Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

Buscar este blog

jueves, 3 de julio de 2008

Una visión más clara.



Marianela entró al living turbada, sería, compungida. La palabra precisa sería desconsolada. Se sentó en el viejo sillón , ese de color verde descolorido, que está junto a la ventana. Sus pies se mantenían separados; sus rodillas juntas; sobre ellas se apoyaban los codos; sus manos sostenían la cabeza inclinada hacia delante; los dedos perforaban su desordenada cabellera al tiempo que estrujaban nerviosamente los mechones atrapados entre ellos. La luz tenue que emanaba de la lámpara de pie, por debajo de la pantalla de tela, acentuaba esa mueca de abatimiento que proyectaba el dolor sobre su rostro, ese dolor que proviene únicamente de lo profundo del alma. Me miró, tenía los ojos hinchados, colorados, había llorado sin reservas.
—No entiendo como pudo pasarme esto —dijo.

Hice un gesto de sorpresa. Ella se percató de mi ignorancia respecto a su aflicción.
— Perdón, estoy mal. Lo que sucede es que... —se le hizo un nudo en la garganta—. Es que tengo problemas con Javier —explicó someramente.
Marianela tenía cuarenta y dos años, era viuda y tenía dos hijos: Javier, el mayor, y Robertito. Javier era un chico alegre, familiero, muy educado y cariñoso. Después que murió Andrés, su papá, se volvió reservado, independiente. Yo me había mostrado preocupado por él, le había dicho a mi amiga que estuviera atenta, que no lo veía bien.
—Tenías razón cuando me advertiste de Javier. Pero yo creía que estaba al tanto de todo lo que hacía. Le preguntaba a dónde iba. Le decía que no me gustaba que fuera a bailar a esos boliches… —se larga a llorar.
—Contame qué pasa —traté de tranquilizarla.
—Se está drogando.
—¿Cómo? —atiné a preguntar, a pesar de mi sorpresa, aunque tenía la intuición que se trataba de algo así: alcohol o droga, en el fondo tenía la esperanza de que fuera solo por la tristeza de haber perdido a su padre.
—Sí, no sé cómo pasó. Hace unos días encontré escondido, en el placar de su pieza, un sobrecito con un polvo blanco y una jeringa.
—¿Estás segura?... —dudé.
—¡Sí!— gritó enojada por su desgracia—. Me lo confirmó una amiga que trabaja en el Cuerpo de médicos forenses.
Me costó un poco recuperar el aliento. La noticia fue como un mazazo. Romina y yo lo queremos mucho a Javier; para nosotros es como un sobrino, si hasta nos llama tíos. Mi cabeza era un torbellino de sensaciones, preguntas sin respuesta y pensamientos confusos. ¿En qué momento se había perdido el contacto entre la madre y su hijo? ¿Era Marianella el tipo de madre que no se ocupa de sus hijo? No, por supuesto que sabía que la respuesta era negativa. Tal vez suceda frente a su nariz misma. Me exigí tranquilizarme. No podía sumarle más desesparación, Marianela necesitaba alguien que la ayude a pensar. Al fin me tranquilicé, los pensamientos confusos daban paso a ideas claras.
—Mirá, antes que nada quiero que sepas que podés contar con Romina y conmigo para todo lo que necesites.
—Gracias.
—¡Si! ¡Cuando digo todo, es todo!. Lo que necesites: plata, que hablemos con él, buscar quién lo ayude, lo que sea ¡Eh!
—Gracias. Es un alivio, para mí, saber que están ustedes. Desde que murió Andrés me siento muy sola, no tengo mucho contacto con la familia y tengo que hacerme cargo de todo —confesó algo más aliviada.
—Mañana te voy a poner en contacto con un amigo, que es psiquiatra, y que trabaja en un programa de ayuda para el adicto.
—¿Es de confianza?
—Si, de mucha confianza. Es amigo mío desde chico y sé que es un excelente profesional.
Nuevamente me agradeció inmersa en un mar de lágrimas, aunque con una pequeña sonrisa dibujada por una renovada esperanza. La abrazé y me despedí con la promesa de visitarla prontamente y si era necesario, acompañarla a la entrevista con mi amigo.
Me fui a casa preocupado, si bien deje a Marianela más tranquila, tenía una espina en el alma. ¿Cómo podía ser que haya sucedido eso? Yo la conozco bien, no es una madre despreocupada, que no le importa lo que hacen sus hijos. Al contrario si me hubieran preguntado habría dicho que se ocupaba demasiado. Pero la verdad es que mi corazón estaba estrujado no por lo que le había pasado a mi amiga, sino que me había dado cuenta que eso mismo me puede pasar con Lautaro, mi hijo de quince años o con Santi, que a pesar de su tres añitos, algún día se va a enfrentar con estos problemas. ¿Qué podía hacer yo para evitar esto? ¿Cómo sabría si era suficiente lo que hacía por cuidarlos? Porque es difícil cuidar a un adolecente, porque se sienten invadidos, le parece que no confían en ellos, no te escuchan. Ahí es cuando se me vino a la cabeza lo que me había pasado a la tarde en casa:
Me había levantado de la siesta, Romina había salido a comprar facturas, Lautaro estaba chateando y Santi dormía plácidamente en el sillón del living. Mientras ponía la pava en el fuego, escuché un golpe y después el llanto del bebé. Me acerqué corriendo, se había dado vuelta y caído al piso. Estaba dormido todavía. Lo levanté, le hice unos mimos y lo volví a acostar. Como pensé que se podía volver a caer le puse una silla al costado y volví a la cocina a controlar que no se hirviera el agua. Entonces ¡Zas! Ruido de silla que se corre, golpe y llanto. Sí, otra vez se había caído. Se fue llorando y se sentó en la escalera. Lo fui a buscar, le hice upa y lo apreté contra mi pecho para que siguiera durmiendo. Me senté con él en el sillón, lo dejé sobre mí un rato hasta que estuvo bien dormido, lo volví a acomodar sobre los almohadones, aunque esta vez lo puse atravesado, para que no rodara para afuera del sillón. Lo acompañe durante un rato, unos minutos apenas, hasta que confirmé que la posición en la que estaba acostado era segura. Finalmente se durmió tranquilo y no volvió a caerse.
¡Claro! Eso era la respuesta a mi angustia. La percepción de las cosas esta distante de la realidad, aunque parezca que las cosas son de una manera uno recibe apenas una versión incompleta de ella. A pesar de que me había preocupado poniéndole la silla para que no se cayera, no logré evitarlo. Había hecho una evaluación equivocada de mi ayuda, aunque después había actuado con mayor precaución, acompañándolo por más tiempo y cerciorándome que estaba seguro. Un pequeño acontecimiento que me enseñó a estar atento a los acontecimientos que se van dando en la educación de mis hijos.
A partir de ese día, tratamos, con Romina, de hablar más con Lautaro; de no confiarnos solo en lo que nos dice (porque no por mentiroso, sino más bien por miedo al castigo o a la reprobación, puede estar mintiéndonos); de estar atento a sus amistades; y sobre todo si creemos que en un lugar determinado corre peligro de caer en un vicio, como el de Javier o algún otro, no le damos permiso para ir. Preferimos que se enoje antes que dejarlo solo, con una personalidad que está en pleno desarrollo, enfrentando a una tentación tan grande y difícil de combatir. No es un camino fácil, pero tenemos claro que cuanto más cerca estemos de nuestros hijos, más podremos acompañarlos en su crecimiento, en la formación de una personalidad sana. El amor es la clave para todas estas cosas, a partir del amor podremos construir una relación de confianza y de diálogo, que nos ayude como familia y personas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario