Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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lunes, 15 de noviembre de 2010

La venganza



La primera sensación fue de dolor, como si estuviesen inyectándome un líquido espeso en todo el cuerpo, parte por parte. El dolor dio paso a unos escalofríos que hacían que me moviese eléctricamente sobre la camilla, cada músculo, cada terminal nerviosa descerrajaba un temblor frenético. El fenómeno no debe haber durado más de cinco minutos, aunque en mí, un extraño sentimiento de perpetuidad, me sugería que aquello nunca cesaría. Luego, paso a paso pude ir recuperando el control de mis miembros. Brazos, piernas, manos, dedos empezaron a obedecer a mis pensamientos, pese a que una leve confusión hacía dificultosa la tarea. No fue sino hasta que cesó aquella confusión que pude abrir los ojos. La intensidad de la luz que emitían cuatro esferas blancas que se hallaban firmemente engarzadas dentro de un cilindro metálico que colgaba del cielorraso, justo sobre mí, hicieron que parpadeara repetidas veces hasta que mis pupilas fueron acostumbrándose al resplandor y mis párpados comenzaron a moverse con normalidad.


Al cabo de un rato, constaté que no estaba atado a la camilla, pues en un principio había yo creído, debido a la torpeza con que movía mis extremidades, que algo me aprisionaba. Me incorporé hasta sentarme sobre la fría y brillosa placa de acero, que había sido mi lecho hasta ese momento. Comprobé que estaba desnudo y que cada una de las partes de mi cuerpo estaban en perfecto estado, tal y como lo recordaba desde la última vez que había tenido conciencia. Giré hacia mi derecha y dejé colgar las piernas hacia el suelo.
—¿Todo en orden? —preguntó una voz que no pude determinar de dónde venía.
—No lo sé —contesté— pareciera que sí, aunque tengo la cabeza aturdida.
—Es normal, en unos instantes estarás como nuevo.
—¿Quién sos? —pregunté.
—Un amigo.
—¿Dónde estás? Quiero ver tu cara.
Desde un rincón que permanecía bañado en sombras apareció un hombre de poca estatura, de figura rellena, pelo castaño jaspeado de blanco y barba despareja y corta.
—No te conozco, vos no sos mi amigo —me enojé.
—Es verdad que no me conocés, pero ello no implica que no sea tu amigo —sonrió.
—¿Qué querés de mí?
—Nada.
—¿Qué hago en este consultorio?
—¿Consultorio? —se extraño el hombre regordete—. Este no es un consultorio.
El extraño caminó unos cuantos pasos hacia la puerta y encendió las luces de la habitación. Frente a mí tenía un escritorio de madera amplio, bastante viejo y lleno de papeles, libros y una pequeña computadora portátil. Detrás de él una biblioteca, abarrotada con cientos de libros, se levantaba con un aspecto imponente. Junto a la mesa, casi pegado a la pared había un sillón mullido y una lámpara de pie, ambos descansaban sobre una de esas coloridas alfombras persas. Realmente no me había mentido aquel hombre, ese lugar no parecía en modo alguno un consultorio. Entonces miré hacia abajo buscando determinar si la camilla metálica, sobre la que yacía sentado, era tal. Grande fue mi sorpresa al ver que aquello no era una camilla, sino que era un sillón igual al que estaba frente a mí y no sólo eso me exaltó, también me resultó incomprensible el ver que no estaba desnudo sino que estaba vestido con ropa informal.
—Perdón, he sido muy descortés contigo —dijo el hombre caminando hacia mí y extendiendo su mano derecha—, mi nombre es Fernando.
—Un gusto —dije más relajado y estreché su mano— mi nombre es…
En ese momento me sentí desolado, confundido y algo idiota, ¡no podía recordar mi nombre!, Fernando pareció notar mi angustia y sonrió paternalmente.
—Tranquilo, parece que no recuerdas tu nombre.
—No.
—No recuerdas tu nombre porqué no tienes nombre.
—¿Cómo? —exclamé.
—Simplemente no lo tienes.
—Pero ¿mis padres no me pusieron nombre?
—No —contestó serio— tu padre no te puso nombre. Pero eso no importa, lo que importa es que estás bien y podrás resolver ese problema y algunos más importantes.
—¿Más importantes?
Fernando caminó con lentitud hasta el otro sillón, se sentó y después de reflexionar durante algunos instantes me dirigió una mirada seria.
—Tu padre no es una buena persona —dijo con gravedad— te ha traído a la vida para jugar contigo. Primero te dio todo lo que necesitabas para ser feliz, después te quitó todo eso e incluso más: tu salud, tu familia, tu amor. Después se rió de ti nuevamente y te devolvió lo que te había quitado. Pero esa última vez no pudiste soportarlo, tanto fue el odio que te generó el verte dependiente de sus humores, de su ironía, de su arbitrariedad y su crueldad —por qué no decirlo— que intentaste suicidarte. Pero yo te rescaté, valiéndome de sus propias palabras, con un dejo de soberbia, es cierto, y de vanagloria. El también quiso jugar conmigo, quiso pasar por mi amigo, me ofreció una amistad regada de mates y bizcochitos, pero yo no me tragué el anzuelo, por eso ahora te dejo libre, para que puedas cobrar tu venganza, hacer justicia con el verdadero mounstruo.
—¿Cómo se llama mi padre? —pregunté mientras a mi mente confluían como una estampida un río de recuerdos, imágenes que me devolvían a la realidad y que confirmaban palabra por palabra los dichos de Fernando.
—Juan Manuel Giaccone —contestó rápido y ese nombre se clavó en mi corazón como una flecha envenenada con una poción que destilaba odio.
—¡Ah, desgraciado, te voy a matar! —grité enfurecido, aunque mi furia se transformó en pocos segundos en desazón—. No… no voy a poder… no voy a poder —repetí desahuciado.
—¿Por qué no? —preguntó Fernando adivinando mis pensamientos.
—Porque nuevamente va a desaparecerme de la historia.
—No va a poder —dijo tranquilo.
—¿Por qué, ya lo hizo una vez?
—Pues esta vez no podrá, porque yo te devolví a la vida y ahora sólo yo te la puedo quitar. Y créeme, Bestia, no pienso hacerlo.
Entonces sonreí satisfecho, comprendí que la venganza era cuestión de poco tiempo. Claro que matarlo sería algo demasiado fácil y no sería acorde a la crueldad con la que me había manipulado.
Desde entonces he pasado todas mis horas planeando la venganza. No voy a descansar, con la ayuda de mi amigo, claro, hasta lograr desacreditar a ese tal Giaccone, que todos se rían de sus cuentos y que sea considerado el peor de los escritores de la red. Voy a despedazarlo, no con mis garras, sino con mis palabras.

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Cuento azul



de Marguerite Yourcenar

Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.


Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.

Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.

Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.

Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.

Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.

Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.

Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.

Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.

El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.

Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.

En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.

Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.

En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.

Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.

El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.

Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.

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sábado, 13 de noviembre de 2010

TALLER LITERARIO: Pecados de principiante




Estos son los errores en los que caemos habitualmente al empezar a escribir:

CACOFONÍAS:
Son sonidos repetidos que maltratan los oídos. Para remediar estos sonsonetes, basta releer el texto en VOZ ALTA y buscar sinónimos a las palabras con un mismo final.

USO DEL GERUNDIO:
Hay que prestar atención especial al uso del gerundio ya que, empleado con exceso, produce un ritmo pesado y lento.
-No es correcto el uso del gerundio de posterioridad, es decir, aquel que indica una acción posterior a la del verbo principal.
"El profesor salió de la clase encontrándose al director."
-Es también incorrecto el uso del gerundio cuando acompaña al complemento directo de cosas, e indica acción o cambio:
"Observé un balón girando velozmente.
-Tampoco es correcto el uso del gerundio con nombres en función de complemento indirecto o circunstancial.
"Compré flores a mi madre celebrando su santo"
-El gerundio tampoco debe emplearse:
a) Como adjetivo especificativo referido a cosas:
"Este es el orden determinando la estructura"
b) Como modelo que signifique cualidad o estado.
"Ofrezco perro sabiendo cazar"


VOCABULARIO ABSTRACTO:
Cuando se empieza a escribir, el recurso del lenguaje abstracto es casi inevitable. Sin embargo, hay que prescindir de las grandes palabras: Verdad, Libertad, Destino... En un relato están de más. No ayudan a la comprensión de la historia, no explican el trasfondo del argumento, o no lo explican, más bien, tal como debe hacerse, en que los personajes se ven envueltos.
En este mismo sentido, conviene prescindir del vocabulario psicológico: depresión, no encontraba motivaciones, era una familia tensional... De un lado se trata de eso, de palabras más o menos técnicas que no complican la emoción del lector. De otra parte, decir de un personaje que está deprimido es un resumen demasiado pálido: qué hace ese personaje, qué piensa, qué recuerda, qué intenta olvidar... todo eso es lo que el texto debe darnos, en lugar de un diagnóstico clínico.
También es un error muy común el contar las cosas en abstracto. Por ejemplo:
"Aquella mañana, Pedro se sentía equilibrado, optimista, seguro de sí mismo"
"Aquella mañana, Pedro cerró su casa con un portazo, sin preocuparse de echar la llave, y bajó las escaleras bailando claqué"
En la primera frase se le pide al lector que procese tres conceptos: equilibrio, optimismo, seguridad.
En la segunda, se le invita a que observe a un personaje, se le describe en una escena.
Todos los conceptos de la primera frase están presentes, como acciones en la segunda. Al observar lo que hace el personaje, el lector induce, además, cómo siente. La primera frase aburre. La segunda entretiene los ojos, le da quehacer a los oídos, y despierta curiosidad. La primera es sumaria y abstracta, mientras que la segunda frase es descriptiva y concreta.
Por lo tanto, conviene "ver" la historia antes de ponerse a escribirla. Cerrar los ojos y proyectar en la imaginación, escena por escena, la película que filmaríamos con ese argumento. Abordar el relato como una descripción, lo más detallada posible, de esas imágenes que han desfilado ante nosotros.
P.D.
Fijaos lo que hacéis en la vida verbal, si tenéis que decirle a vuestro cónyuge que vuestro hijo se ha portado mal, no le comentáis: este niño es malo. Le comentáis algún hecho: Esta mañana no ha querido lavarse, ni ha desayunado y me ha tirado la colada por la ventana y ha mordido al gato.

ESTILO ASERTIVO:
Al lado de este abuso de lo abstracto, es corriente que el estilo de los relatos peque de asertivo. Y a veces, sí es preciso afirmar o negar, sin más melindre ni más rodeo.
Pero en general los matices, los casi, quizás, un aire de indecisión en la voz del narrador, contribuyen en mucho a la verosimilitud de la historia. "Casi, a veces, un poco, quizá, parecía, como si fuera, ..." mejor que esos: "siempre, todo, sin duda, era..."
Si cuento la historia de un personaje bondadoso es probable que acabe relatando eso: las desdichas de una virtud a prueba de balas. Y a lo mejor, si soy hábil, consigo que cuele. Pero es difícil. Una historia así -el bueno, el malo, el tonto, el listo- se ajusta poco a nuestra experiencia. Un personaje bondadoso que tiene, en cambio, un punto débil, es mucho más creíble y de paso aviva la narración. Un relato que viene a confirmarnos lo que ya sabíamos -"X es un santo"- cae en lo monótono. Pero si partimos de "X es casi un santo" , "parece santo" ... si planteamos la historia a partir del casi, de lo que viene a poner a prueba su santidad, ya tenemos un núcleo dramático, un foco de acción y de interés.

ESTILO ENFÁTICO:
Otro fallo muy corriente es el estilo enfático. Y aunque se trata de un error con cierto pedigree -por lo común denota riqueza de vocabulario y capacidad verbal- conviene evitarlo a toda costa. Nos referimos principalmente a la exageración. Por ejemplo:
"Aquel grito le sobresaltó"
"Sus entrañas se estremecieron ante aquel alarido sobrecogedor que desgarraba sus tímpanos."
Cuando se busque algún efecto de relieve habrá que trabajar a partir del contraste. Para que el lector escuche ese grito, por ejemplo, conviene jugar, desde unas frases antes, con sonidos muy leves: el roce del visillo en una ventana, el tic-tac apagado de un reloj...

IRONÍA:
Es el recurso más firme para destacar algo, un gesto, una acción, una idea.
Algunos temas pueden requerir un tratamiento grave. Pero una nota de humor, un toque irónico, le dan vivacidad a cualquier relato. Y además apoyan su verosimilitud. Sin un contrapunto de distancia, sin esa burla entre bastidores que es la ironía, los relatos, por más que conmuevan, cargan un poco.

CONGRUENCIA DEL TEXTO:
La anáfora, la catáfora y el motivo son recursos esenciales, no hay relato sin ellos, y en general se emplean muy poco. Porque tal vez parece lógico que una historia empiece por el principio y acabe por el final. Sin embargo, en un texto artístico esa lógica no importa. En el relato, más que lo lineal, interesa lo orgánico. Y un organismo es eso, un conjunto de elementos interrelacionados.
Anáfora y catáfora son recursos sencillos. Llamamos anafóricas a todas las frases que repiten, recuerdan, aluden, pasajes anteriores de una misma historia. Son catafóricas las que anticipan, de un modo más o menos explícito, los hechos que vendrán después.
Por otro lado, y como otro recurso de primer orden, aunque más difícil de captar es el motivo. Los motivos no son conceptos que deban aparecer a lo largo del relato. No son ideas, sino cosas. Son, podríamos decir, unos cuantos objetos que situamos, estratégicamente, en el decorado de la historia.
Un ejemplo: supongamos que se trata de escribir un relato sobre un divorcio. Bien, el argumento podrá tomar cualquier rumbo, pero nosotros vamos a hacer que aparezcan, en el curso de la narración, una calle cortada, unas tijeras de podar, un puente que amenaza derrumbarse, unos días de sol a mediados de enero, un guante desparejado, un sueño interrumpido a media noche, una carta devuelta que no ha llegado a su destino, una canción cuyo final ha olvidado alguno de los personajes...
Todo esto son motivos. Cosas y acciones concretas que van reforzando la idea principal del relato.
Sin la anáfora y la catáfora, sin los motivos, el relato progresa en el vacío. Conviene construir la historia narrativa según aquella vieja consista leninista: dos pasos hacia delante, un paso hacia atrás. Hay que señalar que los motivos son importantes porque la información que proporciona el texto tiende a perderse, a disiparse, y el motivo es una alusión, una señal indirecta, un efecto de redundancia, que está recordándole constantemente al lector de qué se trata allí.

EL RELATO ARCHIPIÉLAGO:
La acción aflora en unos cuantos islotes, sin un nexo visible que los una, y es como si la historia se hubiese quedado dentro, ahogada en la intención del autor. Este fallo sólo puede abordarse con el texto delante, persiguiendo los hilos de la trama, pero obedece a un error de perspectiva que se da también entre los cantantes noveles: cuando más se escucha uno a sí mismo, cuanto mejor resuena dentro la propia voz, menos se oye desde fuera. La técnica del canto, como la del cuento, consiste en proyectar el sonido. Hay que cantar como si se estuviera sentado entre el público.
Hay que escribir desde el lugar del lector.
Muchas veces resulta difícil tomar distancia ante un texto propio, enfocar esa historia como si fuera ajena, y hacerse las preguntas que se haría el lector. Pero en esto consiste el oficio.

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viernes, 12 de noviembre de 2010

El hijo

de Horacio Quiroga

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.


-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.

-Sí, papá -repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.

-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...

-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

-Pobre papá...

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.

-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...

-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

-Piapiá... -murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.

-No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

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martes, 19 de octubre de 2010

Partidos Increíbles



El señor Eleodoro se recostó sobre el mullido sillón de cuero negro que le protegía holgadamente las espaldas. Tomó un cigarro de una caja de madera forrada en plata repujada, lo acomodó entre sus groseros y morados labios, hizo arder la punta con un viejo encendedor de bencina, aspiró hondo entrecerrando los ojos y segundos después exhaló una asfixiante bocanada de humo gris con olor a chocolate. Luego de un momento abrió sus ojos inquietantes y negros. Mantuvo la mirada durante algunos segundos y preguntó con aire misterioso:
—¿Sarleti, sabe usted cuántos hinchas tiene Vélez?
—¿Cuántos hinchas tiene Vélez? —pregunté desorientado—. No tengo la más pálida idea.
—Usted es periodista, debería saberlo, Sarleti —dijo entre enojado e irónico.
—Es verdad, pero las estadísticas nunca fueron mi fuerte —me sinceré.
—Ocho cientos cincuenta mil trescientos.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud? —pregunté incrédulo.
—Nosotros manejamos mucha información —contestó escuetamente.
—¿Quién se la proporciona?

El doctor Eleodoro Álvarez, presidente de la subcomisión de asuntos del hincha de la AFA, socio activo del club de leones de Devoto, se levantó de su sillón y caminó mecánicamente hasta la ventana, miró sin inquietarse el hormigueo incesante que dominaba la avenida Corrientes. Resultaba extraño que las ventanas no se hubiesen empañado a consecuencia del gélido atardecer que se abatía sobre la ciudad de Buenos Aires. No menos extraño resultaba que tuviésemos que soportar tres grados en pleno verano. Esa tarde todo me parecía tan exótico como esa reunión a la que había sido convocado.
—No me ha respondido. ¿Quién le proporciona la información?
Álvarez parecía titubear, pero si me había convocado, ¿por qué no confiar en mí? Un pensamiento oscuro cruzó por mi cabeza. ¿Estaría seguro en ese lugar? Los acontecimientos recientes no resultaban del todo alentadores. Al fin, dejó de mirar la calle y volvió a mirarme con gesto adusto.
—Esa información es secreta—contestó mientras se peinaba suavemente con los dedos su tupido bigote—. No sea indiscreto, no le conviene saber tanto, Sarleti.
—Debe usted contestarme, el gobierno ¿está involucrado?
—Yo no he dicho eso.
—Sospecho de ellos.
—¿Sospecha? ¡Ay, Sarleti!, me extraña. ¿Es usted periodista?
—¿Confirma mi sospecha?, ¿es todo cierto? —pregunté, incrédulo aún.
—Me agota usted, Sarleti… —resopló fastidiado— ¡Por supuesto, hombre! , tan real como el frío que hace ahí afuera.
Para que se entienda esta conversación, será conveniente detenernos en este punto del relato y remontarnos dos años atrás.
Durante el verano de 1983, luego de un extenuante período de trabajo en el diario, me encontraba de vacaciones en las playas de San Bernardo. Ese día el calor había sido tan agobiante que, con los muchachos de las carpas, tuvimos que refugiarnos en los aires refrigerados del bar del balneario. Mientras disfrutábamos de una cerveza bien helada despuntábamos el vicio jugando al truco. La cosa venía pareja, bastante conversada y los ánimos tan caldeados cómo el clima.
—¡Quiero vale cuatro! —gritó Enrique.
—Quiero —murmuró displicente, Fito—. Dale, jugá, sos mano.
Enrique, algo pálido, largó un ancho de copas. Pedro y yo, cumpliendo con un simple trámite, nos descartamos un cuatro y un seis respectivamente.
—¿Con esa porquería me querías apurar, Enrique? ¿No querés nada más? —se envalentonó Fito—. Van a tener que seguir laburando —dijo y tiró, con burlona violencia, un siete bravo.
—¡Grande, Fito, me parece que van a dormir afuera! —rió Pedro y con fingida misericordia agregó—. Por lo menos no hace frío.
—¿Sabés lo que pasa, Pedro? Es de Vélez, perdedor por naturaleza —golpeó de nuevo Fito, disfrutando del momento.
La calentura que tenía Enrique resultó el disparador ideal para que contara una anécdota suya que cambiaría mi vida.
—¿No ves que sos un gil, Fito? ¿Vos sabés por qué me hice del Fortín?
—Por tu viejo —arriesgó Fito.
Enrique nunca se había bancado mucho la soberbia de Fito, que cuando se proponía romper las bolas era campeón mundial. Y encima se la agarraba con él, justo con Enrique, que era un gentleman, un tipo bonachón y tranquilo, un pan de Dios.
—¿Te das cuenta, Roberto? —dijo Enrique, señalando a Fito con un cabezazo despectivo y arqueando las cejas—. ¡Nada que ver! Mi viejo es de Boca. Yo nunca le di bola al fútbol.
—¿Y por qué sos de Vélez?
—Yo no era de ningún club, si me apuraban mucho decía que era bostero. Pero un día vino el Panza y me dijo: “El domingo tenés que venir a la cancha, jugamos con San Lorenzo, si ganamos ¡casi somos campeones!, en cambio ellos están luchando por el descenso ¡Se van a jugar la vida! Va a ser un partidazo, Enrique”. Y bueno, me pareció emocionante y fui.
—Claro, seguro que ganó y por eso te hiciste de Vélez —conjeturó Fito, dando por concluida la anécdota, mientras juntaba las cartas para seguir el partido.
—No.
—¿Y entonces? —pregunté con desencanto.
En aquel momento se le iluminó la cara. Con la mirada perdida en el cielorraso parecía recordar algo que le causaba gran satisfacción. Bajó la vista y sin dejar de sonreír comenzó su relato:
—La cancha estaba hasta las bolas —dijo como si la estuviera viendo—. Con decirte que tardamos veinte minutos para llegar caminando desde Juan B. Justo y General Paz. Menos mal que el Panza tenía un amigo dirigente que le consiguió dos plateas bajas, desde ahí se veía bárbaro.
—Dale repartí, Rodolfo —suplicó Fito, aburrido.
—De arranque, a los 3’ nomás, “el Pepe” Castro hizo una doble pared con Ischia por la derecha y mandó el centro al corazón del área, Carlitos Bianchi, con elegancia, la desinfló en el pecho y antes que toque el suelo, con un zurdazo cruzado, la clavó en un ángulo. ¡No saben lo que era la cancha! —bramó Enrique—. En la popular se armó una avalancha tremenda, no sé cómo no se mató nadie. San Lorenzo, como si le hubiesen mojado la oreja, salió enfurecido a buscar el empate. La verdad, la pasamos bastante mal, con decirte que nos metieron dos tiros en los palos y tres veces tuvo que volar Cousillas para tirarla al córner —hizo el gesto del arquero estirando el brazo y la mano por sobre su cabeza.
Se detuvo unos instantes, mientras se servía Coca para humedecer la garganta.
—¿Y qué pasó, Enrique? —urgió ahora Fito, que es futbolero de ley no se pudo resistir la incertidumbre del resultado.
—Y así anduvimos, rezando casi media hora… —continuó, con cara de sufrimiento—. Hasta que en el minuto treinta y cinco, Piazza mandó un pelotazo de cuarenta metros que le cayó a Dante Sanabria que venía picando con la velocidad de un rayo. La dominó con poco esfuerzo y la llevó atada casi hasta el área, con una frenada y un enganche dejó tirado en el piso a Capurro que cerraba tardíamente, levantó la cabeza y se la tocó al medio a Carlitos que venía como una locomotora. ¿Sabés lo que hizo?... —con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa infinita, se paró para darle más intriga al relato.
A esa altura no sólo había logrado la atención de todos los muchachos y mía sino que, además, se habían acercado tres o cuatro pibes que estaban jugando en los fichines. Aunque Enrique no sea muy futbolero, tiene una magia especial para contar anécdotas, te la vende bien, por algo es un buen vendedor de electrodomésticos.
—Dale, Enrique, dejate de joder. Terminá de una vez —supliqué, agitando las manos, angustiado por la necesidad de saber qué pasaba.
—Cuando le salió el arquero a atorarlo, con la puntita del botín, acarició bien abajo a la número cinco, que salió describiendo una parábola perfecta por encima del manotón desesperado de Cousillas. La pelota pegó en el travesaño, picó sobre la línea… —hizo una última pausa—… y por el efecto que tenía o porque picó en alguna montañita de pasto, entró al arco pidiendo permiso. ¡Qué golazo, qué golazo! —repetía moviendo los puños apretado hacia arriba y hacia abajo—. Ahí sí, casi se cae la cancha. Los cuervos sintieron el golpe y Vélez aprovechó para meterle un baile bárbaro. No la podían agarrar. Y claro, por decantación vino el tercero, con un cabezazo de Larraquy. “Viste, Enrique, no podías faltar”, me gritó emocionado hasta las lágrimas el Panza. Yo a esa altura me sentía el hincha de Vélez más fanático del estadio, qué digo del estadio… ¡del mundo! Pero claro, no todas son rosas: Moralejo, por levantar por el aire a la Chancha Rinaldi, se hizo expulsar infantilmente. ¿Qué necesidad tenía?, decime, ¿qué necesidad? —me miró indignado—. Entonces San Lorenzo se vino con todo. Esta vez no pudimos aguantar. A los cuarenta y cinco clavados del primer tiempo, el Gringo Scotta metió uno de esos zapatazos furibundos que son su marca registrada, y a pesar del esfuerzo de Bertero, la mandó a guardar. La fiesta se transformó en un velorio. El entretiempo nos pareció que duraba una eternidad. El Panza se agarraba la cabeza y no paraba de putear al pobre Moralejo.
—Pero si iban ganando tres a uno —observó un pibe flacucho y rubiecito que estaba parado al lado mío.
—Sí, pibe, pero faltaba un tiempo completo, la diferencia era sólo de dos goles y estábamos con uno menos, además, si hubieras visto cómo jugó San Lorenzo esos últimos minutos del primer tiempo, vos también te hubieras preocupado —su rostro angustiado volvía a sufrir el momento—. Sabés, nene, los temores se nos hicieron realidad en sólo cinco minutos. San Lorenzo salió como un verdadero ciclón y en el tercer avance le dieron un penal, ¡bien cobrado, eh! Y ya estábamos tres a dos. Pero ahí nuevamente surgió la garra fortinera. Otra vez figura Bertero y los palos. La gente se animó y alentaba como loca. Ojo, los cuervos también cantaban sin parar. ¡La cancha hervía! Querés creer que faltando dos minutos, Perazzo eludió a Piazza, a López y la metió por el segundo palo con un tiro a colocar. El baldazo de agua fría calmó los ánimos de nuestra hinchada, pero claro, impulsados por el gol y por la popu, San Lorenzo ahora lo quería ganar. El árbitro cobró una falta de Ischia en la puerta del área. ¡Mamita, qué sufrimiento! Entonces sí, apareció el grito del alma, el grito de una hinchada agradecida por los huevos que habían puesto sus jugadores, por el buen fútbol al que nunca se había resignado a dejar de jugar el equipo, apareció ese grito que quería, a como diera lugar, sostener ese valioso empate. Ese grito: “¡El fortín! ¡El fortín!” que brotó espontáneo, selló para siempre mi fanatismo por Vélez —dijo Enrique con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.
—Sí, sí, muy conmovedor el grito, pero, ¿qué pasó con el tiro libre? —protestó, quisquilloso, Fito.
—Ah, sí, sí, el tiro libre… —suspiró Enrique. Se recostó contra el respaldo y sonrió—. La agarró la Chancha, la acomodó dos metros hacia la izquierda de la media luna, se paró con las manos en la cintura, la vista en el arco, con pinta de crack. Corrió hacia la pelota, le metió un chanfle perfecto de derecha. La pelota viajaba implacable hacia el gol, imaginate, la puta madre, se me venía el alma abajo, tanto sufrimiento… ¿justo ahora, en tiempo cumplido, nos iban a ganar? Durante ese segundo, o fracción, que tardó la pelota en llegar hasta el arco hubo un silencio mortal. Se cumplía el destino inevitable, el desastre tan temido —imitando el tono de un relator—, pero apareció el guante colorado de Bertero, que parecía colgado con alambres del travesaño, volando para convertir lo imposible en real. La rozó con la punta de los dedos, apenitas, creo que si se cortaba las uñas no la alcanzaba. Y la pelota, milimétricamente desviada, pegó en el palo derecho y se fue al córner. Pero ya no había tiempo, Lousteau marcó el centro del campo y pitó el final. ¡Qué partidazo, hermano, qué partidazo! —gritó emocionado.
A todos los presentes, atrapados por el soberbio relato de Enrique, se les notaba el fervor en la cara. Ahí nomás brotaron innumerables relatos de epopeyas similares, gestas épicas cargadas de emoción y resultados impredecibles.
Me fui a casa conmovido por la pasión de ese muchacho, a la noche, mientras cenaba mirando la tranquilidad de las olas desde el balcón de mi departamento, recordé haber escuchado un par de relatos parecidos. Todos tenían algo en común: quien contaba la anécdota, hasta ese momento, no era hincha de ningún equipo. Por supuesto que, después de aquellos vibrantes partidos, todos ellos quedaban prendados de por vida con el club de la proeza. Nunca fui supersticioso, pero parecía que los dioses del fútbol habían manipulado los hilos de los resultados, para que esos hinchas se juraran amor eterno por la camiseta. Movido por mi gran escepticismo y por la naturaleza misma de mi profesión, decidí investigar la causa de tan curioso fenómeno.
Lo primero que hice, fue consultar a los compañeros del diario y a mis amigos. Descubrí, no sin sorpresa, que todos, al igual que yo, conocían al menos tres o cuatro casos similares. Me tomé el trabajo de registrarlos en un cuaderno, seleccionarlos y ordenarlos. Después de estudiarlos minuciosamente detecté varios detalles que se repetían en todas las historias. Al ya mencionado ateísmo futbolero, se le agregaban las siguientes coincidencias: todos fueron invitados a participar de un partido de los llamados “decisivos”; las entradas y la ubicación siempre fueron facilitadas al narrador o a un amigo suyo por un dirigente; en todos los casos los partidos fueron vibrantes y nunca se hicieron menos de cuatro goles; los resultados invariablemente fueron ¡empate!; las canchas estaban siempre llenas; los árbitros siempre fueron Lousteau o Teodoro Nitti; más de un relato coincidió en el mismo partido pero con camisetas distintas; los clubes involucrados llevaban no menos de siete años sin ganar ningún título; pertenecían a los llamados “cinco grandes”, excepto Boca o River, o a los que luchaban por el reconocimiento de ser llamado el “sexto grande”.
Después de estos primeros interesantes resultados me decidí a iniciar una investigación profunda. Comencé por entrevistar a los amigos de los personajes en cuestión, tomé nota uno por uno de los nombres de los dirigentes involucrados. No sólo me moví por Capital y el Gran Buenos Aires, también viaje a Rosario, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Al tiempo que empecé a contactarme con todos ellos, comenzaron a ocurrir extraños sucesos. Más de una vez fui seguido por automóviles sospechosos, recibí llamadas a mi casa y a la redacción en las que nadie hablaba, incluso llegue a presumir que, luego de que mi jefe se jubilara, la demora en tomar su puesto tenía que ver con mi investigación.
Un poco desesperado por los sucesos acaecidos y desanimado por el escaso avance de la indagatoria, ya estaba dispuesto a abandonar mi búsqueda. Fue entonces que recibí la llamada, de quién se dio a conocer como dirigente de Huracán.
—Sarleti, pida una entrevista con el doctor Álvarez.
—¿Quién es el doctor Álvarez?
—Trabaja en la AFA. El va a explicarle lo que está sucediendo —dijo tajante, me dio un numero telefónico y cortó.
Ese mismo día llamé al número del doctor y le solicité a su secretaria una entrevista. Tres días después me llamó y me pidió que me presentase en su despacho el lunes a las tres de la tarde. Durante todo el fin de semana estuve conjeturando, una idea descabellada me atormentaba, ¿cabría la posibilidad de que existiese un complot organizado para manipular las adhesiones a ciertos clubes? ¿Árbitros, jugadores, dirigentes, amigos podrían conformar una perfecta red planificada?, ¿podría encontrarme ante la mayor representación actoral conocida hasta ese momento?
El lunes por la tarde me presenté a mi cita. Puntualmente, a las 19 hs, me recibió amablemente una bella señorita de cabellos castaños, ojos de color almendra y tez pálida. Luego de una breve espera en un cómodo sillón de pana bordó la secretaria del doctor me hizo pasar a su despacho.
Ahí me encontraba sentado frente al doctor Álvarez, quien me confirmaba con toda frialdad que mis presunciones no eran fruto de una locura senil precoz o alguna fantasía extravagante de mi mente. Todos los datos y estadísticas de cientos de partidos increíbles que había recabado y documentado minuciosamente, no eran un incomprensible dictamen del destino, eran producto, más bien, de una fantástica maquinaria puesta en funcionamiento con un fin determinado, movida por la AFA, apoyada y sustentada desde el gobierno y quién sabe, por otras personas y organizaciones que aún no conocía. Me encontraba al borde de dar un salto fundamental en mi carrera, con esta primicia no sólo lograría el puesto de jefe de sección, sino que, tal vez, sería nombrado jefe de redacción, incluso, luego de que la noticia corriera como reguero de pólvora por los diarios de todo el mundo, sería nominado para el premio Pulitzer.
—Doctor, está perfectamente claro que he descubierto un fantástico, inédito por su magnitud y totalmente secreto complot. Incluso usted mismo me lo confirma —dije señalando a su pecho con mi mano extendida—. Lo que no entiendo es cuál es el fin de semejante puesta en escena.
Los ojos amenazantes del doctor Álvarez me observaron sorprendidos. Durante un breve instante, no hizo movimiento alguno, luego movió su cabeza en claro signo de negación y volvió a encender su habano, ritual que parecía realizar con parsimoniosa ceremonia antes de emitir algún comentario importante. Luego apoyó los codos sobre el escritorio, con su cuerpo levemente inclinado hacia mí y el cigarro humeante entre los dedos.
—Sarleti, la verdad, no entiendo cómo pudo llegar a descubrir todo esto. Pareciera que por casualidad. ¿Cómo puede ser que no se dé cuenta? —preguntó fastidiado, con tono áspero y poco amigable. Abrió un cajón de su escritorio, tomó una carpeta de cartulina color marrón, la abrió y la arrojó frente a mis ojos —. Mire. San Lorenzo: año 1964, campeón torneo metropolitano, cantidad de hinchas: 1.040.900; año 1981, cantidad de hinchas: 840.000, o sea 200.000 menos. Desde el 81 al 83 se organizaron tres “partidos especiales” y una serie de medidas complementarias, resultado: año 83, cantidad de hinchas: 1.150.000 ¿Lo ve, Sarleti?, o llamo a un niño de la primaria de acá a la vuelta para que se lo explique.
—Sí, sí, pero… ¿Para qué? —exclamé confundido.
—Ay, Sarleti, Sarleti, a veces me inspira ternura —dijo con un tono más paternalista—, el fútbol es un negocio, amigo… un gran negocio.
Me di cuenta cuánta razón tenía el doctor Álvarez, realmente había sido un reverendo idiota. Cómo no había podido darme cuenta de la razón de semejante confabulación. Los intereses económicos mueven todas las cosas en este mundo moderno y el futbol está más cerca del negocio que del deporte. Luego de un momento de parálisis total, en el cual mi razón se iluminaba y mi autoestima descendía hasta los abismos, recuperé la esperanza y el entusiasmo.
—Esta noticia me hará famoso —se me escapó eufórico.
—¿Famoso? —se rió con ganas Álvarez.
—Mañana mismo la publicaré en la portada del diario y antes del mediodía la edición estará agotada y yo pasaré a ser una celebridad del periodismo. Este caso será el “Watergate” argentino.
El doctor, con parsimonia, abrió nuevamente el cajón, extrajo otra carpeta, la abrió frente a mí y se quedó mirándome.
—¿Y esto? —pregunté desconcertado.
—La próxima operación, Sarleti. Ahora que usted sabe toda la verdad, pertenece al sistema. Abra la cuarta hoja y lea las instrucciones de su misión.
—¿Sistema, misión? Yo no quiero pertenecer a ningún sistema —balbuceé desesperado y confundido—. Y si me niego…
—No conozco a nadie vivo que se haya negado —dijo con una sonrisa pícara.

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lunes, 11 de octubre de 2010

Cómo saber

de un autor anónimo

Dicen que el desierto es el jardín del creador. Los animales y la vegetación escasean para que nada distraiga el pensamiento. Un beduino y su hijo caminaban apaciblemente por el desierto, mecidos por el ritmo de sus dromedarios, cuando el niño le preguntó a su padre:
-Papá… El cielo, ¿por qué es azul?
El beduino pensó durante un momento y respondió:
-Hijo mío, no lo sé…
Continuaron avanzando. Y entonces, de nuevo, el niño preguntó:
-Papá… Y la arena, ¿por qué es amarilla?
Y una vez más, el padre respondió:
-No lo sé.
Avanzaron un poco más…
-Papá… Y el mar, ¿por qué es azul?
-¡No lo sé!
El niño se preocupó:
-Pero papá, ¿te molesta que te haga tantas preguntas?
-No, hijo mío, al contrario –respondió el padre–. Debes hacer preguntas, si no, ¿cómo vas a saber?

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lunes, 4 de octubre de 2010

El viejo Casale

Un cuento sensacional del gran Negro Roberto Fontanarrosa. Del libro "Nada del otro mundo" (El verdero nombre del cuento es "19 de diciembre de 1971")


Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero había que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hennano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.
—Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para latelevisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culosroto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!
Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.
Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste? tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de “Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato”. Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése.El Coqui iba a ir con el reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos.o sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto. te digo más, estuvimos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra el boludo de michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.
Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a perecer

esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el “Ciudad de Rosario” y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mí viejo. Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa Posibilidad. Ni se nombraba la palabra “derrota”.
Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que por ahí te dicen “la papa”, o “tiene otra cosa”, “algo malo”, pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale. El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntas, “¿Cómo carajo hizo este tipo pata no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha”. Porque, oíme alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a. los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo que le preguntarlos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó. El iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano— que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de éstos, de los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos “Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar”... Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos “vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado”. Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.
¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle “Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día? usted está hecho un toro”. Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.
Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al vicio en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno. En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba apoder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo más. “Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego”. No quería escuchar ni los bocinazos el viejo. “Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada”. Porque el viejo decía y tenla razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.
Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta afios no te digo que parecía un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada. ¡El viejo era un curro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios. Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y —la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él —viviendo como un bacan, el viejo. Y... ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a—la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.
El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.
Yo me acuerdo cuándo perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido. Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos futbolistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ... de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan “Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria” y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o sino aguantarse que quince, veinte años depués, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de lepra sos nacidos después de ese partido, y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano te juro.
El que organizó la “Operación Eichmann”, como lo llamamos, fue el Colorado. La llamamos así por ese general aleman, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo. El Colorado ya no estaba par ese entonces en la O.C.A.L.. La O.C.A.L., no sé si sabés es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O.C.A.L “Organización Canalla Anti Lepra”. Son un grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensar maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.
Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el “Selecciones” y todo. Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatro cientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso. Ahora, la. duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porqu e convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colora manejó la cosa como un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.
Entonces, el Rulo, con los monos arriba Y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormido, incluso con la cara tapada con algún pulover, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.
Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía “Empalme Graneros presente” y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el. viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo “¡Mirá vos!”.
Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo “En la esquina, jefe.”. Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, “En la esquina”. Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, “¡Soy canalla, soy canalla!” por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transfonnó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo... Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.
Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó. Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una,verguenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy? mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis lujos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera. No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso si, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculoso casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menuttl que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo. Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me, gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos; “¡qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.

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