Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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lunes, 17 de marzo de 2014

El Libro

de Sylvia Iparraguirre           
             
        El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cu­bículo, la luz morteci­na le alcan­zó su cara en el espejo manchado. Maquinal­mente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanita­rio, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro peque­ño y grue­so, de tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momen­to. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó dis­traí­do las primeras pági­nas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró el re­loj. Fal­ta­ba para la salida del tren.
        
Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coin­cidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de perso­nas que le eran familiares; más todavía, con el co­rrer de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció, completo, sin error posi­ble, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmó­vil mirando la puerta pinta­da toscamen­te de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuan­do logró cal­mar un in­sensato pre­senti­mien­to, volvió a abrir el libro. Reco­rrió las páginas sin ver las palabras. Final­men­te sus ojos cayeron sobre unas lí­neas: En el cu­bículo, la luz mor­tecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmen­te se pasa la mano de dedos abier­tos por el pelo. Se le­vantó de un sal­to. Con el índice entre las pági­nas, fue a mirarse asom­brado al espe­jo, como si necesi­tara corroborar con alguien lo que estaba pa­san­do. Volvió a abrir­loSe levanta de un salto. Con el índice entre las pági­nas, va a mirarse asombrado... El libro cayó dentro del lavatorio tran­s­formado en un objeto candente. Lo miró horrori­za­do. Consultó el reloj. Su tren par­tía en diez minu­tos. En un gesto irreprimi­ble que consi­deró de locu­ra, reco­gió el li­bro, lo metió en el bolsi­llo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con an­gus­tia cre­ciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escri­to, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la ten­tación cada vez más fuerte, más imperio­sa, de leer las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minu­tos para la par­tida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.

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