De Fernando Murano
Cuando Raúl me llamó y me pidió que nos encontremos en la casa de los nonos me fastidié un poco. Ya había hecho planes para plantificarme delante de la radio a escuchar la previa del domingo, enterarme de las novedades de la formación de Boca, posibles incorporaciones, si se iba el tronco de Belautti o si por fin me ganaría la camiseta firmada por los jugadores.
—A las tres —
dijo Raúl.
“¿A las tres?”
pensé con odio, pero le respondí— A las tres nos vemos.
Ya habían pasado
dos meses desde que murió el Nono. Le había costado los primeros tiempos
después de que la Nona se entregara y no quisiera luchar para salir adelante de
una infección renal que la había tenido postrada varios meses, pero con la
ayuda de los hijos y los nietos, Vicente la remó y salió de la depresión. Diez
años más estuvo con nosotros.
Mi viejo nos
pidió que nos hiciéramos cargo de repartir las cosas de la casa. Algunos
querían guardar algún recuerdo, a otros le venía bien algo para su casa. Era la
ley de la vida, mi viejo lo sabía, pero ahí había vivido hasta los treinta
años. Sólo tener que estar un rato en esa casa, ahora sin vida, era doloroso
para él.
El domingo
amaneció caluroso, la humedad era sofocante. Me arrepentí de haber caminado las
siete cuadras que hay desde mi casa hasta la de los nonos, tendría que haber
ido con el auto y el aire acondicionado al mango. Encima venía con la cabeza
llena de preocupaciones del negocio. ¿Quién me mandó a mí a ponerme una
ferretería en este país? Abrís un negocio y tenés que ser dueño, empleado, contador,
abogado, experto en habilitaciones y no sé cuántas especialidades más. Madre
mía.
Apenas la empujé,
la puertita de reja de la entrada cantó su chillido característico. Nada de
engrasar las bisagras, estaba muy bien que sonara, era como tocar el timbre
para avisar que habías llegado. Claro que en ese momento no había nadie para
escucharlas. Raúl, ni de casualidad, llegaba nunca menos de quince minutos
tarde.
Lo raro pasó
después. Apenas cerré la puerta de entrada y quedé a oscuras en el living
comedor sentí enseguida el fresco del lugar, ni siquiera en días como ese hacía
calor. Creo que era porque siempre estaba cerrado y solo se usaba para los
cumpleaños y las fiestas de fin de año.
Esa sensación
hizo que, de repente, mi cabeza se despejara de todas las preocupaciones que me
habían acompañado desde casa y volviera cuarenta años para atrás.
Por eso no me
extraño cuando me pareció escuchar la voz de la Nona.
—Jorgito, vení
que te preparé la leche.
Después de abrir
las persianas fui hasta la cocina. La taza con el Nesquik y las galletitas boca
de dama estaban sobre la vieja mesa de madera del comedor diario. De espaldas,
desde la cocina y mientras cortaba unas verduras para la cena la abuela me
dijo.
—Dale, pichón,
tomá la leche que se enfría.
"¿Se
enfría?" pensé. Es raro, no hacía calor ahora.
Mientras la
chocolatada iba dibujándome unos mostachos en la cara me quedé mirando la mesa.
Estaba llena de ñoquis. No los había visto cuando entré. En la otra punta
estaba el Nono Vicente meta enrular ñoquis con una tablita de madera. Uy, qué
rico vamos a cenar me dije.
—¿Terminaste la
leche, Jorgito? —preguntó el Nono.
—Sí, toda.
—Entonces, si
querés, anda un rato a jugar al patio.
No
me lo tuvo que decir dos veces. Salí corriendo.
Afuera sí que hacía
calor, las baldosas gastadas del patio estaban recalentadas por el sol de las
tarde, incluso las que estaban abajo de la parra. En un pestañear de ojos una
nube oscureció todo y se largó uno de esos chaparrones que te dejan hecho sopa.
No duró más de un par de minutos, pero fue suficiente para dejar las baldosas a
la temperatura ideal. Pero lo mejor de todo era el olor que subía desde el
piso. Era el aroma de la felicidad, de la inocencia, de la mente solo ocupada
en escribir el libreto de la próxima batalla de soldaditos o el de la carrera
de autitos.
Más atrás, en el
jardín, estaba el glorioso ciruelo. De sólo ver colgando esas ciruelas negras y
gigantes se me hizo agua a la boca. Salí corriendo para adentro, no había
porqué sufrir, en la vieja heladera Siam, la Nona guardaba, en una batea llena
de agua helada, unas cuantas de las ciruelas más ricas del mundo. ¡Qué disfrute
el morderla y que el jugo dulce y frío me chorree por las comisuras de la boca!
Cerré los ojos para deleitar más mis sentidos. Cuando los abrí, en la cocina y
el comedor no había nadie. Ese lugar era el corazón de la casa, era un espacio
enorme y único donde la familia pasaba el setenta por ciento de su vida.
—Pichón, vení a
dormir una siesta que te cuento unos cuentos –me llamó la nona desde la
habitación que había sido de mi viejo y de mi tío.
En la otra
seguramente estaría Vicente recostado. La abuela era piola, no quería que en
ese rato hiciera algún ruido que pudiera despertarlo.
Me acosté a su
lado y me contó los cuentos que ya había escuchado mil veces, pero mil veces me
gustaba que me los contara. Sin embargo lo mejor vino después, cuando me cantó
la canción de Mambrú, y después la de la blanca paloma. Cantaba lindo la Nona.
Mientras mis oídos se endulzaban con su voz melodiosa mis párpados se fueron
haciendo tan pesados que no pudieron mantenerse abiertos.
Después sólo
recuerdo escuchar la voz de Raúl a lo lejos.
—Jorge… Jorge… Jorge… Jorge… ¡JORGE!
Abrí
los ojos. Estaba parado en la cocina, con las manos en los bolsillos mirando
por la ventana hacia el patio.
—¿Qué
pasó? –pregunté sobresaltado.
—¿En
qué estabas pensando? –me preguntó.
Hice
un esfuerzo para recordar pero tenía la mente en blanco.
—En
nada, qué se yo –contesté para salir del paso.
Lo
miré fijo durante unos segundos y ahí me vino la pregunta a la cabeza.
—
¿Te parece que el Toto lo va a poner a Belautti?