Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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miércoles, 3 de septiembre de 2008

Obra y zozobra de Françoise Auguste Dotremont



Tributo a Les Luthiers

Las investigaciones históricas coinciden en que el célebre músico belga, Françoise Auguste Dotremont, compuso su famosa y polémica obra “El perdido camino de la algarabía” en el marco del encuentro entre integrantes de la conocida asociación colombiana “Qué chévere es esta música, mamacita”, con la que colaboraba habitualmente. Sin embargo, algunos testimonios recogidos en un libro conmemorativo de la mencionada institución, hablarían de una confusión sobre este dato. Cuentan que en realidad no lo compuso durante el cónclave anual; añaden además que lo hizo apoyado sobre el marco de la ventana, por varias razones: en primer lugar porque las instalaciones del lugar apenas disponían de una pequeña y movediza mesa, ocupada, claro está, por gran cantidad de libros, discos de pasta, un fonógrafo, medio kilo de guayabas y una papaya del tamaño de un huevo de dinosaurio; segundo, porque la luz era escasa; y por último, porque el anchor (sic) del marco era adecuado para escribir.


La evidente carencia de recursos con que contaba el entusiasta grupo de músicos cafeteros no fue impedimento para que surgiese la inagotable capacidad compositiva de Dotremont, quien movido por una proverbial sensibilidad social, captó y tradujo en una obra musical sin precedentes (nadie en su sano juicio podría haberlo pensado antes) la gris monotonía de la rutina en la vida de los habitantes de las gélidas estepas rusas, plasmándolas en los alegres y vivaces compases del chachachá.
El primer inconveniente con el que se enfrentó el autor fue su total desconocimiento de la lengua rusa; el segundo, su total desconocimiento de las estepas; el tercero, más serio aún, el total desconocimiento de la cultura rusa; y el último y decisivo escollo fue su total desconocimiento del ritmo del chachachá. Salvados los tres primeros obstáculos mediante una enciclopedia de bolsillo que le acercara su amigo y fiel colaborador Freddy Ochoa, se abocó, no sin grandes esfuerzos, a lograr una rápida asimilación del ritmo caribeño, que gracias a su innata capacidad musical, sus elevadas dotes receptivas y un curso por correo de veinte volúmenes y diez discos, llevó a buen puerto en el término de apenas cinco años.
La complementación lograda entre tan antagónicas cuestiones, por un lado los depresivos ambientes esteparios y por otro la alegre y rítmica melodía centroamericana, provocó la admiración de sus colegas, aunque algunos hablan, más bien, de estupor. Apenas tres días después de su estreno, en el cual se congregaron unas doscientas personas, Dotremont fue abordado por un numeroso grupo de manifestantes mientras trabajaba en su próxima obra, el merengue intitulado “El último Samurai”. Acá también algunos convienen en marcar que los revoltosos eran las mismas doscientas personas del estreno, que saliendo de su estupefacción y al grito de «¡Atorrante comunista!» y «¡Ve a componer guajiras con los remeros del Volga! », lo tomaron por sus pies y, como una sarcástica mueca del destino, lo arrojaron por la ventana, la misma donde había sido creada la controvertida composición. La partitura de esta pieza ha sido conservada intacta hasta el día de hoy, no así su autor que fue llevado en varias piezas hasta el hospital, del cual, gracias a la esmerada atención de los médicos, pudo retirarse luego de una sufrida estadía de un año. Sufrida por los médicos, por supuesto.
El alboroto generado por el tratamiento que le dio la prensa a la salida de Françoise del nosocomio tuvo como consecuencia inmediata la difusión de la antitética canción, que a su vez, tuvo como consecuencia inmediata la salida de Dotremont del país en un barco carguero japonés, huyendo de enardecidos grupos de colombianos al amparo de las sombras de una neblinosa noche de invierno. El buque emprendería una extensa travesía cuyo destino final era la ciudad de Tokio, en el término de aproximadamente dos meses y medio.
La simpatía de Françoise Auguste le permitió una rápida integración entre la tripulación nipona y le brindó una gran cantidad de amistades, ambos beneficios perdidos rápidamente luego que el capitán lograra convencerlo de que expusiera, con una vieja guitarra que tenía, los mayores éxitos de su copiosa carrera melódica. La situación no tomó carices más dramáticos gracias a la intervención de su compañero de cuarto Nakamoto, que evitó que fuera arrojado por la borda. Nakamoto sintió un profundo orgullo por su buena acción. Los últimos días del viaje transoceánico fueron terribles para el músico, pues se vio confinado a permanecer en la sala de máquinas, con un único menú a base de pan y agua.
La llegada a la capital del imperio del sol naciente fue un alivio… Para los maquinistas, por cierto, que habían soportado las inagotables horas de inspiración de Dotremont. Nakamoto, que también era maquinista, arribó al puerto sintiendo un profundo arrepentimiento por haber evitado que su amigo (ex) fuera arrojado por la borda.
Luego de que Dotremont se hubo alojado en una oscura habitación de un hotelucho de la pujante metrópolis, dedicó sus primeros días a relacionarse en los círculos culturales más destacados de la ciudad. En el término de un mes había logrado programar una veintena de presentaciones. Durante seis meses expuso su variado repertorio, siempre en su idioma natal, llegando a hacerse de un extraño prestigio. Aquellos que entendían las letras quedaban consternados y aquellos que no las entendían, también. En ambos casos las melodías eran recibidas con expresiones de asco. Fue durante estos seis meses que se hizo habitual entre los japoneses, al escuchar las estrofas de una obra de Dotremont, el uso de la expresión «esta canción es una belga».
Mientras residió en Tokio, a pesar de sus repetidos traspiés, que no terminaron en tragedia gracias a la paciencia y el respeto de la cultura nipona, Françoise nunca perdió su entusiasmo. Aunque sí perdió su visa de trabajo y fue invitado, siempre en un marco de cortesía, a retirarse del país. La noticia no desalentó a Dotremont, aunque se vio un poco afectado, después de que fuera rechazado su pedido de visa en la trigésimo segunda embajada que visitó. El destino jugaría aquí un papel fundamental: gracias a que el embajador ruso había recibido la letra del chachachá, (¡Sí, sólo la letra!), fue aceptada su solicitud para ingresar a Rusia.
Las cartas de presentación que le brindara el diplomático le permitieron al músico conocer a la princesa rusa Anna, con la que entabló en poco tiempo una fogosa relación. Las dotes de galán y la simpatía ya aludida hicieron impacto directo en el corazón de la joven cortesana. Anna creyó encontrar el amor de su vida, el hombre que llenaba todos los casilleros en el formulario de requisitos necesarios para ocupar el título de pretendiente oficial. El desencanto llegó luego del cuarto mes de noviazgo, cuando Françoise se vio obligado, después de negarse cientos de veces, a entonar una de sus célebres composiciones (tristemente célebres).
El notable (nadie dejaba de notar su presencia) músico belga Françoise Auguste Dotremont, recorrió durante algunos años toda la geografía rusa, siendo visto por última vez en las gélidas estepas. El embajador fue depuesto de su cargo y condenado a pasar el resto de sus días junto al músico belga, exigencia que consideró excesiva, solicitando al tribunal que tuviera clemencia y que, considerando sus largos años de servicio patrio, redujera su pena a la de un simple fusilamiento.

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