que en su mirada había una cierta ternura—. ¿Los estoy aburriendo?
—No, no, está muy interesante —mintió el Gordo—. Continúe por favor.
—Sí, sí, gracias. La cosa es que llegamos a la última fecha, justo un punto abajo de Bellavista. Estábamos obligados a ganar para evitar el humillante y doloroso descenso, encima teníamos que jugar con ellos de visitante. El primer tiempo, como era de esperarse para un clásico de esas características, se desarrollo con tantas precauciones de ambos lados, que cuando alguno lograba pasar la mitad de la cancha las hinchadas festejaban como si fuera un gol.
Promediando un segundo tiempo más aburrido que el primero, los nervios empezaron a hacer su trabajo silencioso: el Gringo Fuentes llegó tarde a un cruce en un contragolpe, después que el dos de ellos sacara las papas calientes del área con un pelotazo a cualquier parte. El problema fue que justo por “cualquier parte” venía corriendo como un Fórmula 1 el Chueco Carbajal, un siete veloz, habilidoso y goleador. La mató en su empeine con calidad y cuando llegó el Gringo desesperado, la levantó hasta la cintura y nuestro rústico zaguero se deslizó hasta la tribuna. El Chueco lo encaró al arquero, lo dejó en ridículo, sentado de culo y definió solo frente al arco, suave, con elegancia —hizo una nueva pausa.
A esa altura Carlitos y Pelusa habían dejado de temblar y de hacer ruido con los dientes. Yo me había tranquilizado, si al que estábamos viendo y escuchando era realmente un fantasma, por lo menos era uno amigable. Ahora que estaba más distendido y me había metido en el relato, me molestó la pausa del espectro.
—Señor… —dije, estirando la o y haciendo un gesto hacia él con mi mano para que nos informara su nombre.
—Eliseo, muchachito —contestó cortés—, Eliseo Marchese.
—Señor Eliseo, ¿sería tan amable de continuar su historia?
—Por supuesto. La situación se había puesto complicada, teníamos que hacer dos goles en quince minutos. Aunque lo peor era que el equipo estaba desbastado por el golazo del Chueco. Entonces me rebelé al destino que nos golpeaba cruel. Agarré la pelota y con cara de furia le grité a cada uno de mis compañeros que podíamos darlo vuelta, que me importaba un carajo que la gente nos puteara y se burlara de nosotros, que habíamos sufrido muchos contratiempos durante el año y que esta era la oportunidad de salir a flote, que seríamos recordados como héroes. La verdad es que mis palabras, la decisión tatuada en mi rostro o no sé qué causaron el efecto deseado. Con muchos huevos los metimos en un arco. Después de un mal despeje de un centro, faltando cinco minutos, al Cabezón Portela le quedó una pelota picando, le dio un roscazo y la mandó a inflar los piolines. Se podía, claro que se podía. Seguimos atacando con rabia, con la convicción de que no habría dios que pudiera evitar que ganásemos. Entonces pasó lo increíble, lo inesperado: el árbitro nos dio un penal, sí un penal. ¿Saben lo que significa que te cobren un penal de visitante, con el tiempo cumplido y con la posibilidad de definir un descenso? —nos preguntó incrédulo, con los ojos abierto de par en par—. Era una señal, una señal del cielo, una señal de que teníamos que salvarnos. Por fin Dios se había acordado de nosotros. Sin embargo la pelota, en ese momento, era como una bola de acero incandescente, algunos salían caminando con disimulo hacia otro lado, otros relojeaban el banco para ver si daban la orden de quién lo pateaba, nadie quería siquiera mirarla. Entonces por segunda vez en el partido, demostré que la responsabilidad no me pesaba, que el miedo no era el camino por el que transitaban los ídolos, que estaba dispuesto a llevar a mi equipo a la gloriosa permanencia en primera…
Los ojos del fantasma estaban encendidos. Literalmente encendidos, eran dos esferas en llamas. Tenía la pelota atrapada bajo su brazo y el puño de la otra mano apretado con tal vehemencia que las venas de su antebrazo se habían hinchado amenazando con explotar. Su fisonomía había adquirido un aspecto terrible, tan terrible que volví a tener miedo.
—Agarré la pelota, la puse sobre el punto del penal, caminé cuatro pasos hacia atrás y esperé el pitazo del juez, que ya nos había advertido que no había más tiempo, que se tiraba el penal y se terminaba el partido. Al sonido del silbato, corrí hacia la epopeya inevitable, decidido a terminar el sufrimiento de mi equipo y mi hinchada, dispuesto a entrar en los anales de la historia. Llegué hasta el balón con furor, lo agarré de lleno, salió como un misil buscando su destino de gloria, el arquero se adelantó un paso y voló inútilmente siguiendo la trayectoria de la pelota…
Eliseo se quedó callado, su mirada quedó suspendida en el recuerdo. El Gordo me miró como sorprendido por la pausa y ansioso por el resultado de la anécdota.
—¿Y qué pasó? —gritó atrás mío Pelusa.
—La tiré afuera, le pegué como el culo y la mandé a la mierda. Perdimos el partido y nos fuimos al descenso —dijo con la tristeza aplastándole la espalda y la mirada clavada en el piso. Carlitos me dijo después que le pareció haber escuchado que lloraba. Estuvo inmóvil como cinco minutos. Ninguno se atrevió a preguntarle nada. Ninguno excepto yo:
—¿Y cómo llegó a convertirse en fantasma, don?
—¿Cómo llegué a ser fantasma? Ni en la cancha, ni en el vestuario, ni en la calle se atrevieron a decirme nada. Creo que eso fue peor, hubiera querido que me putearan para agarrarme a piñas y sacarme la angustia que tenía adentro. El único que trató de consolar fue el técnico, que me dijo: «No te calentés, el fútbol da revancha». Me colgué el bolso al hombro y me fui caminando solo hasta la estación, repasando una y otra vez si la carrera hasta la pelota había sido muy corta, pensando en qué lugar exacto le había pegado, reprochándome por qué no había intentado un tiro menos jugado y no sé cuántas otras boludeces. Estaba tan absorto en mis reflexiones que cuando crucé la avenida San Luis no miré y un camión de soda me levantó por el aire y caí muerto. Estaba ahí tirado mirando mi cadáver desde un costado y de pronto apareció una rampa de luz que bajaba desde el cielo. Una voz hermosa me llamaba, pero yo tenía tanta bronca conmigo mismo que me quise quedar, no me podía ir hasta no ver a Defensores Unidos jugando otra vez en primera. Y así fue como volví a mi casa pero transformado en un espectro.
Carlitos, Pelusa, el Gordo y yo estábamos tan apenados como Eliseo. Nos habíamos quedado sin palabras mirando la figura fantasmagórica que había perdido su brillo fosforescente y su presencia intimidante. En eso me acordé de la hora, miré el reloj y eran las siete. Mi vieja me iba a matar. Sería difícil que creyera la historia del fantasma por más testigos que le llevase.
—Eeeeh… ¿Nos podemos ir, don Eliseo? Se nos hizo tarde —le pregunté tímidamente.
—Sí, claro —dijo, para mi tranquilidad—. Aunque primero me tienen que hacer una promesa.
—¿Una promesa? —preguntó Carlitos.
—Sí. Uno de ustedes cuatro, y no me pregunten quién porque no lo sé, cuando sea grande va a jugar en Defensores. Entonces llegará un día en que tendrán que jugar un partido por el ascenso a primera. Quiero que me prometan que ese día dejarán la vida para que nuestro equipo recupere la categoría que perdió por mi culpa. ¿Lo prometen? —imploró.
Los cuatro respondimos con un sí al unísono. No es que nos quisiéramos librar de nuestra prisión, no fue por eso. Verdaderamente nos sentíamos con la obligación de ayudar a esa pobre alma en pena. Cuando el fantasma nos hubo liberado, en el terrenito y con la pelota mía cómo testigo y garantía, nos juramentamos no hablar con nadie de la increíble aventura que habíamos vivido.
Estaba pensando sobre todos estos acontecimientos cuando el técnico llamó para la charla antes del partido. Cuando salimos a la cancha sentí que el fantasma me empujaba hacia la victoria. El partido había sido muy bueno, con llegadas para los dos equipos, sin embargo el marcador no había sido roto. Faltaban dos minutos y la historia se repetía, el juez cobraba un penal después que el cinco de ellos lo bajara a Gutiérrez en el área.
Ahí recordé la promesa, pero lejos de sentir miedo, el corazón se me inflamó de fervor. Me puse la pelota abajo del brazo, disuadí con una mirada ácida al Pulga que quería patearlo él y la acomodé en el punto del penal. Levanté la vista y atrás del arco estaban Carlitos, Pelusa y el Gordo agarrados del alambrado gritándome cosas que no podía escuchar. Finalmente había llegado la hora de la verdad. La gloria o Devoto, cumplir con el juramento o vivir penando eternamente como Marchese, la fama o el olvido doloroso.
Corrí hacia la pelota, un segundo antes del impacto levanté la vista, el arquero se movió hacia su izquierda y con un toque suave de mi botín derecho le cambié el palo. La pelota viajó lenta, con el guardameta inexorablemente caído a un costado y estrelló mi sueño, mi promesa y mi futuro contra el poste. Pero el fantasma me había pedido que dejara la vida, entonces cuando el balón volvía tan lento como había llegado, me tiré hacia adelante, casi igual que el Matador Mario Alberto Kempes en el ’78, para quebrar la valla de nuestro clásico enemigo, quebrar el maleficio del descenso y librar a Eliseo Marchese de su sufrimiento eterno. La fiesta no se demoró, mis compañeros y los pocos hinchas que habían ido me levantaron en andas para dar la vuelta olímpica que nos fue esquiva durante veinte años.
Cuando volvíamos al pueblo con Carlitos, Pelusa y el Gordo, para festejar la victoria con algunas muzas y unas cuantas birras, nos cruzamos con el fantasma del descenso. Estaba feliz, nos agradeció por cumplir con nuestra promesa. Dijo que ya estaba en paz y que iba en busca de la luz. Fue la última vez que lo vimos.

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El fantasma del descenso by Fernando Murano is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.
Based on a work at fernandomurano.blogspot.com.

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viernes, 16 de julio de 2010

EL BARRILETE



Los pibes cuando se les mete algo en la cabeza son jodidos. Pasan, en instantes, de ser tiernas criaturas a erigirse en despiadados agentes especialistas en el arte de la persuasión, fríos negociadores que utilizan la tortura psicológica para obligar a los adultos a ceder a sus perentorios antojos. Los niños, con más piernas y pulmones que un clásico cinco Xeneise, van a hacer una asfixiante marcación hombre a hombre, no te van a dejar respirar ni un segundo. Probablemente, en estos casos, los padres prefieran descender hasta el más abrasante de los infiernos antes que soportar un segundo más de sus caprichosos reclamos. Aunque previamente intentarán encontrar alguna solución transitoria, algo que, al menos, restablezca el orden en forma temporal, lo que en futbol se llama tirar la pelota afuera, algo así como: «Un día te lo compro»; «Después vamos»; «Preguntale a tu vieja»; «No tengo plata, cuando cobre…». Pero más temprano que tarde, van a tener que acceder a sus demandas arbitrarias, porque aunque un inminente choque de planetas o una tercera guerra mundial amenace con acabar con la vida sobre la tierra, estos pequeños neuróticos los someterán al dulce suplicio del llanto antojadizo. «Un niño que cree demasiado en sus privilegios, en su poder, que logra atemorizar con sus amenazas y sus caprichos —me ilustraba Diana, un amiga psicóloga— no tardará en tener a sus padres, y luego a todos los que lo rodean, como súbditos».


En todos estos menesteres me destacaba yo, de chico. Ostentaba, sin ningún prurito, dotes de rey. Imaginate: hijo único, padres jovencitos, abuelos consentidores. Y como dicen: «Para muestra basta un botón» tengo una anécdota que me pinta de cuerpo entero.

La cosa es que para el mundial ’86 yo tenía seis años. Se me había metido en la cabeza, y no había Cristo que me la sacase, que quería un barrilete. Mi viejo, me había prometido que el fin de semana me iba a comprar uno. «¿El fin de semana?, ¿esperar hasta el fin de semana? ¡Ni loco, no puedo esperar tanto!», pensé. Entonces, haciendo uso y abuso de una soberbia actuación, digna del más renombrado de los actores de novela, les empapé la cama y el piyama a mis viejos con una tormenta de lágrimas de cocodrilo. Por supuesto que mi papel dramático hubiera sido incompleto sin la cuota necesaria de estridentes alaridos. Tan compenetrado estaba con el papel, que los gritos, más propios de un espécimen porcino que de una inocente criatura, amenazaban con hacer estallar los vidrios de la habitación y los tímpanos de mi papá. «No llores más, hoy te lo voy a conseguir» suplicó mi viejo, capitulando y aceptando condiciones para deponer armas.

El problema era que a mi viejo, pobre, lo había metido en un aprieto. Eran la dos de la tarde y ese día, a eso de las cuatro, jugaba Argentina contra Inglaterra. No era un partido más. Los ánimos estaban exacerbados. En los días previos, en la radio, en la televisión y en los bares, se había hablado hasta el hartazgo: que aunque fuera en un partido de fútbol, estaba en juego el honor herido cinco años atrás; que no podíamos dejar que nos pisoteasen la bandera otra vez, que si nos poníamos a hacer un poco de memoria ya en el mundial en el que los enfrentamos en su propia casa y con la reina en el palco, nos habían metido la mano en el bolsillo con la expulsión de Ratín —tan injusta como sospechosa—, y mirá que el Rata no era lo que se dice un santo de altar, pero que en esta no tenía culpa alguna. Mi papá, que no escapaba a la vorágine del ambiente general, había estado elaborando con Carlos, el verdulero, distintas teorías que justificasen la imprescindible necesidad de un triunfo aleccionador.

Ante el deseo impostergable que significaba ser testigo de aquella gesta heroica, que prometía el bronce eterno para nuestros once gladiadores, mi viejo, desesperado ya, se jugó su última carta: recordó que el kiosco de la vuelta de mi casa también era librería y que en las librerías suelen tener barriletes y aviones de telgopor, y partió raudo en busca de la solución salvadora. Por desgracia, para mi angustiado papá, no era el caso de este negocio. Con el doloroso y decepcionante «no me quedan más» estallándole en su cara ilusionada pensó que hubiese sido mejor que ahí nunca los hubiesen vendido. Sólo recuperó un poco de su ánimo después que Manuel, el kiosquero, le ofreciera unos materiales y una Billiken, que traía planos para armar unos cuantos modelos distintos de barriletes.

Con una bolsa llena de rollos de papel y varillas de madera en una mano y la revista en la otra, con la felicidad del deber cumplido bosquejándole una sonrisa en el rostro, entró al grito de «Javiercito, vení que vamos a hacer el mejor barrilete de mundo». Mi papá disfrutaba de estos momentos en que parecíamos dos chicos retozando, dos amigos íntimos inventando algún nuevo y apasionante juego. Pero ese día me parece que estaba cumpliendo un trámite de rigor, una improrrogable tarea de padre. Quería sacarse de encima lo más rápido posible, ese potencial dolor de cabeza que significaban mis reclamos insatisfechos y que podrían conspirar con su momento sagrado, ese estado sublime, casi religioso, en el que su mundo se reducía a un sillón, una mesita ratona para apoyar los pies, alguna que otra vitualla y un partido de fútbol tiñendo de verde el televisor color. Aquel Gründig que tanto había soñado desde el ‘78 y que había comprado con mucho esfuerzo, a pagar en no sé cuántas pequeñas cuotas, era uno de sus orgullos, de esas cosas que nos llenan de felicidad con sólo verlas.

Revisamos detenidamente los modelos que ofrecía la Billiken. Me decidí por uno simple, en el que dos cuadrados girados formaban una estrella de ocho puntas, tenía además tres colas: dos cortas a los costados y una bien larga abajo. Cuando iniciamos las tareas de construcción serían las dos y media de la tarde. Noté una cierta preocupación en su expresión cada vez que miraba el reloj. Parecía tan fácil de armar mirando los dibujitos de la revista... Algunos de los insultos dirigidos a los editores y todos sus familiares, me hicieron presumir que la cuestión se estaba complicando y la paciencia de mi viejo resquebrajando. Por suerte había comprado unas cuantas hojas de papel. Sólo sobrevivieron las que quedaron colocadas en el barrilete y dos pedacitos más de color rojo.

La cola larga hecha de una vieja venda de color naranja —que mi papá usaba para protegerse los tobillos maltrechos por los partidos ásperos de los martes, rito impostergable de cada semana—, fue el broche de oro para la fabricación del cometa. Noventa minutos se interponían entre mi antojo y el vuelo de bautismo barriletero. El esfuerzo por complacerme y la angustia por la proximidad del partido que le brotaban por los poros, me conmovieron tanto que decidí no forzar un desenlace inmediato. Claro que, para desgracia de mi viejo, no iban a ser mis desplantes los que le impedirían ver el partido en el que se jugaba el honor de nuestra patria. Exactamente un minuto antes de que empezara, un inoportuno corte de luz nos sorprendió sentados frente al televisor.

«¡No te puedo creer, no te puedo creer!» gritó desconsolado mi viejo. Añadió unos cuantos insultos irreproducibles mientras bajaba al sótano a verificar si los tapones habían causado la falla eléctrica. La lividez del rostro con la que volvió de abajo fue reveladora: el corte era general y había afectado al barrio por completo o al menos unas cuantas manzanas. Después de corroborar con dolor y estupor que la cuestión era grave, no dudó un instante más, corrió hasta la cocina en busca de la radio portátil. Esos pocos pasos debe haberlos recorrido con el temor de encontrarse con una radio de pilas agotadas. Esta vez el destino quiso —y las pilas que había comprado mi vieja—, que la radio no impidiese seguir, aunque más no fuera de oídas, el desarrollo de lo que a la postre sería un día histórico para el fútbol argentino y mundial.

Por suerte para mí, la mejor performance de la radio se obtenía en el patio del fondo. Eso me permitiría adelantar el consabido debut al mando de un barrilete.
Mi viejo ubicó con cuidado el receptor sobre el umbral de la ventana de la cocina. Después de descartar varias radios con la, varias veces aludida y poco creíble, frase: «Esta es yeta», sintonizó a Víctor Hugo, aunque, claro, no era eterna la confianza que se le daba a un relator o una emisora determinada, un gol en contra podría condenarlos a perder el lugar en el dial de nuestra radio.

Cinco minutos del primer tiempo y ¡Argentina va! —cantó el relator uruguayo al amparo de la sombra del ficus.

El sol se mostraba persistente en su combate contra la baja temperatura que había dominado todo el mes de junio. El día, vanidoso, lucía un cielo diáfano. El viento y las nubes, ausentes sin aviso. Recuerdo el júbilo que sentí al escuchar el: «A ver, Javi, traé el barrilete que vamos a remontarlo mientras escuchamos la radio» que dijo papá mientras ajustaba la sintonía. Sus esfuerzos, en el intento por sacar la fritura que ensuciaba la voz clara que sostenía un relato lúcido y vibrante, eran denodados. Unos cuantos segundos después volví al patio librando una lucha sin concesiones con el pabilo, que se mostraba remiso a mantenerse enrollado en el palito y se anudaba en una galleta indescifrable.

Un primer tiempo parejo y trabado colaboró en los ánimos de mi viejo y el orden de nuestro carretel se restableció. Los esfuerzos iniciales por poner en el cielo la estrella de ocho puntas no tuvieron mayor premio que dos o tres elevaciones a la altura de los cables de teléfono que terminaron en un brusco giro hacia el suelo con aterrizaje forzoso incluido.

—Hay poco viento, va a ser difícil de remontarlo— conjeturó papá.

Si Argentina no tiene la pelota, si Maradona no puede agarrarla, va a ser difícil que podamos llegar al arco de Inglaterra —argumentó el comentarista Apo, preocupado por el poco volumen de juego de la selección nacional.

Un repentino movimiento de nuestro cometa, nervioso y ascendente, nos anunció la llegada del viento que necesitábamos. Por fin podríamos hacer que vuele de verdad. Papá sostenía con firmeza el hilo, con pequeños pero veloces movimientos daba tironcitos que parecían hacer que el barrilete flotase más alto. Desde la radio Víctor Hugo también anunció que soplaban vientos de cambio:

Argentina y la pelota, Argentina y el partido. ¿Para cuándo Argentina y el gol? ¡Vamos, muchachos! La pelota viene para Batista, Batista para Enrique, Enrique cambia para el Vasco. Allá vino para Olarticoechea, que lo tiene a Diego como número diez, a Giusti como número nueve, a Burruchaga de ocho y Valdano de siete. La pelota va para Maradona….

Mi viejo al escuchar el entusiasmo con que salía la voz del relator se quedo petrificado intuyendo, como sólo pueden hacerlo los futboleros de ley, que algo habría de ocurrir.

Maradona puede tocar para Enrique, siempre Maradona, hace un dribling, se va, se va entre tres, siempre Diego… ¡Genial, genial, genial!... ¡Tocó para Valdano. Entró Maradona… Saltó frente a Shilton… Cabeceoooó… mano… Goooooool, goooooool, goooooool, goooooool, arrrrrrgentino. Diegol, Diego Armando Maradona, entro a buscar después de una jugada maravillosa. Un rechazo para atrás. Saltó con la mano, para mí. Para convertir el gol, mandando la pelota por arriba de Peter Shilton. El línea no lo advirtió, el árbitro lo miró desesperadamente, mientras los ingleses entregaban todo tipo de justificadas protestas, para mí. El gol fue con la mano, lo grito con el alma, pero tengo que decirles lo que pienso. Solo espero que me digan de Buenos Aires, si están mirando el partido en televisión ahora mismo, por favor, si fue válido el gol de Maradona, aunque el árbitro lo dio. Argentina está ganando por uno a cero. Que Dios me perdone lo que voy a decir: contra Inglaterra, hoy, aún así, con un gol con la mano, que quiere que le diga.

Recuerdo ver como, mientras sonaba la música del “tatata” y el barrilete caía en picada y se estrellaba de forma inevitable contra el piso de mosaicos, mi viejo yacía arrodillado en el piso, con la vista húmeda perdida en el firmamento, los puños apretados y los brazos extendidos elevando una acción de gracias, la cara enrojecida, la boca dibujada en una “o” interminable. Recuerdo, como si fuese hoy, el grito de gol ronco, calcado en infinitas gargantas, perforando el silencio templario que bañaba la ciudad.

El desencanto fugaz de Víctor Hugo por la ilegítima convalidación de la jugada y mi frustración hecha barrilete caído, se disolvieron con la exultante imagen de mi viejo y su festejo, los alaridos que llegaban de las casas vecinas y los estruendos de miles de cohetes. Por primera vez en mi vida sentí esa sensación incomparable, irracional, regocijante. No estaba preparado, no tenía la gimnasia ni los reflejos necesarios para unirme al relator en el preciso instante en que uno percibe que ese «tiroooó» y que esa “o” extendida no terminará en un frustrante «Balas que pican cerca», sino que se eternizará en el canto más esperado por un hincha. Grité dando chillidos y saltitos nerviosos. Por muy gracioso que me viera era un momento fundacional, ¡me estaba recibiendo de hincha! Ya no había vuelta atrás, ya nunca un partido de mi equipo o de mi selección volvería a serme indiferente.

Mi viejo, agotado por la explosión emocional, se sentó en el piso, debajo de la ventana de la cocina y la sombra del ficus. Yo, en cambio, con entusiasmo renovado, inflamado por el gol argentino, decidí intentar poner en vuelo mi nuevo artefacto. Acomodé prolijamente el barrilete sobre las baldosas que estaban junto a la pared que separa nuestra casa de la del vecino de atrás; con sumo cuidado, caminando hacia mi papá, fui desenrollando el pabilo, en ese instante, una pequeña brisa que acarició mi rostro, me presagió que algo estaba por ocurrir.

De pronto, la voz de Víctor Hugo cobró ánimo:

Balón para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota, Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial…

Cómo si el soplo emotivo del relato tuviese algo que ver, la suave brisa se transformó en viento impetuoso. Tiré del cordel y el barrilete se elevó como un corcel brioso.

—Puede tocar para Burruchaga —anunció Víctor Hugo—. Siempre Maradona...

Mientras la radio expulsaba frenética el relato más épico de la historia del futbol argentino, la estrella de papel colorido se alzaba victoriosa, flotando más allá de los cables telefónicos, sus tres colas ondulantes, eludiéndolos de manera magistral, se burlaban de ellos.

¡Genio, genio, genio! Ta, ta, ta, ta, ta… ¡Gooooooool gooooooool! —el grito del uruguayo precedió una estampida de palabras y emociones que quedarían colgadas en el éter por el resto de la eternidad— ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol, golaaaazo! ¡Diegoooool… Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona en un recorrido memorable, en la jugada de todos los tiempos… —mientras Víctor Hugo perdía sin complejos su habitual prestancia, mi conmoción se debatía entre el éxtasis de mi viejo y el triunfal vuelo de bautismo—. ¡Barrilete cósmico! ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina. Argentina 2 - Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol!, Diego Armando Maradona, gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2 - Inglaterra 0.

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