Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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sábado, 25 de enero de 2014

La llamada

Relato de Fernando Murano

No me inquietaron los recuerdos de mis viajes por el Nilo, ni el recuerdo de sus costas de obscena fecundidad, ni la evocación de la majestuosidad de los templos, ni siquiera el anhelo de mi infancia regada de lujos y placeres. No, no lloré por aquello que alguna vez fue, ni lloré por lo que ya no era. ¿Podría haber pedido más que una esposa hermosa, dos hermosos niños o un suegro que me ha recibido como un padre, que me ha compartido sus rebaños, su tierra y su hija amada?
No me quitó el sueño recordar la ingratitud de mis hermanos, no me inquietó que todo Egipto quisiera aprehenderme y juzgarme con o sin justicia. No desfallecí ni aún en aquellas noches en que venían a mi mente momentos gozosos con mis padres y mis hermanos, momentos que jamás compartí pero que siempre deseé. No me turbó la dureza de la vida en Madián. No me afectaron los cuarenta años lejos de mi tierra, de mi estirpe.

No disminuyó el vigor de mi cuerpo, ni el ardor de mi alma buscando la plenitud, la porción que faltaba, la parte que diera sentido al resto. Y digo ardor, porque la necesidad era una brasa candente en medio de mi pecho. Cientos de pruebas, infinidad de acontecimientos y cúmulos de amargura tallaron mi paciencia, modelaron mi ansiedad, asentaron mi voluntad.
Por eso no me extrañó, que paciendo el rebaño a orillas del Horeb, Él me sorprendiese despreocupado, mirando el jugueteo de las ovejas, pensando en los suculentos potajes que cocinaría Séfora y en el exquisito vino de Jetró; distraído a tal punto que un arbusto que se quemaba sobre la ladera de la montaña era para mí un espectáculo normal, apenas unas cuantas ramas secas incendiadas por el calor extremo. Tuvo el fuego que arder durante largo tiempo para que toda mi atención confluyera en él, y me acercase temeroso del prodigio que se desarrollaba frente a mis ojos. Y en mi espanto me temblaron las piernas, y el corazón me magulló el torso.
Me es dificultoso recordar lo que sentí la primera vez que oí su voz y aunque lo recordase con nitidez, me sería más dificultoso el expresarlo. La tierra tembló con la rabia de una estampida de miríadas de toros, tuve que esforzarme para no perder el equilibrio, aún conmovido, juzgué que un trueno desataba su portentoso sonido sobre toda la montaña y que este iba y venía, golpeando infinitas veces contra el mar de rocas desperdigadas por toda su superficie, pero resultaba extraño que ese portentoso estrépito fuera, a su vez, una voz de perfecta comprensión, una voz que podría haber descripto como de severa autoridad y extrema indulgencia, una y muchas voces al mismo tiempo. Me resultaba asombroso que una palabra fueran muchas y que muchas fueran sólo una. Una repentina oscuridad sobrevino, una nube colosal se detuvo sobre la montaña, el sólo contemplarla causaba terror, era como una montaña que flotaba sobre otra. Tremendas ráfagas de viento golpeaban mi cuerpo como puñetazos de gigantes, sin embargo el fuego en la zarza parecía no perturbarse por ello, las ramas ardían sin detenerse pero con cierta mansedumbre.
Y la voz conocía mi nombre, dos veces pronunció mi nombre, y yo tan solo atiné a decir  un tembloroso “heme aquí” mientras caía rostro en tierra, y la voz me advirtió que me descalzase, que estaba pisando tierra sagrada y el miedo creció en mí, el viento arreció con mayor intensidad, el suelo se sacudió furioso, la oscuridad se intensificó.  Sin levantar la cabeza del polvo me quité las sandalias, el viento se silenció. Creí escuchar que debía levantarme. Me incorporé vacilante, pisé con mi pie desnudo la tierra reseca pero no me pareció que pisaba sobre tierra seca, tuve la sensación de pisar sobre un pavimento pulido, duro y bastante frío, ya no hubieron temblores.  Y esta estaba yo reflexionando sobre aquellas cosas que me eran extrañas, y la voz, las voces, me dijeron, me dijo que era el Dios de mi padre y yo recordé que tenía un padre y una madre distintos a los que me educaron, esos de quienes me hablaron mi hermano Aarón y mi hermana Miriam, y no sólo de ellos sino de los padres de mis padres, de los padres de los padres de mis padres, y de incontables generaciones. Me fueron familiares los nombres que pronunció, recordé la obediencia de Abraham, la bendición de Isaac y la fortaleza de Jacob. La voz no me mintió, era el mismo Dios de mis padres, y en mis venas la sangre bullía en extraños recuerdos ancestrales, y el vacío que quemaba mis entrañas se llenaba con el ardor de un rencuentro definitivo. Entonces cubrí mi rostro con ambas manos y exclamé “¡Oh, Señor!”. Temía ver su rostro y no soportar su resplandor, pero también temía no ser digno de estar en su presencia y ser apartado, ahora que mi espíritu estaba pleno de verdad, temía ser arrancado como la hierba seca.
Pero el Señor no se fijó en mi debilidad. Su voz de trueno me dijo que había escuchado la suplicas de mi pueblo, que había visto su aflicción, que el clamor de sus elegidos había traspasado las nubes y llegado a sus oídos. Los ojos se me nublaron y derramaron cristalinas gotas que atesoraban siglos de dolor, tantos años de espera verían ahora su recompensa y aquellos que se mantuvieron incólumes en la confianza a nuestro Dios se alegrarían por la noticia. Me habló de libertad, de una tierra prodigiosa en la que mana leche y miel, en la que el fruto de la vid es tan exuberante que los sarmientos se encorvan hasta besar el piso, y los rebaños de corderos y reses atiborran los campos, y los espaciosos valles y vastos montes se engalanan con los magníficos colores de los girasoles y el trigo.
De pronto la voz sonó furiosa, el piso retembló, los vientos fueron huracanes y la llama de la zarza ardió con más intensidad que el sol. “He visto la opresión con la que los egipcios los oprimen” bramó, y cientos de rocas se desprendieron de la montaña. Yo habría huido al instante si no fuese porque en lo profundo de mi alma todo era calma y paz. Aunque las siguientes palabras que bajaron de lo alto turbaron sobremanera mi espíritu. “Yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto” ordenó. Pienso ahora que si la incredulidad tuviera rostro sería muy parecido al que yo tenía entonces. Si no tuviese la certeza de que estaba hablando con Dios hubiese pensado que aquel que me enviaba estaba loco, ¿ir a sacar ese pueblo aplastado por los egipcios y envenenado por el pecado, mi propio pueblo, el que había querido entregarme a las manos de la ley egipcia, ley que quería juzgarme y arrojarme a las garras de la muerte por haber defendido a uno de los míos? No sólo puse cara de estúpido sino que me comporté como tal y comencé a rehusar la misión con argumentos infantiles y excusas fútiles.
Y sin levantar la vista y con un delgado hilo de voz dije: "Si voy a los israelitas y les digo: -El Dios de sus padres me ha enviado a ustedes-; cuando me pregunten: -¿Cuál es su nombre?-, ¿qué les responderé?" Y me dijo Dios "Yo soy el que soy. Así dirás a los israelitas: -Yo soy me ha enviado a ustedes. Y seguí mostrándome incompetente para tal empresa y una y otra vez me mostró el Señor que no sería mía la empresa sino la obra de su mano poderosa. Pero yo regateé hasta los límites de encender su ira. “Ve con tu hermano Aarón y que sea él quien hable por ti” dijo. Por suerte para mí primó la misericordia sobre la ira.
Volví a Madían y luego a Egipto para cumplir la voluntad de Yahveh, pero eso ya es otra historia. El día de la llamada quedó grabada a fuego en mi corazón y en mi mente. Nunca más me sentí tan cerca de la muerte como de la vida, ni siquiera aquellos días en el monte Sinaí.

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