de Fernando Murano
Mi hijo se
empeña en decirme que lo del almacén fue un fracaso. Es exagerado decir que fue
un fracaso, yo diría que fueron malas decisiones. "Papá, las malas
decisiones te llevaron al fracaso" me dice.
Hoy es fácil montar un negocio. Antes no era todo así de fácil. Y menos para mí que llegué en 1906 a Buenos Aires en un barco, solo, con una mano atrás y otra adelante. Había dejado a mis padres y a unos cuantos de mis ocho hermanos en un pueblito de Asturias llamado Pola de Siero.
No sé si me echaron porque era un poco pendenciero o me mandaron para acá para no tener que hacer dos años de servicio militar en África. Creo que por las dos razones.
La cosa es que estuve trabajando con mi hermano mayor, que tenía un almacén enfrente del Spinetto. En esa época tostar café empezó a ser un buen negocio y a mí me pusieron a manejar la máquina. Una desgracia, el humo te mataba. Yo no quería saber nada con tostar café. Entonces tuvimos unas desavenencias con mi hermano Francisco. Ese sí que era terco. Tan terco que me tuve que ir.
Tenía un compañero de barajas y de ginebras que había vivido en el sur. Cuando se enteró que andaba sin trabajo me dijo. “Avelino, vos tenés que ir al sur a criar ovejas, te vas a llenar de plata” Y yo que no andaba con vueltas agarré mi ropa, y un poco caminando y otro poco en tren llegué en 1908 hasta el pie de los Andes. Fue duro al principio, unos cuantos meses me morí de hambre y de frío. Por suerte siempre tuve la virtud de ser persistente. Persistente dije, no terco. Pero un día conocí un patrón de una estancia ubicada en el valle del Río Senguer al suroeste de Chubut. Me dijo “Pibe, yo te doy diez ovejas para que las pastorees por ahí, de las ovejas que nazcan vos te quedas con la mitad”
Así empecé. El primer año tenía seis o siete ovejas, quince al segundo, veinte en el tercero, en fin, en 1920 tenía uno de los rebaños más grandes del valle. Entonces fui a hablar con mi antiguo patrón y le vendí todas las ovejas. Me hice un capital más que importante y me volví a Buenos Aires. Quería tener mi propio almacén. Pero nada de tostar café, mejor comprarlo tostado.
El problema fue cuando a la Municipalidad se le ocurrió que un almacén y un despacho de bebidas no podían estar en un mismo ambiente. Había que levantar una pared que los divida. Para esa época yo me había casado con Juana Inés y teníamos un hijo. Lo encaré al dueño del local y le dije que tenía que pagar la pared divisoria. Juana Inés me dijo que pague la pared y listo, si de todos modos el boliche daba ganancias suficientes para costearla. Así estuvimos unos meses, discutiendo con el dueño, pero el tipo era muy terco. Que sí, que no, que sí… hasta que me cansé, vendí el fondo de comercio y nos fuimos a otro barrio a poner un almacén.
El barrio era prometedor, había que tener visión de futuro, porque era una zona de quintas, tal vez en dos o tres años montaríamos el mejor almacén del lugar. Compramos un lindo boliche y arrancamos. Es una manera de decir, porque el negocio creo que no arrancó nunca. Mirá que intentamos de todo pero al año y medio tuvimos que tirar la toalla y vendimos todo.
Y a eso mi hijo le dice fracaso. Un fracaso hubiera sido perder todo el capital. Es verdad que algunas malas decisiones y mucha mala suerte nos hicieron perder un poco de dinero, pero no admito que me digan “fracasaste”. No, señor, con la plata de lo que vendimos nos compramos una casita, humilde pero era nuestra casita. Nos ayudó Francisco para comprarla. Él no tenía problemas económicos, para esa época ya tenía dos almacenes y cuatro tostadurías de café. Por favor, y después me dicen terco a mí… Mirá que hay que aguantar tanto tiempo el humo negro ese.