Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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martes, 19 de octubre de 2010

Partidos Increíbles



El señor Eleodoro se recostó sobre el mullido sillón de cuero negro que le protegía holgadamente las espaldas. Tomó un cigarro de una caja de madera forrada en plata repujada, lo acomodó entre sus groseros y morados labios, hizo arder la punta con un viejo encendedor de bencina, aspiró hondo entrecerrando los ojos y segundos después exhaló una asfixiante bocanada de humo gris con olor a chocolate. Luego de un momento abrió sus ojos inquietantes y negros. Mantuvo la mirada durante algunos segundos y preguntó con aire misterioso:
—¿Sarleti, sabe usted cuántos hinchas tiene Vélez?
—¿Cuántos hinchas tiene Vélez? —pregunté desorientado—. No tengo la más pálida idea.
—Usted es periodista, debería saberlo, Sarleti —dijo entre enojado e irónico.
—Es verdad, pero las estadísticas nunca fueron mi fuerte —me sinceré.
—Ocho cientos cincuenta mil trescientos.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud? —pregunté incrédulo.
—Nosotros manejamos mucha información —contestó escuetamente.
—¿Quién se la proporciona?

El doctor Eleodoro Álvarez, presidente de la subcomisión de asuntos del hincha de la AFA, socio activo del club de leones de Devoto, se levantó de su sillón y caminó mecánicamente hasta la ventana, miró sin inquietarse el hormigueo incesante que dominaba la avenida Corrientes. Resultaba extraño que las ventanas no se hubiesen empañado a consecuencia del gélido atardecer que se abatía sobre la ciudad de Buenos Aires. No menos extraño resultaba que tuviésemos que soportar tres grados en pleno verano. Esa tarde todo me parecía tan exótico como esa reunión a la que había sido convocado.
—No me ha respondido. ¿Quién le proporciona la información?
Álvarez parecía titubear, pero si me había convocado, ¿por qué no confiar en mí? Un pensamiento oscuro cruzó por mi cabeza. ¿Estaría seguro en ese lugar? Los acontecimientos recientes no resultaban del todo alentadores. Al fin, dejó de mirar la calle y volvió a mirarme con gesto adusto.
—Esa información es secreta—contestó mientras se peinaba suavemente con los dedos su tupido bigote—. No sea indiscreto, no le conviene saber tanto, Sarleti.
—Debe usted contestarme, el gobierno ¿está involucrado?
—Yo no he dicho eso.
—Sospecho de ellos.
—¿Sospecha? ¡Ay, Sarleti!, me extraña. ¿Es usted periodista?
—¿Confirma mi sospecha?, ¿es todo cierto? —pregunté, incrédulo aún.
—Me agota usted, Sarleti… —resopló fastidiado— ¡Por supuesto, hombre! , tan real como el frío que hace ahí afuera.
Para que se entienda esta conversación, será conveniente detenernos en este punto del relato y remontarnos dos años atrás.
Durante el verano de 1983, luego de un extenuante período de trabajo en el diario, me encontraba de vacaciones en las playas de San Bernardo. Ese día el calor había sido tan agobiante que, con los muchachos de las carpas, tuvimos que refugiarnos en los aires refrigerados del bar del balneario. Mientras disfrutábamos de una cerveza bien helada despuntábamos el vicio jugando al truco. La cosa venía pareja, bastante conversada y los ánimos tan caldeados cómo el clima.
—¡Quiero vale cuatro! —gritó Enrique.
—Quiero —murmuró displicente, Fito—. Dale, jugá, sos mano.
Enrique, algo pálido, largó un ancho de copas. Pedro y yo, cumpliendo con un simple trámite, nos descartamos un cuatro y un seis respectivamente.
—¿Con esa porquería me querías apurar, Enrique? ¿No querés nada más? —se envalentonó Fito—. Van a tener que seguir laburando —dijo y tiró, con burlona violencia, un siete bravo.
—¡Grande, Fito, me parece que van a dormir afuera! —rió Pedro y con fingida misericordia agregó—. Por lo menos no hace frío.
—¿Sabés lo que pasa, Pedro? Es de Vélez, perdedor por naturaleza —golpeó de nuevo Fito, disfrutando del momento.
La calentura que tenía Enrique resultó el disparador ideal para que contara una anécdota suya que cambiaría mi vida.
—¿No ves que sos un gil, Fito? ¿Vos sabés por qué me hice del Fortín?
—Por tu viejo —arriesgó Fito.
Enrique nunca se había bancado mucho la soberbia de Fito, que cuando se proponía romper las bolas era campeón mundial. Y encima se la agarraba con él, justo con Enrique, que era un gentleman, un tipo bonachón y tranquilo, un pan de Dios.
—¿Te das cuenta, Roberto? —dijo Enrique, señalando a Fito con un cabezazo despectivo y arqueando las cejas—. ¡Nada que ver! Mi viejo es de Boca. Yo nunca le di bola al fútbol.
—¿Y por qué sos de Vélez?
—Yo no era de ningún club, si me apuraban mucho decía que era bostero. Pero un día vino el Panza y me dijo: “El domingo tenés que venir a la cancha, jugamos con San Lorenzo, si ganamos ¡casi somos campeones!, en cambio ellos están luchando por el descenso ¡Se van a jugar la vida! Va a ser un partidazo, Enrique”. Y bueno, me pareció emocionante y fui.
—Claro, seguro que ganó y por eso te hiciste de Vélez —conjeturó Fito, dando por concluida la anécdota, mientras juntaba las cartas para seguir el partido.
—No.
—¿Y entonces? —pregunté con desencanto.
En aquel momento se le iluminó la cara. Con la mirada perdida en el cielorraso parecía recordar algo que le causaba gran satisfacción. Bajó la vista y sin dejar de sonreír comenzó su relato:
—La cancha estaba hasta las bolas —dijo como si la estuviera viendo—. Con decirte que tardamos veinte minutos para llegar caminando desde Juan B. Justo y General Paz. Menos mal que el Panza tenía un amigo dirigente que le consiguió dos plateas bajas, desde ahí se veía bárbaro.
—Dale repartí, Rodolfo —suplicó Fito, aburrido.
—De arranque, a los 3’ nomás, “el Pepe” Castro hizo una doble pared con Ischia por la derecha y mandó el centro al corazón del área, Carlitos Bianchi, con elegancia, la desinfló en el pecho y antes que toque el suelo, con un zurdazo cruzado, la clavó en un ángulo. ¡No saben lo que era la cancha! —bramó Enrique—. En la popular se armó una avalancha tremenda, no sé cómo no se mató nadie. San Lorenzo, como si le hubiesen mojado la oreja, salió enfurecido a buscar el empate. La verdad, la pasamos bastante mal, con decirte que nos metieron dos tiros en los palos y tres veces tuvo que volar Cousillas para tirarla al córner —hizo el gesto del arquero estirando el brazo y la mano por sobre su cabeza.
Se detuvo unos instantes, mientras se servía Coca para humedecer la garganta.
—¿Y qué pasó, Enrique? —urgió ahora Fito, que es futbolero de ley no se pudo resistir la incertidumbre del resultado.
—Y así anduvimos, rezando casi media hora… —continuó, con cara de sufrimiento—. Hasta que en el minuto treinta y cinco, Piazza mandó un pelotazo de cuarenta metros que le cayó a Dante Sanabria que venía picando con la velocidad de un rayo. La dominó con poco esfuerzo y la llevó atada casi hasta el área, con una frenada y un enganche dejó tirado en el piso a Capurro que cerraba tardíamente, levantó la cabeza y se la tocó al medio a Carlitos que venía como una locomotora. ¿Sabés lo que hizo?... —con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa infinita, se paró para darle más intriga al relato.
A esa altura no sólo había logrado la atención de todos los muchachos y mía sino que, además, se habían acercado tres o cuatro pibes que estaban jugando en los fichines. Aunque Enrique no sea muy futbolero, tiene una magia especial para contar anécdotas, te la vende bien, por algo es un buen vendedor de electrodomésticos.
—Dale, Enrique, dejate de joder. Terminá de una vez —supliqué, agitando las manos, angustiado por la necesidad de saber qué pasaba.
—Cuando le salió el arquero a atorarlo, con la puntita del botín, acarició bien abajo a la número cinco, que salió describiendo una parábola perfecta por encima del manotón desesperado de Cousillas. La pelota pegó en el travesaño, picó sobre la línea… —hizo una última pausa—… y por el efecto que tenía o porque picó en alguna montañita de pasto, entró al arco pidiendo permiso. ¡Qué golazo, qué golazo! —repetía moviendo los puños apretado hacia arriba y hacia abajo—. Ahí sí, casi se cae la cancha. Los cuervos sintieron el golpe y Vélez aprovechó para meterle un baile bárbaro. No la podían agarrar. Y claro, por decantación vino el tercero, con un cabezazo de Larraquy. “Viste, Enrique, no podías faltar”, me gritó emocionado hasta las lágrimas el Panza. Yo a esa altura me sentía el hincha de Vélez más fanático del estadio, qué digo del estadio… ¡del mundo! Pero claro, no todas son rosas: Moralejo, por levantar por el aire a la Chancha Rinaldi, se hizo expulsar infantilmente. ¿Qué necesidad tenía?, decime, ¿qué necesidad? —me miró indignado—. Entonces San Lorenzo se vino con todo. Esta vez no pudimos aguantar. A los cuarenta y cinco clavados del primer tiempo, el Gringo Scotta metió uno de esos zapatazos furibundos que son su marca registrada, y a pesar del esfuerzo de Bertero, la mandó a guardar. La fiesta se transformó en un velorio. El entretiempo nos pareció que duraba una eternidad. El Panza se agarraba la cabeza y no paraba de putear al pobre Moralejo.
—Pero si iban ganando tres a uno —observó un pibe flacucho y rubiecito que estaba parado al lado mío.
—Sí, pibe, pero faltaba un tiempo completo, la diferencia era sólo de dos goles y estábamos con uno menos, además, si hubieras visto cómo jugó San Lorenzo esos últimos minutos del primer tiempo, vos también te hubieras preocupado —su rostro angustiado volvía a sufrir el momento—. Sabés, nene, los temores se nos hicieron realidad en sólo cinco minutos. San Lorenzo salió como un verdadero ciclón y en el tercer avance le dieron un penal, ¡bien cobrado, eh! Y ya estábamos tres a dos. Pero ahí nuevamente surgió la garra fortinera. Otra vez figura Bertero y los palos. La gente se animó y alentaba como loca. Ojo, los cuervos también cantaban sin parar. ¡La cancha hervía! Querés creer que faltando dos minutos, Perazzo eludió a Piazza, a López y la metió por el segundo palo con un tiro a colocar. El baldazo de agua fría calmó los ánimos de nuestra hinchada, pero claro, impulsados por el gol y por la popu, San Lorenzo ahora lo quería ganar. El árbitro cobró una falta de Ischia en la puerta del área. ¡Mamita, qué sufrimiento! Entonces sí, apareció el grito del alma, el grito de una hinchada agradecida por los huevos que habían puesto sus jugadores, por el buen fútbol al que nunca se había resignado a dejar de jugar el equipo, apareció ese grito que quería, a como diera lugar, sostener ese valioso empate. Ese grito: “¡El fortín! ¡El fortín!” que brotó espontáneo, selló para siempre mi fanatismo por Vélez —dijo Enrique con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.
—Sí, sí, muy conmovedor el grito, pero, ¿qué pasó con el tiro libre? —protestó, quisquilloso, Fito.
—Ah, sí, sí, el tiro libre… —suspiró Enrique. Se recostó contra el respaldo y sonrió—. La agarró la Chancha, la acomodó dos metros hacia la izquierda de la media luna, se paró con las manos en la cintura, la vista en el arco, con pinta de crack. Corrió hacia la pelota, le metió un chanfle perfecto de derecha. La pelota viajaba implacable hacia el gol, imaginate, la puta madre, se me venía el alma abajo, tanto sufrimiento… ¿justo ahora, en tiempo cumplido, nos iban a ganar? Durante ese segundo, o fracción, que tardó la pelota en llegar hasta el arco hubo un silencio mortal. Se cumplía el destino inevitable, el desastre tan temido —imitando el tono de un relator—, pero apareció el guante colorado de Bertero, que parecía colgado con alambres del travesaño, volando para convertir lo imposible en real. La rozó con la punta de los dedos, apenitas, creo que si se cortaba las uñas no la alcanzaba. Y la pelota, milimétricamente desviada, pegó en el palo derecho y se fue al córner. Pero ya no había tiempo, Lousteau marcó el centro del campo y pitó el final. ¡Qué partidazo, hermano, qué partidazo! —gritó emocionado.
A todos los presentes, atrapados por el soberbio relato de Enrique, se les notaba el fervor en la cara. Ahí nomás brotaron innumerables relatos de epopeyas similares, gestas épicas cargadas de emoción y resultados impredecibles.
Me fui a casa conmovido por la pasión de ese muchacho, a la noche, mientras cenaba mirando la tranquilidad de las olas desde el balcón de mi departamento, recordé haber escuchado un par de relatos parecidos. Todos tenían algo en común: quien contaba la anécdota, hasta ese momento, no era hincha de ningún equipo. Por supuesto que, después de aquellos vibrantes partidos, todos ellos quedaban prendados de por vida con el club de la proeza. Nunca fui supersticioso, pero parecía que los dioses del fútbol habían manipulado los hilos de los resultados, para que esos hinchas se juraran amor eterno por la camiseta. Movido por mi gran escepticismo y por la naturaleza misma de mi profesión, decidí investigar la causa de tan curioso fenómeno.
Lo primero que hice, fue consultar a los compañeros del diario y a mis amigos. Descubrí, no sin sorpresa, que todos, al igual que yo, conocían al menos tres o cuatro casos similares. Me tomé el trabajo de registrarlos en un cuaderno, seleccionarlos y ordenarlos. Después de estudiarlos minuciosamente detecté varios detalles que se repetían en todas las historias. Al ya mencionado ateísmo futbolero, se le agregaban las siguientes coincidencias: todos fueron invitados a participar de un partido de los llamados “decisivos”; las entradas y la ubicación siempre fueron facilitadas al narrador o a un amigo suyo por un dirigente; en todos los casos los partidos fueron vibrantes y nunca se hicieron menos de cuatro goles; los resultados invariablemente fueron ¡empate!; las canchas estaban siempre llenas; los árbitros siempre fueron Lousteau o Teodoro Nitti; más de un relato coincidió en el mismo partido pero con camisetas distintas; los clubes involucrados llevaban no menos de siete años sin ganar ningún título; pertenecían a los llamados “cinco grandes”, excepto Boca o River, o a los que luchaban por el reconocimiento de ser llamado el “sexto grande”.
Después de estos primeros interesantes resultados me decidí a iniciar una investigación profunda. Comencé por entrevistar a los amigos de los personajes en cuestión, tomé nota uno por uno de los nombres de los dirigentes involucrados. No sólo me moví por Capital y el Gran Buenos Aires, también viaje a Rosario, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Al tiempo que empecé a contactarme con todos ellos, comenzaron a ocurrir extraños sucesos. Más de una vez fui seguido por automóviles sospechosos, recibí llamadas a mi casa y a la redacción en las que nadie hablaba, incluso llegue a presumir que, luego de que mi jefe se jubilara, la demora en tomar su puesto tenía que ver con mi investigación.
Un poco desesperado por los sucesos acaecidos y desanimado por el escaso avance de la indagatoria, ya estaba dispuesto a abandonar mi búsqueda. Fue entonces que recibí la llamada, de quién se dio a conocer como dirigente de Huracán.
—Sarleti, pida una entrevista con el doctor Álvarez.
—¿Quién es el doctor Álvarez?
—Trabaja en la AFA. El va a explicarle lo que está sucediendo —dijo tajante, me dio un numero telefónico y cortó.
Ese mismo día llamé al número del doctor y le solicité a su secretaria una entrevista. Tres días después me llamó y me pidió que me presentase en su despacho el lunes a las tres de la tarde. Durante todo el fin de semana estuve conjeturando, una idea descabellada me atormentaba, ¿cabría la posibilidad de que existiese un complot organizado para manipular las adhesiones a ciertos clubes? ¿Árbitros, jugadores, dirigentes, amigos podrían conformar una perfecta red planificada?, ¿podría encontrarme ante la mayor representación actoral conocida hasta ese momento?
El lunes por la tarde me presenté a mi cita. Puntualmente, a las 19 hs, me recibió amablemente una bella señorita de cabellos castaños, ojos de color almendra y tez pálida. Luego de una breve espera en un cómodo sillón de pana bordó la secretaria del doctor me hizo pasar a su despacho.
Ahí me encontraba sentado frente al doctor Álvarez, quien me confirmaba con toda frialdad que mis presunciones no eran fruto de una locura senil precoz o alguna fantasía extravagante de mi mente. Todos los datos y estadísticas de cientos de partidos increíbles que había recabado y documentado minuciosamente, no eran un incomprensible dictamen del destino, eran producto, más bien, de una fantástica maquinaria puesta en funcionamiento con un fin determinado, movida por la AFA, apoyada y sustentada desde el gobierno y quién sabe, por otras personas y organizaciones que aún no conocía. Me encontraba al borde de dar un salto fundamental en mi carrera, con esta primicia no sólo lograría el puesto de jefe de sección, sino que, tal vez, sería nombrado jefe de redacción, incluso, luego de que la noticia corriera como reguero de pólvora por los diarios de todo el mundo, sería nominado para el premio Pulitzer.
—Doctor, está perfectamente claro que he descubierto un fantástico, inédito por su magnitud y totalmente secreto complot. Incluso usted mismo me lo confirma —dije señalando a su pecho con mi mano extendida—. Lo que no entiendo es cuál es el fin de semejante puesta en escena.
Los ojos amenazantes del doctor Álvarez me observaron sorprendidos. Durante un breve instante, no hizo movimiento alguno, luego movió su cabeza en claro signo de negación y volvió a encender su habano, ritual que parecía realizar con parsimoniosa ceremonia antes de emitir algún comentario importante. Luego apoyó los codos sobre el escritorio, con su cuerpo levemente inclinado hacia mí y el cigarro humeante entre los dedos.
—Sarleti, la verdad, no entiendo cómo pudo llegar a descubrir todo esto. Pareciera que por casualidad. ¿Cómo puede ser que no se dé cuenta? —preguntó fastidiado, con tono áspero y poco amigable. Abrió un cajón de su escritorio, tomó una carpeta de cartulina color marrón, la abrió y la arrojó frente a mis ojos —. Mire. San Lorenzo: año 1964, campeón torneo metropolitano, cantidad de hinchas: 1.040.900; año 1981, cantidad de hinchas: 840.000, o sea 200.000 menos. Desde el 81 al 83 se organizaron tres “partidos especiales” y una serie de medidas complementarias, resultado: año 83, cantidad de hinchas: 1.150.000 ¿Lo ve, Sarleti?, o llamo a un niño de la primaria de acá a la vuelta para que se lo explique.
—Sí, sí, pero… ¿Para qué? —exclamé confundido.
—Ay, Sarleti, Sarleti, a veces me inspira ternura —dijo con un tono más paternalista—, el fútbol es un negocio, amigo… un gran negocio.
Me di cuenta cuánta razón tenía el doctor Álvarez, realmente había sido un reverendo idiota. Cómo no había podido darme cuenta de la razón de semejante confabulación. Los intereses económicos mueven todas las cosas en este mundo moderno y el futbol está más cerca del negocio que del deporte. Luego de un momento de parálisis total, en el cual mi razón se iluminaba y mi autoestima descendía hasta los abismos, recuperé la esperanza y el entusiasmo.
—Esta noticia me hará famoso —se me escapó eufórico.
—¿Famoso? —se rió con ganas Álvarez.
—Mañana mismo la publicaré en la portada del diario y antes del mediodía la edición estará agotada y yo pasaré a ser una celebridad del periodismo. Este caso será el “Watergate” argentino.
El doctor, con parsimonia, abrió nuevamente el cajón, extrajo otra carpeta, la abrió frente a mí y se quedó mirándome.
—¿Y esto? —pregunté desconcertado.
—La próxima operación, Sarleti. Ahora que usted sabe toda la verdad, pertenece al sistema. Abra la cuarta hoja y lea las instrucciones de su misión.
—¿Sistema, misión? Yo no quiero pertenecer a ningún sistema —balbuceé desesperado y confundido—. Y si me niego…
—No conozco a nadie vivo que se haya negado —dijo con una sonrisa pícara.

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lunes, 11 de octubre de 2010

Cómo saber

de un autor anónimo

Dicen que el desierto es el jardín del creador. Los animales y la vegetación escasean para que nada distraiga el pensamiento. Un beduino y su hijo caminaban apaciblemente por el desierto, mecidos por el ritmo de sus dromedarios, cuando el niño le preguntó a su padre:
-Papá… El cielo, ¿por qué es azul?
El beduino pensó durante un momento y respondió:
-Hijo mío, no lo sé…
Continuaron avanzando. Y entonces, de nuevo, el niño preguntó:
-Papá… Y la arena, ¿por qué es amarilla?
Y una vez más, el padre respondió:
-No lo sé.
Avanzaron un poco más…
-Papá… Y el mar, ¿por qué es azul?
-¡No lo sé!
El niño se preocupó:
-Pero papá, ¿te molesta que te haga tantas preguntas?
-No, hijo mío, al contrario –respondió el padre–. Debes hacer preguntas, si no, ¿cómo vas a saber?

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lunes, 4 de octubre de 2010

El viejo Casale

Un cuento sensacional del gran Negro Roberto Fontanarrosa. Del libro "Nada del otro mundo" (El verdero nombre del cuento es "19 de diciembre de 1971")


Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero había que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hennano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.
—Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para latelevisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culosroto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!
Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.
Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste? tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de “Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato”. Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése.El Coqui iba a ir con el reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos.o sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto. te digo más, estuvimos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra el boludo de michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.
Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a perecer

esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el “Ciudad de Rosario” y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mí viejo. Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa Posibilidad. Ni se nombraba la palabra “derrota”.
Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que por ahí te dicen “la papa”, o “tiene otra cosa”, “algo malo”, pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale. El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntas, “¿Cómo carajo hizo este tipo pata no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha”. Porque, oíme alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a. los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo que le preguntarlos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó. El iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano— que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de éstos, de los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos “Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar”... Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos “vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado”. Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.
¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle “Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día? usted está hecho un toro”. Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.
Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al vicio en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno. En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba apoder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo más. “Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego”. No quería escuchar ni los bocinazos el viejo. “Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada”. Porque el viejo decía y tenla razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.
Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta afios no te digo que parecía un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada. ¡El viejo era un curro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios. Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y —la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él —viviendo como un bacan, el viejo. Y... ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a—la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.
El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.
Yo me acuerdo cuándo perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido. Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos futbolistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ... de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan “Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria” y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o sino aguantarse que quince, veinte años depués, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de lepra sos nacidos después de ese partido, y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano te juro.
El que organizó la “Operación Eichmann”, como lo llamamos, fue el Colorado. La llamamos así por ese general aleman, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo. El Colorado ya no estaba par ese entonces en la O.C.A.L.. La O.C.A.L., no sé si sabés es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O.C.A.L “Organización Canalla Anti Lepra”. Son un grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensar maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.
Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el “Selecciones” y todo. Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatro cientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso. Ahora, la. duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porqu e convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colora manejó la cosa como un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.
Entonces, el Rulo, con los monos arriba Y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormido, incluso con la cara tapada con algún pulover, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.
Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía “Empalme Graneros presente” y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el. viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo “¡Mirá vos!”.
Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo “En la esquina, jefe.”. Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, “En la esquina”. Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, “¡Soy canalla, soy canalla!” por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transfonnó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo... Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.
Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó. Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una,verguenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy? mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis lujos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera. No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso si, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculoso casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menuttl que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo. Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me, gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos; “¡qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.

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Apuntes de fútbol: El morfón

de Juan Carlos Muñiz

El morfón

de Juan Carlos Muñiz


El amor por la pelota, en el caso del Morfón, se trata de un amor enfermizo. Digno de los antiguos novelones, entre cuyos protagonistas se daba una simbiosis que impedía la existencia del uno sin el otro. Este personaje, infaltable en cualquier picado, sufre (aunque en realidad, goza) de un Edipo incurable. Y ciertamente, en tren de encontrar justificaciones, uno podría admitir que entre un vientre materno y una número cinco bien inflada existen no pocos puntos de contacto. El cuero tirante, terso, semeja una panza entrando al octavo mes. La cámara vendría a ser el útero, mientras que el pico por donde se insufla el aire haría las veces de cordón umbilical. Sólo que, en este caso, el que patea está del lado de afuera. Debe ser por eso que el Morfón patea muy rara vez.

Él prefiere transportar el vientre-balón, pisarlo, amasarlo, sobarlo. Una finta sigue a otra y un enganche es sólo preludio del siguiente. No interesa si ha quedado el defensor descolocado y tiene todo el arco a su disposición; el Morfón prefiere esperarlo y enganchar para el lado opuesto en un regate impráctico, hasta ser inexorablemente rodeado y despojado de su entrañable instrumento. Pero patear, nunca. Porque en realidad su dicha reside en tener la pelota, no en desprenderse de ella.
No le hablen de ocupar los espacios vacíos o arrastrar las marcas. Eso de "jugar sin pelota" no ha sido inventado para él. Sus compañeros son apenas parte del decorado, o a lo sumo pretexto para el amague simulando una descarga que no se producirá.
El Morfón juega más solo que nadie. Ya que si bien se puede considerar que en un picado cada uno edifica su propia gloria, mal que bien un resto de compañerismo y espíritu de equipo anida en casi todos.
Pero no en el Morfón, que se pasa por el quinto forro las nociones básicas del juego asociado. O, en todo caso, considera que la sociedad más rendidora es la que él establece con la pelota. Inútil es pedírsela, silbarle, batir palmas o insultarlo. Inútil es picar al vacío, hacer la diagonal u ofrecerse para la descarga, porque él no dará el pase. Es ciego y sordo. Sus ojos, clavados en el piso, siguen hipnotizados con los brincos de la pelota. Está encadenado a ella como un presidiario a su bocha de hierro. Cuando la transporta, va atravesando una lluvia de inútiles reclamos: "¡Tocala!", "¡Tomá y andate!", "¡Pasala!", "¡Tirá el centro!", "¡Largala, Morfón!", "¡Por qué no te vas a la puta que te parió!"...
Sólo muy de vez en cuando y ante una evidencia flagrante de egoísmo o capricho, el ejemplar se digna a ensayar una excusa, generalmente inconsciente, del orden de "no te vi" o "no te la podía dar, me estaban marcando".
Pero, por lo general, el Morfón es inmutable; un muro blindado contra el que se estrellan denuestos, alaridos y protestas sin hacer mella. Y aunque comúnmente se trata de gente con buen dominio del balón, ser Morfón no depende exclusivamente de ello.
Hay morfones con altísimo porcentaje de gambetas fallidas, pura ceguera y obstinación. Esos son los peores, porque a su falta de técnica le añaden falta de inteligencia. Y esas dos faltas juntas son -paradójicamente- demasiado. En descargo del personaje se podría argumentar que para ser un Morfón con todas las de la ley se necesita temple. Es menester una personalidad con la autoestima bien afirmada, para soportar la andanada de insultos y reclamos; pero también una buena cuota de coraje para enfrentar al arquero y gambetearlo una vez más después de haberlo dejado pagando unas cuantas veces.
Elocuente resulta la placa que, en un baldío ya poco frecuentado, anuncia con sencillos caracteres: "Aquí yace el morfón de Néstor Cañito Rivarola. Merecido lo tenía".

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