Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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viernes, 18 de abril de 2014

Había una vez un pequeño reino llamado Gardduw

de Fernando Murano



Había una vez un pequeño reino erigido sobre un valle al que sólo se podía acceder a través de las altas montañas que lo rodeaban. El reino permanecía oculto para los viajeros que transitaban por las Tierras Altas. El gélido pero escaso viento que en invierno se colaba por los desfiladeros no alcanzaba para que las temperaturas bajaran más allá de los cero grados. Salvo en las épocas invernales los días transcurrían tan soleados como templados y muy pocas nubes se atrevían a arrojar sombra sobre la verde tierra de Gardduw. Así de extraño era el nombre de este Reino. Los sabios ancianos de Picteus decían que Gardduw era un nombre en idioma galés, idioma que yo desconocía por completo. Tan extraño era el nombre como la lengua que se hablaba allí: el latín. Gran sorpresa causaba esto entre los visitantes pues se pensaba que el latín había perdurado sólo en liturgias y libros religiosos.
En el Reino de Gardduw las casas eran pequeñas y monótonas, más no por ello dejaban de tener su encanto. En su mayoría estaban construidas con grandes ladrillos de cerámica gris, techos de colores vivos, pequeñas ventanas  y sólidas puertas de madera con herrajes de hierro forjado. Los sembrados de cereales así como las huertas y los frutales eran vastos y coloridos. Al sur del valle, entre las moradas de baja altura sobresalía, con sus imponentes treinta metros,  la Torre de Añil. En esta extraña y espigada construcción que parecía una especie de vela azul derretida vivían los Monjes Azules. Al norte se erigía el soberbio Castillo donde gobernaba un fornido rey de larga barba blanca y rostro bondadoso. Luin era el nombre del anciano monarca.
Los habitantes de Gardduw eran trabajadores, amenos en el trato uno con otros y, aunque eran pocos los que visitaban ese reino oculto, eran buenos anfitriones con los extranjeros. En los Libros Reales, en los que se registraba todos y cada uno de los pobladores de aquel singular reino, figuraban mil trecientos noventa y cuatro hombres, la mujeres anotadas eran algo más del doble y los niños no superaban la mitad de esa cantidad. Además de ser buenos agricultores, se destacaban en el trabajo de los metales que extraían con gran habilidad del corazón de las montañas que los rodeaban.
El Rey, que gobernaba con sabiduría y justicia, tenía dos hijas, una de dieciocho años llamada Abril y una de veinte llamada Tavia. La menor  era una bella rubia de tez pálida y enormes ojos verdes que tenía un gracioso lunar a la derecha de su pequeña nariz. La mayor era morocha, su piel era como la de una aceituna brillosa, sus ojos, oscuros como la profundidad de una noche sin estrellas; su rostro me recordaba a aquellas mujeres que conocí en mis viajes por oriente. Las dos eran delgadas, parlanchinas y se vestían con gran elegancia. Las jóvenes eran muy compinches y desde pequeñas siempre andaban juntas por el palacio.
Un día mientras paseaban por los extensos jardines palaciegos vieron un hermoso mozo que arreglaba los canteros de las rosas. El nuevo jardinero era un vigoroso muchacho que tendría algo más de dos décadas de edad, era alto y de ojos tiernos. Las bellas princesas notaron que era muy discreto y hábil en el manejo de las herramientas.  Las muchachas se sentaron en un banco de madera a una prudente distancia desde dónde podían mirar al muchacho con reserva.
—Hace un buen trabajo con mis rosas preferidas —dijo Abril.
—Sí, es verdad, ha dejado ese cantero tan bello como jamás lo había visto. ¿Cuál será su nombre?
—Apuesto a que tiene un nombre extranjero. Quizás sea extranjero, sí, debe serlo, pues nunca antes lo había visto.
—No puedes conocer a todos los habitantes de Gardduw, Abril.
—Aun así tiene aspecto de extranjero, preguntémosle.
—¡Estás loca! Papá no nos deja hablar con los hombres que trabajan en el palacio y menos aún si son jóvenes…
—¡Y hermosos!
—¡Basta, Abril!
Abril se levantó sin decir palabra, fingiendo dar un paseo,  se acercó con gracia y disimulo hacia donde trabajaba el muchacho. Tavia, consternada por la osadía de su hermana, la siguió a trompicones. Abril se paró justo delante del joven.
—Hola —dijo con frescura.
El mozo alzó la cabeza por primera vez. Al ver a tan bellas y distinguidas princesas sonrió sin pudor.
        —¿Eres mudo? —preguntó con un tono jocoso Abril.
La pregunta pareció divertir al muchacho pero se mantuvo callado.
       —¡Abril, por favor deja de molestar al joven que está trabajando! —imploró Tavia.
       —¡Ya sé! —gritó Abril, como si de pronto se hubiese dado cuenta de algo—. Tienes prohibido hablar con nosotras, ¿no?
       El mozo confirmó los dichos de la princesa de pelo dorado con un imperceptible movimiento de cabeza. Luego bajó la vista y continuó con los arreglos florales. El gesto pareció irritar a Abril.
       —Abril, vámonos ya, papá se va enfadar.
      —Un momento, nosotras somos las hijas del rey, somos las legítimas herederas al trono y  alguna vez gobernaremos Gardduw. Por tanto…
      La cara de Tavia se transformó, el juego ya no era divertido. Si uno de los capataces del jardín lo viera conversando con ellas podrían causarle problemas al muchacho.
     —Eres una tonta, Abril. Tú no reinarás, soy yo la primogénita…
     —Sí, si, y tienes el derecho y bla, bla , bla —interrumpió Abril con una sonrisa cáustica—. ¿Y si mueres sin haberte casado quién será la reina?
     Tavia suspiró resignada, sabía que cuando un capricho se le subía a la cabeza  jamás podía hacer entrar en razones a su hermana. El joven dejó escapar una risita apenas audible.
     —Yo soy la princesa Abril, hija de Luin, heredera al trono de Gardduw —dijo solemne— y por los poderes que me confiere mi linaje te ordeno que me digas tu nombre.
     —León.
     —Eso es todo —dijo Abril enojada— no vas a decirme nada más.
     León la miró impávido.
     —Ah, ya veo, eres de los prudentes. Entonces… por los poderes que me confiere y bla, bla, bla… te ordeno que me hables.
     —Soy León, hijo de Baltasar. Vengo de Dumis, una tierra lejana allende el mar.
     —¡Te dije, Tavia, es extranjero!
     —Hace tres años que vivo en Gardduw.
     Abril se mostró consternada. Cómo podía ser que viviera hace tres años y ella nunca lo hubiese visto, ni durante los festejos de las cosechas, ni en las Justas de Irim, ni tampoco en los cortejos reales que dos veces al año recorrían el pequeño reino. Tres años es mucho tiempo para permanecer en ese país oculto a los ojos de ella o de cualquier otra persona.
—Hemos visto que cuidas muy bien las flores —dijo Tavia—  ¿Quién te ha enseñado?
—Es una larga historia.
—No tenemos apuro, puedes contarnos.
—Tengo que hacer mi trabajo…
León sacudió la cabeza y  largó un extenso resoplido. Con los brazos en jarra y cara de enojo, Abril convenció a León sobre la conveniencia de contar la historia.
—Una vez, llegó a mi pueblo un hombre muy anciano. En ese entonces trabajaba en la fragua de mi padre Baltasar. El anciano se presentó en nuestra herrería pues necesitaba que le colocásemos la herradura que su caballo había perdido en los pedregosos caminos de aquella tierra. Boris, así se llamaba, cansado por el largo viaje que había realizado, le pidió a mi padre que lo alojara unos días. Un pequeño depósito que había dentro de la caballeriza fue del agrado del viejo. Permaneció allí durante un tiempo considerable.
“Todas las mañanas, los mediodías y las noches Boris comía con nosotros en mi casa. Era una persona afable que hablaba con sabiduría y que agradaba mucho a mi madre, quien gustaba de entablar largas tertulias con él. Cuando mis deberes me lo permitían me sentaba junto a ellos y escuchaba las historias que contaba sobre sus numerosos y extensos viajes.
“Un día Boris encontró a mi madre cuidando el hermoso jardín que adornaba la entrada de mi casa. Teníamos unas flores muy extrañas, de color blanco por fuera y azules por dentro, pero de todos los muchos pimpollos, sólo una pequeña parte se abría y mostraba su espléndida belleza. El anciano le dio a mi madre un polvo blanco y le dijo que lo pusiese en la base del tallo una vez al mes. Al día siguiente todos los pimpollos habían florecido. En medio del jardín había un árbol casi muerto que tan sólo daba unas pocas hojas de un verde tan apagado que parecían enfermas. Le pedí a Boris que hiciera algo por él. «No puedo hacer nada por él» me dijo «ese árbol es un mal augurio». En un principio no quiso decirme por qué aunque ante mi insistencia me contó que ese árbol moriría en un cierto tiempo y que cuando esto pasara mi padre y mi madre enfermarían y, a su vez, morirían también. Me pidió que no se lo dijera a ellos pues no se sabía cuándo ocurriría aquello.
“Boris permaneció en mi casa durante unos meses y me enseño todos los secretos que conocía sobre jardinería. Un día cuando fui a llamarlo para el desayuno me di cuenta que había partido. El día anterior me había dicho «Busca un árbol semejante al árbol mustio que se erige en medio de tu jardín. Ten presente que este árbol será frondoso y sus hojas de un verde intenso. Pregunta su nombre, si por respuesta te dan: Árbol de la Vida, habrás encontrado el indicado. Corta cien hojas y, sin que se pierda ninguna, guárdala en una bolsa de arpillera. Ni bien termines de cortarlas las hojas se pondrán mustias. Como no te servirán así, deberás hacer que las hojas vuelvan a tener su color verde —le pregunté cómo podría hacer aquello—. Para ello —me respondió—deberás encontrar a una mujer que te ame de verdad, cuando ella lo confiese con su boca las hojas revivirán. Entonces regresarás a casa con ella, triturarás todas las hojas y con ese jugo regarás el árbol mustio. En ese momento el árbol recuperará su vigor. Tus padres, a su vez, se curarán. Te digo que si consigues esas hojas muchos serán los años que vivirán»
“Yo no le creí, aunque en el fondo pienso que no quise creerle, y pronto olvidé la profecía de Boris. Sin embargo, un año exacto después de que se marchara, el árbol se secó completamente. Mis padres, tal y como lo había dicho el anciano profeta, enfermaron. Dejé a un ayudante de la fragua a su cuidado y partí en busca del Árbol de la Vida. He caminado a través de llanuras, he cruzado montañas, transitado desiertos, navegado por mares y ríos, y todo ha sido en vano. He visitado los jardines más bellos, los más grandiosos y los más humildes, el resultado siempre ha sido nulo. No me he detenido en ningún sitio ni un segundo más de lo necesario para buscarlo.”
      —¿Y por qué has vivido en Gardduw tres años? —preguntó Tavia.
      León la miró a los ojos, ella notó un brillo especial en su mirada, había algo de esperanza y desazón, de alegría y tristeza.
      —Porque lo he hallado.
      —¿Y qué esperas para recoger sus hojas?
      —No puedo.
      —Dime dónde se encuentra y haré que mi padre le quite el árbol a su dueño —exclamó Abril.
      —No puede.
      —Mi padre es el Rey —protestó ofuscada Abril— él puede hacer lo que quiera.
      —El árbol está en estos jardines.
      —Entonces será más fácil — Abril sonrió y movió su cabeza en una y otra dirección en busca de un árbol que ni siquiera conocía.
      Tavia se dio cuenta de lo que quería decir León, una gran pena le estrujó el corazón. Recordó el nombre del viejo árbol que está en medio del Jardín de los Reyes.  “Árbol de la Vida“, le había dicho su maestro de botánica. El Jardín de los Reyes había sido consagrado a Dios y nadie, ni siquiera su padre, podría quitar ni agregar ninguna planta de él. Cientos de años atrás el Rey Alid, a cambio de que curase de una extensa y dolorosa enfermedad a su esposa, ofreció ese pequeño edén a Dios.                  Lisiria se curó en tan sólo tres días. El rey, por miedo a que su esposa volviese a enfermarse, ordenó que los jardineros se abstuviesen de quitar o agregar  plantas, podar ramas o simplemente cortar flores. Nadie volvió a cuidar de él y a pesar de ello el jardín ha permanecido intacto desde aquel día. Lisiria fue la primera que notó, en uno de sus largos paseos diarios, que un tallo de un árbol estaba creciendo en el centro del jardín. Al cabo de varias generaciones de reyes y reinas el árbol creció vigoroso y sus ramas se hicieron grandes y frondosas y dieron una extensa sombra que en el verano hacía que el aire bajo ella fuera fresco y reconfortante. Algunos tenían la teoría de que los reyes curaban sus enfermedades durmiendo largas siestas debajo del árbol. Lo cierto es que todos los linajes reales han conservado la prohibición de tocar el Jardín de los Reyes.
       —No podrá tocar ni una de sus hojas —dijo Tavia a su hermana—, el árbol está en el Jardín de los Reyes.
       —¡Oh, qué horror! —exclamó Abril.
       —¿No puedes buscar otro?
       —Boris dijo que sólo hay dos árboles de esa especie.
       —Hablaré con el Rey —dijo Tavia—, quizás haya algún modo de quitar sus hojas.
       —Gracias, alteza, es usted muy generosa conmigo.
       A León le gustaban el pelo dorado de Abril, los pequeños labios rojos, y los ojos verdes que parecían querer incendiarlo cuando lo miraba. Sin embargo, le parecía algo tonta y pueril. En cambio Tavia era toda una mujer pero no tenía la hermosura de su hermana.
***
       Cuando Tavia entró en la sala de audiencias el rey Luin se encontraba atendiendo asuntos concernientes al gobierno de Gardduw. El primer ministro Firnae sostenía entre sus manos un papiro desenrollado mientras recitaba una serie de cuestiones sobre el agua y los granos. La presencia de la joven hizo que Firnae se detuviera. Luin le ordenó que los deje solos. El primer ministro hizo una profunda y solemne reverencia y se retiró a paso firme. Cuando el eco de los pasos del funcionario hubo cesado el rey preguntó:
       —¿Qué sucede hija mía? ¿Por qué has interrumpido mi trabajo?
       —Algo me angustia, Padre.
       —No te veo bien, cuéntame eso que te angustia.
       La princesa le contó con lujo de detalle todo lo que habían hablado con León. El rey que era una persona sensible se apenó, pero era imposible que pudiera aceptar el pedido de cortar las hojas del árbol. Durante largo rato se quedó inmóvil, reflexionado acerca del asunto, parecía una estatua de mármol. Tavia permaneció parada frente a él, sin moverse ni decir palabra, tan sólo sus ojos expresaban el nerviosismo y la angustia que llevaba dentro.
       —No estoy seguro —dijo al fin—pero podría haber una salida.
       La cara de Tavia se iluminó.
       —Ve a La Torre de Añil y consulta a los Monjes Azules, creo que ellos pueden darnos una respuesta.
***
      La entrada de la Torre de Añil era imponente como la torre misma. Dos columnas de granito talladas con formas sinuosas y profusas volutas se erigían solemnes a ambos lados de los portones de entrada. La madera oscura de los portones estaba trabajada con bellos motivos religiosos: ángeles, trompetas, cruces y cálices habían sido magistralmente dispuestos sobre toda su superficie.  Un anciano pequeño y huesudo, que vestía el tradicional hábito azul, empujó sin dificultad uno de los portones y le rogó a Tavia que pasara. El interior de la torre era oscuro aunque varias antorchas fijadas en las rugosas paredes brindaban la luz necesaria para que el lugar resultase agradable. El anciano monje, llamado Baldor, condujo a la princesa a través del gran salón central hasta la sala de visitas. Desde el centro del salón podía verse la torre en toda su altura, alrededor de este espacio vacío unos balcones continuos iban formando una espiral hacia el cielo. Un haz de luz caía vertical e iluminaba la estrella que estaba dibujada en el enlosado y que marcaba el corazón del edificio.
       Los Monjes Azules habían llegado a Gardduw durante los primeros siglos de existencia del reino. Habían evangelizado con esmero pero también habían enseñado a leer y escribir a la mayoría de los habitantes del reino, habían compartido el arte de cultivar la tierra y también los secretos para construir sólidas casas. En su enorme biblioteca además de extensos tratados teológicos se podía encontrar escrita toda la historia de ese pequeño país.
       Baldor le sirvió el famoso té de hierbas aromáticas que producían en la abadía de la torre y luego le pregunto acerca del motivo de tan honorable visita. Tavia volvió a contar al anciano todo y cuanto había dicho a su padre. El monje, luego de escuchar atentamente le aseguró que buscarían minuciosamente en la biblioteca toda la información que tuvieran sobre el Jardín de los Reyes. Después de que Tavia hubo terminado el té, Baldor le rogó a la princesa que volviese en el término de una semana.
       Una vez transcurrida la espera solicitada por el Monje Azul, Tavia retornó puntualmente a la Torre de Añil. Baldor volvió a recibirla en la sala de visitas y luego de servirle té se retiró. Unos minutos después la puerta se abrió y el anciano apareció portando un gran libro de tapas y lomo color marrón. Lo colocó sobre la mesa y un fino polvo que casi hizo estornudar a la doncella se dispersó en el aire. El viejo religioso lo abrió con sumo cuidado. De pie junto a la mesa señaló sobre el papiro amarillento un texto escrito en latín antiguo. El huesudo dedo del hombre golpeteó reiteradas veces sobre el mismo texto.
       —Durante el reinado de Aeris, hace unos trescientos años, el pequeño príncipe Dilr enfermó gravemente, su madre, la reina Margia, desesperada por el estado de su hijo único, fue hasta el Jardín de los Reyes y postrada frente al Árbol de la Vida rogó a Dios que cure a niño. A cambio de ello ofrecía dejar de ser la reina y luego de criar al niño retirarse a una vida contemplativa. Después de la plegaria cortó unas cuantas hojas y preparó un brebaje que dio a beber al niño. Al día siguiente Dilr despertó curado. El Rey Aeris, aunque su esposa había roto la prohibición sin consultárselo la perdonó y dejó que cumpliera con su promesa. El jardín se mantuvo intacto.
       —¿Usted cree que yo podría ofrecer mis privilegios al trono para que León pueda cortar las hojas?
       —Sin duda —dijo Baldor– pero deberás pedir permiso al rey, elevar la plegaria a Dios y cortar tú misma las hojas.
***
       Al cabo de dos semanas la ceremonia tuvo lugar en el propio Jardín de los Reyes. El edén que Dios mismo cuidaba se extendía doscientos metros en dirección norte sur y trescientos metros en dirección  oriente occidente, el perímetro estaba delimitado por una portentosa verja de hierro forjado con formas de flores y hojas. Menos de tres docenas de distintas variedades de árboles ayudaban a los presentes a paliar los efectos del fogoso sol que se derramaba sobre Gardduw. Rosas rojas y blancas, tulipanes negros, exóticas pasionarias, elegantes lirios, perfumados jazmines y distinguidas camelias eran sólo algunas de las magníficas flores que le daban un marco señorial al rito de renuncia a la sucesión al trono.
       Tavia, engalanada con un vestido de un blanco más puro que la nieve, se postró en medio del pequeño edén y oró al Señor. Unas pocas personas fueron testigos de la inusual liturgia, entre ellas se encontraban el rey Luin, el primer ministro Firnae, Abril, unos cuantos Monjes Azules y, por supuesto, León. Luego de la plegaria, ayudada por una escalera de madera, Tavia cortó con lentitud y decisión cada una de las cien hojas que se necesitaban y las fue colocando en una bolsa de arpillera, tal y como había indicado Boris. Cuando León miró en el interior de la bolsa que le había entregado la princesa vio que todas las hojas estaban mustias y de color marrón. El muchacho agradeció a todos y en especial a Tavia y se retiró a su casa. Sin duda el amor de Tavia haría que las hojas recobraran el color verde que ostentaban en el árbol.
        A los tres días las hojas se tiñeron de verde. León no había dudado ni un instante de que el profundo amor que Tavia había mostrado por él, dejando sus privilegios de futura reina, lograrían revivirlas. Embriagado de amor León corrió a contarle a Tavia que su sacrificio no había sido vano. Ahora que ella no sería la reina de Gardduw le ofrecería matrimonio y la invitaría a vivir a su pueblo natal. El lugar era humilde y las comodidades que podría ofrecerles pocas, sin embargo el amor que se tenían lo llenaría todo. La encontró sentada en el Jardín de los Reyes, justo debajo de las desnudas ramas del Árbol de la Vida. Al ver acercarse al joven Tavia sonrió.
        —¡Las hojas han reverdecido!
        —¡Gracias a Dios!
        León se arrodilló frente a Tavia, tomó sus manos y la miró a los ojos.
        —Te amo con todo mi ser, Tavia —dijo visiblemente conmocionado—. Por favor, cásate conmigo.
        Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas. Sus cuerdas vocales quisieron resonar pero la emoción las paralizó. Al cabo de unos segundos recuperó la voz.
         —Es muy bello lo que me pides pero no puedo casarme contigo —dijo triste.
         —¿Es que tu padre no me otorgará tu mano? —se ofuscó León— Yo mismo iré a suplicarle que nos deje casar.
         —No, León…
         Tavia, en medio de un mar llanto, hundió la cabeza entre sus manos. Luego las apartó pero permaneció con su  mirada estaba clavada en el piso. Al cabo de unos instantes miró al jardinero. Tenía los ojos rojos y húmedos.
         —Lo siento León pero yo no te amo.
         El joven, sorprendido, confundido y desolado se incorporó y retrocedió un paso.
         —Pero… las hojas… ¿cómo?...
         —No lo sé.
         —Y si no me amas, ¿por qué has renunciado a tu futuro, a tus privilegios?
         —Tu historia, tus padres, tu infatigable búsqueda me conmovieron profundamente. Quisiera amarte, León, de verdad, pero no te amo. Lo siento.
         León se levantó con dificultad, como si cargara una roca gigante sobre sus espaldas. Con lo último que le quedaba de aliento agradeció a Tavia por el sacrificio que había hecho por él y se marchó caminando por el jardín como un espectro. Tan absorto y confundido estaba que no se percató de que Abril lloraba desconsoladamente a unos pocos metros de ahí.
         No le costó demasiado esfuerzo a León darse cuenta de que era la menor de las hijas del rey la que estaba enamorada de él. Pero ¿qué debía hacer?, ¿pedir la mano de una mujer que no amaba?, ¿dejar que sus padres muriesen? La agonía de tan terrible dilema mantuvo al muchacho varios días enclaustrado en su casa. Sólo deseaba encontrar al viejo Boris y preguntarle si no había otra forma de salvar a sus padres.
          Quince días después del desaire amoroso llegó a una decisión irrevocable: tomó la bolsa de hojas y emprendió el regreso a su país con la firme convicción de seguir las indicaciones del anciano y esperar a que funcionase el remedio a pesar de que la mujer que lo amaba no lo acompañaba.
Ni bien hubo llegado a Dumis hizo todo y cuanto debía. El Árbol de la Vida floreció como nunca antes lo había visto y sus padres se recuperaron en apenas unos días.
          En una noche sin viento, limpia, sin luna ni nubes en el cielo, León se sentó a contemplar las estrellas. El incesante canto de los grillos era lo único que se escuchaba. Aliviado por la mejoría de sus seres queridos, León daba gracias a Dios de que Boris se hubiese equivocado. Un ruido de pasos de caballo lo sacaron de sus reflexiones. Desde la oscuridad del bosque surgió lentamente la silueta de una mujer sobre un corcel. Pronto, la luz de la luna llena iluminó a la dama que se acercaba. ¡Era Abril!
         —Pasé a saludarte, León, regreso a mi país.
León no supo qué decir.
         —Me alegro de que tus padres se hayan sanado —dijo con voz dulce y triste— salúdalos de mi parte.
         Abril agitó las riendas y el caballo reanudó su paso cansino. Sólo cuando ella estaba por perderse en las tinieblas León atinó a preguntar:
         —¿Cuándo has llegado a Dumis, Abril?
         —El mismo día que tú.
         El bosque se llevó la voz y la belleza de Abril para siempre.


3 comentarios:

  1. Muy bueno, Fer , estás haciendo tu escritura mas fluida y mas sencilla. Eso me gusta, no soy un experto ni un crítico, pero veo que tus textos fluyen con mas armonía , son mas amigables.
    Abrazo, Pepe

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  2. Muchas Gracias, caballero, es un placer que le guste. Abrazo.

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