Fernando respiró angustiado, sus pulmones, oprimidos por la tensión,
apenas si dejaban ingresar el aire. Hizo un esfuerzo doloroso para llenarlos. Su
frente húmeda derramaba, a intervalos regulares, gotas pequeñas y frías sobre
sus piernas que se juntaban temblorosas, apoyando rodilla contra rodilla. Las
manos crispadas se agarrotaban sobre una vieja prenda roja, los labios
balbuceaban incomprensibles e inaudibles oraciones. Los ojos fijos en la escena
que, frente a él, se desplegaba cruel. El resultado de ella no le sería
indiferente, pensó que, cualquiera fuera el desenlace, ya no volvería a ser el mismo.
Cada tanto entrecerraba los ojos, imaginando, quizás, que al abrirlos
todo habría concluido, que el sufrimiento intenso, que se le clavaba como una
estaca filosa en el fondo de su alma, cesaría. Rogó a Dios, a la virgen,
perjuró infinitas promesas, prometió ser más bueno, más generoso, incluso, fiel.
No conforme, y temeroso de que sus ruegos fueran vanos, conjuró a dioses
paganos y aunque hasta pensó en pactos diabólicos, un temor mayor le disipó
esas estúpidas ideas.
El desenlace se demoraba, y cansado ya por la penosa tensión que estrangulaba
cada uno de sus músculos, cerró los ojos con la intención de no abrirlos hasta
que todo haya concluido. En la oscuridad interior sólo percibía el ritmo
agitado de su respiración y el golpeteo sordo de sus huesudas rodillas. Una
intuición vaga hizo que dejara de respirar y que permaneciera inmóvil durante
un par de segundos. El aire se agitó movido por el sonido que venía de la casa
vecina y que se colaba por las ventanas. Un leve rumor cosquilleó las membranas
de sus oídos. Sí, ya podía percibir, algo había sucedido, la sentencia estaba
dictada. El rumor se hizo estruendo, el grito inundó la habitación.
Fernando sonrió, exhaló el aliento contenido, abrió
lentamente los ojos y comprobó en la pantalla del televisor lo que sus oídos le
habían anticipado. Frente a él Tuzzio corría desorbitado, gritando su gol, el
gol con el que Independiente ganaba, después de muchos años, otro título
internacional. Fernando ya no gritó, sólo se recostó contra el respaldo de su
silla y mientras recuperaba la tranquilidad de su respiración, sonrió aliviado
y pensó con cuál de todos santos y dioses invocados estaba en deuda. El descenlace por Fernando Murano se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 Unported.
Basada en una obra en fernandomurano.blogspot.com.
Nene, gracias por la dedicatoria y por permitirme haber sido la inspiración. A lo largo del relato me sentí mas que representado, una envidia sana la que le tuve a Tuzzio en ese instante de gozo.
ResponderEliminarMe queda ahora identificar a que dios le debo una.
Felicitaciones y como te dije, tendrás en mi un seguidor incondicional.
Abrazo
Has regresado. Bien ahí. El texto es muy interesante. Está bien escrito. Que haya muchos más. Mostrale a la gente lo bien que escribís.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, Juanma. Está bueno tener amigos que te animen. Ahí van unos bizcochitos virtuales y un mate "calientito".
ResponderEliminarJaja, es cierto. Hay un cuento de Cortázar que le narra a la tía y termina diciendo: una torta con bizcochitos, ja. Saludos.
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