Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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domingo, 18 de julio de 2010

EL FANTASMA DEL DESCENSO



Las personas no son recordadas por el número de veces que fracasan, sino por el número de veces que tienen éxito.
Thomas Alva Edison.


Dicen que los partidos decisivos son los que hacen de los jugadores grandes estrellas o simples pechos fríos, elevan a los hombres hasta la condición de dioses o los hunden en la más terrible de las pesadillas. Cuanto más responsabilidad tiene en su equipo, tanto más caerá o será ensalzado. La prensa ha sido astuta utilizando estos ánimos extremistas, y yo que soy un lector compulsivo de todas las crónicas, críticas o comentarios que se publican sobre fútbol en los diarios y revistas de deportes, sucumbí ante esta prédica falaz. Por eso sentía más presión, mucha más de la que había soportado durante tantos años.
Ahí estaba sentado en el vestuario, solo, escondido al amparo de las sombras. Miles de veces había jugado en mi imaginación esa final. Sueños de goles mágicos y gestas épicas que harían justicia con Eliseo Marchese. Batallas gloriosas que le devolverían a Defensores su lugar en la primera del regional entrerriano, lugar que nunca debía haber perdido. Buscando concentración, me había acurrucado en un rincón mortecino y húmedo, sin embargo el amasijo que tenía en el estómago se empecinaba en demostrarme que la cosa no era tan fácil. La verdad que en ese momento tenía más ganas de agarrar mi bolsito y enfilar para la casa de mi vieja, que salir a comerme la cancha y cumplir con la promesa que desde niño pesaba sobre mis espaldas.


Los muchachos ocultaban su nerviosismo haciendo chistes o jodas a los desprevenidos, el cuerpo técnico estaba reunido en una habitación contigua repasando la táctica, los utileros dejaban un surco en el piso de tanto ir y venir con la ropa. Ni uno solo de los que estaban en ese vestuario podía escapar a la tensión que generaba el match decisivo. Porque una cosa es jugarse el ascenso en un partido, pero otra muy distinta es hacerlo de visitante (y ser visitante en la liga regional es como ir a Vietnam), jugando el clásico contra el rival de toda la vida, el más odiado. Imaginate el oprobio de ver que te dan la vuelta olímpica en la cara, pisoteando tus ilusiones; cientos de desorbitados hinchas gritándote en tu cara desconsolada.
Sin embargo, en ese momento mis pensamientos estaban quince años atrás. Con Carlitos, Pelusa y el Gordo habíamos quedado en que nos juntaríamos a tomar la leche en casa y que luego iríamos al terrenito de la vuelta a jugar un picadito contra los pibes de la esquina. Mi vieja me preguntaba cada cinco minutos si nos servía la chocolatada, «Pará un poco que falta Carlitos» le rogaba yo, «Ya son las cinco y en un rato se va hacer de noche —argumentaba enojada—. Si quieren ir a jugar a la pelota tienen que apurarse». Al fin llegó nuestro jugador más habilidoso, nos bajamos de un solo trago la leche, nos comimos las vainillas y salimos rajando.
—¿Le avisaste a Raulito que jugábamos, Gordo? —le preguntó Pelusa.
—Sí, hablamos a la mañana. Cinco y media quedamos. Ya deben estar por venir.
Por suerte la pelota la habíamos llevado nosotros, y mientras esperábamos nos hicimos unos tiritos al arco. Ya estaba cansado de decirle a Carlitos que no armemos la cancha de esa manera, que poner el arco de espaldas a la casa abandonada era un problema, que si la pelota se caía del otro lado nadie quería ir a buscarla. Contaban los valientes que habían trepado por la pared y que cada vez eran menos, que cuando estaban en el patio de esa casa escuchaban ruidos extraños. «No te hagás problema, si se cae voy yo», fanfarroneaba Carlitos.
A los quince minutos de estar probando las dudosas dotes de arquero del Gordo sobrevino el suceso tan temido. Desde el arco, nuestro guardavalla entrado en kilos le pasó la pelota con la mano a Carlitos que la recibió con la puntita del pie, le dio un golpe magistralmente seco y se la dejo picando a Pelusa, a la altura justa para pegarle de volea y clavarla en el ángulo. Parece que la agarró un poco abajo, porque con las ganas que le había pegado, la pelota pasó a unos cinco metros por encima de la pared del fondo. Al grito mío de «La cagaste, Pelusa» siguió un ruido de vidrios rotos.
—Voy yo —sacó pecho Carlitos.
—Dale apurate, que está por oscurecer —le dije.
Carlitos se trepó sin ninguna dificultad, desapareció detrás de la pared y un par de minutos después se asomó con la preocupación abollándole la cara.
—No la veo, me parece que cayó adentro de la casa —dijo con la voz estrujada y la valentía perdida.
—Te dije, Carlitos —le reproché inútilmente—. Ahora andá a buscarla.
—Ni en pedo, Juanito.
Estábamos en un verdadero problema. Ninguno de nosotros se atrevería a entrar en la casa. Si nadie quería saltar al patio, menos que menos habría alguien que quisiese entrar en la casa. Pero tampoco era cuestión de perder la pelota que me había regalado mi tío Enrique, que para colmo era una número cinco de cuero y con apenas dos días de rodaje. Cómo le explicaría a mi vieja que volvía sin la pelota por la que había hinchado tanto.
—Vamos a entrar todos juntos —decidí, preso de la responsabilidad ante mi familia.
—Yo no voy —se atajó Pelusa.
—El que no viene, no juega más en este equipo —amenacé.
El ultimátum fue determinante. El equipito de la cuadra había logrado un considerable prestigio en el barrio, tanto es así que venían de hasta de quince cuadras para hacernos partido. De cada diez ganábamos nueve. Ninguno de nosotros habría querido quedarse afuera. Me trepé primero yo, me siguió Pelusa y por último tuvimos que ayudar al Gordo que no alcanzaba a llegar hasta arriba de todo.
Reunidos los cuatro en torno a la ventana que tenía el vidrio herido por el chumbazo de Pelusa, comprobamos que nos sería imposible entrar por el agujero o abrir la ventana, que además de estar cerrada tenía la manija fuera del alcance de nuestros brazos. El Gordo que era el menos ágil pero el más inteligente sugirió probar si la puerta estaba abierta. Carlitos que hasta ese momento era el más valiente pero el más perverso le tiró: «Si, claro, seguramente están las llaves colgando del lado de afuera», aunque sólo un instante después tuvo que tragarse sus palabras. Como nadie se animaba, puse mi mano temblorosa sobre la manija de bronce y luego de notar que estaba inexplicablemente tibia, la giré con temor y empujé muy despacio mientras un chirrido nos helaba la sangre.
La casa era de esas típicas construcciones de pueblo de principios de siglo, «Tipo colonial» decía mi viejo. El piso de pinotea, una mesa redonda medio destartalada, un sillón enorme que alguna vez fuera de tela blanca, alguna que otra silla apolillada, todo estaba bañado por una gruesa capa de polvo que brillaba siniestra, iluminada por la poca luz que entraba por las ventanas. Las telarañas no hacían más que construir un escenario tétrico, tal como nos imaginábamos las casas embrujadas de los cuentos que nos leían nuestros padres. Pelusa se había quedado atornillado en el umbral de la puerta, el Gordo miraba con asco, Carlitos se había parado disimuladamente un pasito detrás de mí, y yo que a esa altura era el más valiente tenía un cagazo de Padre y Señor nuestro.
Una vez logramos convencer a Pelusa, nos adentramos en la gran sala de estar. El piso de madera se quejaba, reseco, al compás de nuestros pasos. Por más que dimos vuelta por toda la habitación no encontramos por ningún lado la pelota. Después de un rato el miedo se transformó en decepción. Acostumbrados al ruinoso salón, y sin ningún ruido o señal que nos hiciese presumir que algo extraño habría en la casa, decidimos continuar nuestra búsqueda en el comedor. El gordo esgrimió la teoría de que como la puerta estaba abierta, y teniendo en cuenta que además se encontraba en la trayectoria del disparo, el balón podría haber rodado hasta allí.
En el momento que estábamos entrando todos juntos —apiñados como defensores y delanteros esperando un córner— la puerta de entrada se cerró de golpe. Nos quedamos paralizados de espalda al portazo.
—¿Quién cerró la puerta? —preguntó con voz casi inaudible Pelusa.
—Debe haber sido el viento —contesté, tras mirar hacia atrás y no ver a nadie.
—Hacen como treinta grados y no corre una gota de viento —dijo el Gordo.
No había terminado todavía de hablar cuando escuchamos un ruido en la cocina, me pareció como que alguien estaba moviendo vajilla. El primero en llegar a la puerta fue, por supuesto, Pelusa, al segundo Carlitos se le estampó en la espalda, más atrás llegamos el Gordo y yo.
—¡Está cerrada con llave! —gritó Pelusa con el rostro desfigurado por el pánico.
—¡No puede ser, no puede ser! —se lamentó Carlitos al borde de un ataque de nervios.
—Pará, calmate, se debe haber trabado con el golpe —le dije—. Salgamos por la ventana.

Ese fue el peor momento, los postigos de chapa de las ventanas también se cerraron de golpe y nos quedamos completamente a oscuras. Aunque no podía verlos sentía el castañeteo de los dientes de Pelusa, el temblor de las manos de Carlitos apoyadas sobre mis hombros, la respiración agitada del Gordo. Pasaron unos cuantos segundos interminables en los que ninguno atinó a decir o hacer nada.
Mi corazón, que parecía un motor gasolero encajado en mi pecho, se detuvo súbitamente cuando las velas del candelabro que estaba sobre la mesa se encendieron y pudo verse a un hombre sentado a su lado. Pelusa quiso gritar, pero el grito murió ahogado en su garganta anudada, Carlitos pegó el culo contra la puerta, el Gordo y yo nos quedamos inmóviles.
—No tengan miedo —dijo la figura espectral.
¡Cómo mierda no íbamos a tener miedo!, si estábamos solos y a oscuras en una casa abandonada; encerrados con un hombre vestido con ropa deportiva que brillaba en la oscuridad como si fuera fluorescente; estábamos frente a un rostro demacrado, pálido como el de un cadáver; escuchando una voz que sonaba lejana, con la resonancia propia de una caverna. ¡Cómo mierda no íbamos a tener miedo si estábamos hablando con un fan-tas-ma!
—Tiene la pelota —me susurró al oído el Gordo.
Era verdad, era mi pelota. La sostenía con su mano lívida y huesuda apoyada sobre el muslo derecho. Cuando lo vi con la pelota en su poder le volví a mirar la cara desmejorada y triste. Me pareció que lo había visto en algún lado, aunque no en la casa, que cuando nos mudamos al barrio ya estaba abandonada.
—¿De quién es la pelota? —dijo.
—Mi… mi… mía —dije.
—Muy bien —sonrió—. ¿Sabés por qué la tengo en mis manos?
Negué con la cabeza.
—Es muy largo de explicar, ¿tienen tiempo de escuchar la historia? —rió con ironía. Ironía que a nosotros no nos causó ninguna gracia—. Bueno, no me respondieron.
Sin más remedio, asentimos con otro gesto.
—Hace cinco años, Defensores Unidos y nuestro archirrival Bellavista Sporting, disputamos un partido que definía uno de los descensos a la B zonal. Ese año habíamos tenido innumerables inconvenientes para armar el equipo. A los desgarros de Benítez y Razzoti, se le agregaban la hepatitis del Mono García que lo había alejado dos meses de la actividad. Además, se habían ido por distintas razones tres jugadores: Colgate Rodríguez, un morocho número siete que había vuelto a su país natal, Panamá; Heriberto Sarli, que había decidido abandonar el fútbol después de la muerte de su padre; y por último, el Gato Andrada, que con novecientos treinta en el sorteo y las lágrimas de su vieja, partió con destino a Comodoro, a cumplir con el servicio militar —se detuvo un instante. Hubiera jurado que en su mirada había una cierta ternura—. ¿Los estoy aburriendo?
—No, no, está muy interesante —mintió el Gordo—. Continúe por favor.
—Sí, sí, gracias. La cosa es que llegamos a la última fecha, justo un punto abajo de Bellavista. Estábamos obligados a ganar para evitar el humillante y doloroso descenso, encima teníamos que jugar con ellos de visitante. El primer tiempo, como era de esperarse para un clásico de esas características, se desarrollo con tantas precauciones de ambos lados, que cuando alguno lograba pasar la mitad de la cancha las hinchadas festejaban como si fuera un gol.
Promediando un segundo tiempo más aburrido que el primero, los nervios empezaron a hacer su trabajo silencioso: el Gringo Fuentes llegó tarde a un cruce en un contragolpe, después que el dos de ellos sacara las papas calientes del área con un pelotazo a cualquier parte. El problema fue que justo por “cualquier parte” venía corriendo como un Fórmula 1 el Chueco Carbajal, un siete veloz, habilidoso y goleador. La mató en su empeine con calidad y cuando llegó el Gringo desesperado, la levantó hasta la cintura y nuestro rústico zaguero se deslizó hasta la tribuna. El Chueco lo encaró al arquero, lo dejó en ridículo, sentado de culo y definió solo frente al arco, suave, con elegancia —hizo una nueva pausa.
A esa altura Carlitos y Pelusa habían dejado de temblar y de hacer ruido con los dientes. Yo me había tranquilizado, si al que estábamos viendo y escuchando era realmente un fantasma, por lo menos era uno amigable. Ahora que estaba más distendido y me había metido en el relato, me molestó la pausa del espectro.
—Señor… —dije, estirando la o y haciendo un gesto hacia él con mi mano para que nos informara su nombre.
—Eliseo, muchachito —contestó cortés—, Eliseo Marchese.
—Señor Eliseo, ¿sería tan amable de continuar su historia?
—Por supuesto. La situación se había puesto complicada, teníamos que hacer dos goles en quince minutos. Aunque lo peor era que el equipo estaba desbastado por el golazo del Chueco. Entonces me rebelé al destino que nos golpeaba cruel. Agarré la pelota y con cara de furia le grité a cada uno de mis compañeros que podíamos darlo vuelta, que me importaba un carajo que la gente nos puteara y se burlara de nosotros, que habíamos sufrido muchos contratiempos durante el año y que esta era la oportunidad de salir a flote, que seríamos recordados como héroes. La verdad es que mis palabras, la decisión tatuada en mi rostro o no sé qué causaron el efecto deseado. Con muchos huevos los metimos en un arco. Después de un mal despeje de un centro, faltando cinco minutos, al Cabezón Portela le quedó una pelota picando, le dio un roscazo y la mandó a inflar los piolines. Se podía, claro que se podía. Seguimos atacando con rabia, con la convicción de que no habría dios que pudiera evitar que ganásemos. Entonces pasó lo increíble, lo inesperado: el árbitro nos dio un penal, sí un penal. ¿Saben lo que significa que te cobren un penal de visitante, con el tiempo cumplido y con la posibilidad de definir un descenso? —nos preguntó incrédulo, con los ojos abierto de par en par—. Era una señal, una señal del cielo, una señal de que teníamos que salvarnos. Por fin Dios se había acordado de nosotros. Sin embargo la pelota, en ese momento, era como una bola de acero incandescente, algunos salían caminando con disimulo hacia otro lado, otros relojeaban el banco para ver si daban la orden de quién lo pateaba, nadie quería siquiera mirarla. Entonces por segunda vez en el partido, demostré que la responsabilidad no me pesaba, que el miedo no era el camino por el que transitaban los ídolos, que estaba dispuesto a llevar a mi equipo a la gloriosa permanencia en primera…
Los ojos del fantasma estaban encendidos. Literalmente encendidos, eran dos esferas en llamas. Tenía la pelota atrapada bajo su brazo y el puño de la otra mano apretado con tal vehemencia que las venas de su antebrazo se habían hinchado amenazando con explotar. Su fisonomía había adquirido un aspecto terrible, tan terrible que volví a tener miedo.
—Agarré la pelota, la puse sobre el punto del penal, caminé cuatro pasos hacia atrás y esperé el pitazo del juez, que ya nos había advertido que no había más tiempo, que se tiraba el penal y se terminaba el partido. Al sonido del silbato, corrí hacia la epopeya inevitable, decidido a terminar el sufrimiento de mi equipo y mi hinchada, dispuesto a entrar en los anales de la historia. Llegué hasta el balón con furor, lo agarré de lleno, salió como un misil buscando su destino de gloria, el arquero se adelantó un paso y voló inútilmente siguiendo la trayectoria de la pelota…
Eliseo se quedó callado, su mirada quedó suspendida en el recuerdo. El Gordo me miró como sorprendido por la pausa y ansioso por el resultado de la anécdota.
—¿Y qué pasó? —gritó atrás mío Pelusa.
—La tiré afuera, le pegué como el culo y la mandé a la mierda. Perdimos el partido y nos fuimos al descenso —dijo con la tristeza aplastándole la espalda y la mirada clavada en el piso. Carlitos me dijo después que le pareció haber escuchado que lloraba. Estuvo inmóvil como cinco minutos. Ninguno se atrevió a preguntarle nada. Ninguno excepto yo:
—¿Y cómo llegó a convertirse en fantasma, don?
—¿Cómo llegué a ser fantasma? Ni en la cancha, ni en el vestuario, ni en la calle se atrevieron a decirme nada. Creo que eso fue peor, hubiera querido que me putearan para agarrarme a piñas y sacarme la angustia que tenía adentro. El único que trató de consolar fue el técnico, que me dijo: «No te calentés, el fútbol da revancha». Me colgué el bolso al hombro y me fui caminando solo hasta la estación, repasando una y otra vez si la carrera hasta la pelota había sido muy corta, pensando en qué lugar exacto le había pegado, reprochándome por qué no había intentado un tiro menos jugado y no sé cuántas otras boludeces. Estaba tan absorto en mis reflexiones que cuando crucé la avenida San Luis no miré y un camión de soda me levantó por el aire y caí muerto. Estaba ahí tirado mirando mi cadáver desde un costado y de pronto apareció una rampa de luz que bajaba desde el cielo. Una voz hermosa me llamaba, pero yo tenía tanta bronca conmigo mismo que me quise quedar, no me podía ir hasta no ver a Defensores Unidos jugando otra vez en primera. Y así fue como volví a mi casa pero transformado en un espectro.
Carlitos, Pelusa, el Gordo y yo estábamos tan apenados como Eliseo. Nos habíamos quedado sin palabras mirando la figura fantasmagórica que había perdido su brillo fosforescente y su presencia intimidante. En eso me acordé de la hora, miré el reloj y eran las siete. Mi vieja me iba a matar. Sería difícil que creyera la historia del fantasma por más testigos que le llevase.
—Eeeeh… ¿Nos podemos ir, don Eliseo? Se nos hizo tarde —le pregunté tímidamente.
—Sí, claro —dijo, para mi tranquilidad—. Aunque primero me tienen que hacer una promesa.
—¿Una promesa? —preguntó Carlitos.
—Sí. Uno de ustedes cuatro, y no me pregunten quién porque no lo sé, cuando sea grande va a jugar en Defensores. Entonces llegará un día en que tendrán que jugar un partido por el ascenso a primera. Quiero que me prometan que ese día dejarán la vida para que nuestro equipo recupere la categoría que perdió por mi culpa. ¿Lo prometen? —imploró.
Los cuatro respondimos con un sí al unísono. No es que nos quisiéramos librar de nuestra prisión, no fue por eso. Verdaderamente nos sentíamos con la obligación de ayudar a esa pobre alma en pena. Cuando el fantasma nos hubo liberado, en el terrenito y con la pelota mía cómo testigo y garantía, nos juramentamos no hablar con nadie de la increíble aventura que habíamos vivido.
Estaba pensando sobre todos estos acontecimientos cuando el técnico llamó para la charla antes del partido. Cuando salimos a la cancha sentí que el fantasma me empujaba hacia la victoria. El partido había sido muy bueno, con llegadas para los dos equipos, sin embargo el marcador no había sido roto. Faltaban dos minutos y la historia se repetía, el juez cobraba un penal después que el cinco de ellos lo bajara a Gutiérrez en el área.
Ahí recordé la promesa, pero lejos de sentir miedo, el corazón se me inflamó de fervor. Me puse la pelota abajo del brazo, disuadí con una mirada ácida al Pulga que quería patearlo él y la acomodé en el punto del penal. Levanté la vista y atrás del arco estaban Carlitos, Pelusa y el Gordo agarrados del alambrado gritándome cosas que no podía escuchar. Finalmente había llegado la hora de la verdad. La gloria o Devoto, cumplir con el juramento o vivir penando eternamente como Marchese, la fama o el olvido doloroso.
Corrí hacia la pelota, un segundo antes del impacto levanté la vista, el arquero se movió hacia su izquierda y con un toque suave de mi botín derecho le cambié el palo. La pelota viajó lenta, con el guardameta inexorablemente caído a un costado y estrelló mi sueño, mi promesa y mi futuro contra el poste. Pero el fantasma me había pedido que dejara la vida, entonces cuando el balón volvía tan lento como había llegado, me tiré hacia adelante, casi igual que el Matador Mario Alberto Kempes en el ’78, para quebrar la valla de nuestro clásico enemigo, quebrar el maleficio del descenso y librar a Eliseo Marchese de su sufrimiento eterno. La fiesta no se demoró, mis compañeros y los pocos hinchas que habían ido me levantaron en andas para dar la vuelta olímpica que nos fue esquiva durante veinte años.
Cuando volvíamos al pueblo con Carlitos, Pelusa y el Gordo, para festejar la victoria con algunas muzas y unas cuantas birras, nos cruzamos con el fantasma del descenso. Estaba feliz, nos agradeció por cumplir con nuestra promesa. Dijo que ya estaba en paz y que iba en busca de la luz. Fue la última vez que lo vimos.

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El fantasma del descenso by Fernando Murano is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.
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