Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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viernes, 16 de julio de 2010

EL BARRILETE



Los pibes cuando se les mete algo en la cabeza son jodidos. Pasan, en instantes, de ser tiernas criaturas a erigirse en despiadados agentes especialistas en el arte de la persuasión, fríos negociadores que utilizan la tortura psicológica para obligar a los adultos a ceder a sus perentorios antojos. Los niños, con más piernas y pulmones que un clásico cinco Xeneise, van a hacer una asfixiante marcación hombre a hombre, no te van a dejar respirar ni un segundo. Probablemente, en estos casos, los padres prefieran descender hasta el más abrasante de los infiernos antes que soportar un segundo más de sus caprichosos reclamos. Aunque previamente intentarán encontrar alguna solución transitoria, algo que, al menos, restablezca el orden en forma temporal, lo que en futbol se llama tirar la pelota afuera, algo así como: «Un día te lo compro»; «Después vamos»; «Preguntale a tu vieja»; «No tengo plata, cuando cobre…». Pero más temprano que tarde, van a tener que acceder a sus demandas arbitrarias, porque aunque un inminente choque de planetas o una tercera guerra mundial amenace con acabar con la vida sobre la tierra, estos pequeños neuróticos los someterán al dulce suplicio del llanto antojadizo. «Un niño que cree demasiado en sus privilegios, en su poder, que logra atemorizar con sus amenazas y sus caprichos —me ilustraba Diana, un amiga psicóloga— no tardará en tener a sus padres, y luego a todos los que lo rodean, como súbditos».


En todos estos menesteres me destacaba yo, de chico. Ostentaba, sin ningún prurito, dotes de rey. Imaginate: hijo único, padres jovencitos, abuelos consentidores. Y como dicen: «Para muestra basta un botón» tengo una anécdota que me pinta de cuerpo entero.

La cosa es que para el mundial ’86 yo tenía seis años. Se me había metido en la cabeza, y no había Cristo que me la sacase, que quería un barrilete. Mi viejo, me había prometido que el fin de semana me iba a comprar uno. «¿El fin de semana?, ¿esperar hasta el fin de semana? ¡Ni loco, no puedo esperar tanto!», pensé. Entonces, haciendo uso y abuso de una soberbia actuación, digna del más renombrado de los actores de novela, les empapé la cama y el piyama a mis viejos con una tormenta de lágrimas de cocodrilo. Por supuesto que mi papel dramático hubiera sido incompleto sin la cuota necesaria de estridentes alaridos. Tan compenetrado estaba con el papel, que los gritos, más propios de un espécimen porcino que de una inocente criatura, amenazaban con hacer estallar los vidrios de la habitación y los tímpanos de mi papá. «No llores más, hoy te lo voy a conseguir» suplicó mi viejo, capitulando y aceptando condiciones para deponer armas.

El problema era que a mi viejo, pobre, lo había metido en un aprieto. Eran la dos de la tarde y ese día, a eso de las cuatro, jugaba Argentina contra Inglaterra. No era un partido más. Los ánimos estaban exacerbados. En los días previos, en la radio, en la televisión y en los bares, se había hablado hasta el hartazgo: que aunque fuera en un partido de fútbol, estaba en juego el honor herido cinco años atrás; que no podíamos dejar que nos pisoteasen la bandera otra vez, que si nos poníamos a hacer un poco de memoria ya en el mundial en el que los enfrentamos en su propia casa y con la reina en el palco, nos habían metido la mano en el bolsillo con la expulsión de Ratín —tan injusta como sospechosa—, y mirá que el Rata no era lo que se dice un santo de altar, pero que en esta no tenía culpa alguna. Mi papá, que no escapaba a la vorágine del ambiente general, había estado elaborando con Carlos, el verdulero, distintas teorías que justificasen la imprescindible necesidad de un triunfo aleccionador.

Ante el deseo impostergable que significaba ser testigo de aquella gesta heroica, que prometía el bronce eterno para nuestros once gladiadores, mi viejo, desesperado ya, se jugó su última carta: recordó que el kiosco de la vuelta de mi casa también era librería y que en las librerías suelen tener barriletes y aviones de telgopor, y partió raudo en busca de la solución salvadora. Por desgracia, para mi angustiado papá, no era el caso de este negocio. Con el doloroso y decepcionante «no me quedan más» estallándole en su cara ilusionada pensó que hubiese sido mejor que ahí nunca los hubiesen vendido. Sólo recuperó un poco de su ánimo después que Manuel, el kiosquero, le ofreciera unos materiales y una Billiken, que traía planos para armar unos cuantos modelos distintos de barriletes.

Con una bolsa llena de rollos de papel y varillas de madera en una mano y la revista en la otra, con la felicidad del deber cumplido bosquejándole una sonrisa en el rostro, entró al grito de «Javiercito, vení que vamos a hacer el mejor barrilete de mundo». Mi papá disfrutaba de estos momentos en que parecíamos dos chicos retozando, dos amigos íntimos inventando algún nuevo y apasionante juego. Pero ese día me parece que estaba cumpliendo un trámite de rigor, una improrrogable tarea de padre. Quería sacarse de encima lo más rápido posible, ese potencial dolor de cabeza que significaban mis reclamos insatisfechos y que podrían conspirar con su momento sagrado, ese estado sublime, casi religioso, en el que su mundo se reducía a un sillón, una mesita ratona para apoyar los pies, alguna que otra vitualla y un partido de fútbol tiñendo de verde el televisor color. Aquel Gründig que tanto había soñado desde el ‘78 y que había comprado con mucho esfuerzo, a pagar en no sé cuántas pequeñas cuotas, era uno de sus orgullos, de esas cosas que nos llenan de felicidad con sólo verlas.

Revisamos detenidamente los modelos que ofrecía la Billiken. Me decidí por uno simple, en el que dos cuadrados girados formaban una estrella de ocho puntas, tenía además tres colas: dos cortas a los costados y una bien larga abajo. Cuando iniciamos las tareas de construcción serían las dos y media de la tarde. Noté una cierta preocupación en su expresión cada vez que miraba el reloj. Parecía tan fácil de armar mirando los dibujitos de la revista... Algunos de los insultos dirigidos a los editores y todos sus familiares, me hicieron presumir que la cuestión se estaba complicando y la paciencia de mi viejo resquebrajando. Por suerte había comprado unas cuantas hojas de papel. Sólo sobrevivieron las que quedaron colocadas en el barrilete y dos pedacitos más de color rojo.

La cola larga hecha de una vieja venda de color naranja —que mi papá usaba para protegerse los tobillos maltrechos por los partidos ásperos de los martes, rito impostergable de cada semana—, fue el broche de oro para la fabricación del cometa. Noventa minutos se interponían entre mi antojo y el vuelo de bautismo barriletero. El esfuerzo por complacerme y la angustia por la proximidad del partido que le brotaban por los poros, me conmovieron tanto que decidí no forzar un desenlace inmediato. Claro que, para desgracia de mi viejo, no iban a ser mis desplantes los que le impedirían ver el partido en el que se jugaba el honor de nuestra patria. Exactamente un minuto antes de que empezara, un inoportuno corte de luz nos sorprendió sentados frente al televisor.

«¡No te puedo creer, no te puedo creer!» gritó desconsolado mi viejo. Añadió unos cuantos insultos irreproducibles mientras bajaba al sótano a verificar si los tapones habían causado la falla eléctrica. La lividez del rostro con la que volvió de abajo fue reveladora: el corte era general y había afectado al barrio por completo o al menos unas cuantas manzanas. Después de corroborar con dolor y estupor que la cuestión era grave, no dudó un instante más, corrió hasta la cocina en busca de la radio portátil. Esos pocos pasos debe haberlos recorrido con el temor de encontrarse con una radio de pilas agotadas. Esta vez el destino quiso —y las pilas que había comprado mi vieja—, que la radio no impidiese seguir, aunque más no fuera de oídas, el desarrollo de lo que a la postre sería un día histórico para el fútbol argentino y mundial.

Por suerte para mí, la mejor performance de la radio se obtenía en el patio del fondo. Eso me permitiría adelantar el consabido debut al mando de un barrilete.
Mi viejo ubicó con cuidado el receptor sobre el umbral de la ventana de la cocina. Después de descartar varias radios con la, varias veces aludida y poco creíble, frase: «Esta es yeta», sintonizó a Víctor Hugo, aunque, claro, no era eterna la confianza que se le daba a un relator o una emisora determinada, un gol en contra podría condenarlos a perder el lugar en el dial de nuestra radio.

Cinco minutos del primer tiempo y ¡Argentina va! —cantó el relator uruguayo al amparo de la sombra del ficus.

El sol se mostraba persistente en su combate contra la baja temperatura que había dominado todo el mes de junio. El día, vanidoso, lucía un cielo diáfano. El viento y las nubes, ausentes sin aviso. Recuerdo el júbilo que sentí al escuchar el: «A ver, Javi, traé el barrilete que vamos a remontarlo mientras escuchamos la radio» que dijo papá mientras ajustaba la sintonía. Sus esfuerzos, en el intento por sacar la fritura que ensuciaba la voz clara que sostenía un relato lúcido y vibrante, eran denodados. Unos cuantos segundos después volví al patio librando una lucha sin concesiones con el pabilo, que se mostraba remiso a mantenerse enrollado en el palito y se anudaba en una galleta indescifrable.

Un primer tiempo parejo y trabado colaboró en los ánimos de mi viejo y el orden de nuestro carretel se restableció. Los esfuerzos iniciales por poner en el cielo la estrella de ocho puntas no tuvieron mayor premio que dos o tres elevaciones a la altura de los cables de teléfono que terminaron en un brusco giro hacia el suelo con aterrizaje forzoso incluido.

—Hay poco viento, va a ser difícil de remontarlo— conjeturó papá.

Si Argentina no tiene la pelota, si Maradona no puede agarrarla, va a ser difícil que podamos llegar al arco de Inglaterra —argumentó el comentarista Apo, preocupado por el poco volumen de juego de la selección nacional.

Un repentino movimiento de nuestro cometa, nervioso y ascendente, nos anunció la llegada del viento que necesitábamos. Por fin podríamos hacer que vuele de verdad. Papá sostenía con firmeza el hilo, con pequeños pero veloces movimientos daba tironcitos que parecían hacer que el barrilete flotase más alto. Desde la radio Víctor Hugo también anunció que soplaban vientos de cambio:

Argentina y la pelota, Argentina y el partido. ¿Para cuándo Argentina y el gol? ¡Vamos, muchachos! La pelota viene para Batista, Batista para Enrique, Enrique cambia para el Vasco. Allá vino para Olarticoechea, que lo tiene a Diego como número diez, a Giusti como número nueve, a Burruchaga de ocho y Valdano de siete. La pelota va para Maradona….

Mi viejo al escuchar el entusiasmo con que salía la voz del relator se quedo petrificado intuyendo, como sólo pueden hacerlo los futboleros de ley, que algo habría de ocurrir.

Maradona puede tocar para Enrique, siempre Maradona, hace un dribling, se va, se va entre tres, siempre Diego… ¡Genial, genial, genial!... ¡Tocó para Valdano. Entró Maradona… Saltó frente a Shilton… Cabeceoooó… mano… Goooooool, goooooool, goooooool, goooooool, arrrrrrgentino. Diegol, Diego Armando Maradona, entro a buscar después de una jugada maravillosa. Un rechazo para atrás. Saltó con la mano, para mí. Para convertir el gol, mandando la pelota por arriba de Peter Shilton. El línea no lo advirtió, el árbitro lo miró desesperadamente, mientras los ingleses entregaban todo tipo de justificadas protestas, para mí. El gol fue con la mano, lo grito con el alma, pero tengo que decirles lo que pienso. Solo espero que me digan de Buenos Aires, si están mirando el partido en televisión ahora mismo, por favor, si fue válido el gol de Maradona, aunque el árbitro lo dio. Argentina está ganando por uno a cero. Que Dios me perdone lo que voy a decir: contra Inglaterra, hoy, aún así, con un gol con la mano, que quiere que le diga.

Recuerdo ver como, mientras sonaba la música del “tatata” y el barrilete caía en picada y se estrellaba de forma inevitable contra el piso de mosaicos, mi viejo yacía arrodillado en el piso, con la vista húmeda perdida en el firmamento, los puños apretados y los brazos extendidos elevando una acción de gracias, la cara enrojecida, la boca dibujada en una “o” interminable. Recuerdo, como si fuese hoy, el grito de gol ronco, calcado en infinitas gargantas, perforando el silencio templario que bañaba la ciudad.

El desencanto fugaz de Víctor Hugo por la ilegítima convalidación de la jugada y mi frustración hecha barrilete caído, se disolvieron con la exultante imagen de mi viejo y su festejo, los alaridos que llegaban de las casas vecinas y los estruendos de miles de cohetes. Por primera vez en mi vida sentí esa sensación incomparable, irracional, regocijante. No estaba preparado, no tenía la gimnasia ni los reflejos necesarios para unirme al relator en el preciso instante en que uno percibe que ese «tiroooó» y que esa “o” extendida no terminará en un frustrante «Balas que pican cerca», sino que se eternizará en el canto más esperado por un hincha. Grité dando chillidos y saltitos nerviosos. Por muy gracioso que me viera era un momento fundacional, ¡me estaba recibiendo de hincha! Ya no había vuelta atrás, ya nunca un partido de mi equipo o de mi selección volvería a serme indiferente.

Mi viejo, agotado por la explosión emocional, se sentó en el piso, debajo de la ventana de la cocina y la sombra del ficus. Yo, en cambio, con entusiasmo renovado, inflamado por el gol argentino, decidí intentar poner en vuelo mi nuevo artefacto. Acomodé prolijamente el barrilete sobre las baldosas que estaban junto a la pared que separa nuestra casa de la del vecino de atrás; con sumo cuidado, caminando hacia mi papá, fui desenrollando el pabilo, en ese instante, una pequeña brisa que acarició mi rostro, me presagió que algo estaba por ocurrir.

De pronto, la voz de Víctor Hugo cobró ánimo:

Balón para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota, Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial…

Cómo si el soplo emotivo del relato tuviese algo que ver, la suave brisa se transformó en viento impetuoso. Tiré del cordel y el barrilete se elevó como un corcel brioso.

—Puede tocar para Burruchaga —anunció Víctor Hugo—. Siempre Maradona...

Mientras la radio expulsaba frenética el relato más épico de la historia del futbol argentino, la estrella de papel colorido se alzaba victoriosa, flotando más allá de los cables telefónicos, sus tres colas ondulantes, eludiéndolos de manera magistral, se burlaban de ellos.

¡Genio, genio, genio! Ta, ta, ta, ta, ta… ¡Gooooooool gooooooool! —el grito del uruguayo precedió una estampida de palabras y emociones que quedarían colgadas en el éter por el resto de la eternidad— ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol, golaaaazo! ¡Diegoooool… Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona en un recorrido memorable, en la jugada de todos los tiempos… —mientras Víctor Hugo perdía sin complejos su habitual prestancia, mi conmoción se debatía entre el éxtasis de mi viejo y el triunfal vuelo de bautismo—. ¡Barrilete cósmico! ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina. Argentina 2 - Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol!, Diego Armando Maradona, gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2 - Inglaterra 0.

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1 comentario:

  1. Mi padre tambien nos fabricaba barriletes!
    Cero fútbol, con cuatro mujeres...jeje
    Muy tierna la histotia

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