En casa de los Martínez, desde que se acabaron las horas extras, la madre recosía la ropa de todos y cocinaba con poca carne y pescados baratos. Carlos, el hijo mayor, era becario de Filología Inglesa en Oxford. Salvador, el pequeño, hacía el bachillerato; sin pretenderlo, fue enterándose de lo que pasaba a su alrededor.
Los padres, antes de los veranos y las navidades, aprovechando cualquier oferta del súper, compraban un jamón: el más pequeño del lote, sin marchamo ni etiqueta, para que costara poco. Lo colgaban en la viga más alta del sótano, y a esperar.
* * *
Después de hartarle de besos y halagos, la madre descolgó el pernil con un tic de emoción inevitable, que se notaba en el mentón y en los mofletes. El padre, paseando la lengua por los labios, cortó lonchas finitas. Los cuatro disfrutaron de aquel manjar tan esperado: lo magro para Carlos, el tocino y las virutas secas para los demás.
Una mañana, a poco de llegar, los dos hermanos fueron de paseo por el casco antiguo. Allí, Carlos informó en inglés a unos extranjeros despistados. A Salvador se le inundó la mirada. Entre eso y el trato que dispensaban los padres al futuro filólogo, le invadió un sentimiento que no supo si era envidia, admiración o ambas cosas a la vez. Tampoco hizo mucho por averiguarlo. El pensamiento se le iba a la bandeja de jamón, cada vez más menguado, que abría camino a los platos de cuchara. Sin embargo, no podía olvidar la realidad: “cuando se vaya el niño mimado, volveremos al caldo limpio y no tendremos ni aceite para una triste ensalada”, pensó durante el almuerzo, masticando sus temores.
Meditó mucho Salvador sobre aquello. Pronto cambió de actitud.
Madrugaba para estudiar en un libro manoseado, de fotocopias y encuadernación casera. Nunca se separaba de él y nadie pudo ver su contenido, sólo el título de la portada: Suministros acuíferos, drenajes, termología…
Por la tarde, con el regusto del jamón entre los labios, sin dar explicaciones a nadie, iba corriendo a hacer prácticas. Cuando volvía, casi de noche, se echaba en el sofá hasta la hora de cenar. Su comportamiento era distante, con cara de mal sabor. La familia empezó a preocuparse. Él no era así, menos con su hermano, del que nunca se separaba.
* * *
Acabadas las vacaciones, Carlos volvió a Oxford. Del jamón sólo quedaron los huesos, con menos sustancia que un esqueleto de plástico.
Dos meses más tarde, después de intercambiar algunos mensajes sin trascendencia, Salvador, satisfecho con sus logros, escribió al hermano un correo electrónico más extenso que de costumbre. Le expresaba la admiración que sentía por él, y confesó su disgusto por lo poco que disfrutaron juntos el último verano. Lo lamentaba, pero todo, según él, tenía una explicación.
En otro párrafo escribió textualmente:
“El curso, con mucho sacrificio, bien. Aquí todos muy contentos. Mamá ya no cose tanto, compramos ropa nueva y jamón con certificado de origen, del caro, para los bocatas de todos los días. Como verás en el enlace que te copio, hago algunos trabajillos, después de clase y los domingos. El mérito no es sólo mío, me ayuda papá, ahora que está en el paro. Cuando termines tus estudios, si quieres, haremos un hueco para ti”.
En la Web mencionada, a toda pantalla, tricolor y con fondo al agua, sobre dos teléfonos y una dirección electrónica, anunciaba: Salvador Martínez - Trabajos de fontanería – Urgencias a cualquier hora.
© Alejandro Pérez García
Tus cuentos me han gustado siempre pero este tiene un sabor especial. Es una pena que hayas colgado el jamon en un rincon tan escondido y le degusten tan pocos lectores.
ResponderEliminarSaludos.
Luis Martin
Recibí tu correo en el grupo de CiudadSeva. Aquí de visita. Después leeré con calma los cuentos. Por lo pronto, saludos.
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