Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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viernes, 21 de enero de 2011

Las trampas

Cuento de Daniel Paredes
Pintura de Graciela Bello

Era como para pegarse un tiro, carajo. Como para meter la cabeza en las vías. Seguro que había sido la Noelia, esa mosquita muerta que siempre andaba patean­do el avispero. Ya esta­ba hasta acá de la Noelia, ¡qué te­nía que meter el hocico donde no la llama­ban! Al anónimo lo había mandado ella, eso era una fija, y ahora la Yola debía andar echando truenos, dele planchar para matarse la bronca, esperando que él llegara para re­ven­tarle la frente de un planchazo, ya habría llamado a la madre, y la vieja le estaría ca­lentando la oreja, le esta­ría diciendo que él era un zángano, un picaflor empe­dernido y toda la sarta de antigüedades que repetía siem­pre. Había que pensar qué decirle a su mujer, había que encontrar una mentira que le salvara el cuero, y urgente (el micro que lo llevaba ya subía por Rivadavia), pero cómo concentrarse si la morocha que se había le­van­tado de los primeros asientos bien se mere­cía que le echara una mirada, y ahora que la veía mejor, más que eso se me­re­cía.
Venía de costado, ondeando entre la maraña de gente que llenaba el micro, em­pu­jaba con el cuerpo para abrirse paso y los tipos le relo­jeaban el escote, de golpe se aga­chaba un po­quito y espiaba por las ventanillas como si estu­viese perdida, pero a él no le hacía tragar esa píldora: la morocha sabía de sobra que le faltaba un siglo para bajarse, y sin embargo seguía aga­chándose, se­guía haciendo vacilar las costu­ras de la pollera porque le complacía que una porción de Buenos Aires se parase a mi­rarle el culo, y qué lindo culo tenía, dos para­das y todavía no tocaba timbre, si no ba­jaba en Castro Barros era posta que andaba bus­cando guerra, y así uno no podía con­centrarse en lo que había que decirle a la Yola, menos con el pibe del asiento de adelante, un colora­dito de cara pecosa y ovalada, un huevo de co­dorniz con peluca que dos por tres se daba vuelta para sacarle la lengua. ¡Cómo no se le había ocurrido comprar flores por lo menos!, aunque si lo pen­saba, caerle a su mujer con un regalo signifi­caría reconocer que es­taba en off side, enton­ces lo mejor sería llegar como de costumbre y pegarle un beso y un abrazo, pero ¿qué abrazo le iba a pegar? si la Yola debía andar he­cha un abrojo, “No me toqués, basura”, le diría, “Juntá tus cosas y vía, vamos”, y la vieja lo miraría con esa cara de ternera comien­do chicle y le solta­ría “Usted se la ha bus­cado, mijito; váyase a embromar a otra, que bastante daño ya le ha hecho a esta”. Vieja lampa­lagua, veinte años soportando que se le en­roscara en sus inti­midades, veinte largos años esperando que la muerte se la llevara por las buenas, pero fijate qué turra la negra: había pasado Cas­tro Barros, dos para­das más y todavía no bajaba, “Dios, te juro que si salgo de esta, no le vuelvo a meter los cuer­nos a la Yola”. Ojalá pudiera saber qué decía el anónimo, así sabría a qué ate­nerse, pero la Yola había sido tajante, “Llegó una carta y quiero que vengas urgente”, sólo eso había dicho cuando le habló por teléfono, y el acento nervioso no dejaba dudas de que estaba decidida a darle el raje. Bastante jodida debía ser la cosa para que la Yola le telefonea­ra a la agen­cia. Daban ganas de tirarse abajo de un tren. Seguro que había sido la Noelia, esa mosquita muerta. No quedaba otra que bajarse: con el coloradito boludo sacándole la lengua era imposible pensar. La morocha por fin había tocado timbre y ahora bajaba de me­dio lado, y él por detrás, mirándole las botas que se per­dían bajo la falda, botas con forma de Argentina, que de tan altas le estarían ha­ciendo cosquillas en el Alto Perú. Vieja lampa­lagua, veinte años esperando que la muerte se la llevara por las buenas, y en esa eter­nidad no le había to­mado ni esto de sim­patía a la vieja, porque de entrada nomás la cosa había venido mal parida: el día que la Yola le dijo que se iba a ca­sar con él, la vieja le soltó “¡Ja! Linda cruz has decidido echarte al hombro, mija”, y en la fiesta había llorado igual que si se tratase de entierro en vez de casorio, y se había pa­seado de mesa en mesa murmu­rando “Si por lo menos fuera un hombre de­cente...”, como si ser ar­tista no fuera decente, carajo, pero la vieja se había empe­rrado en que traba­jar era otra cosa, y por eso le había conseguido este cargo de alca­huete en una ofi­cina que te la regalo. Cuánta razón tenía su padre cuando le decía que la suegra es como la pala de punta, que es de más provecho cuando está bajo tierra. La morocha se había parado en una pilchería y mientras miraba la vidriera prendía un cigarrillo. Le estaba tirando un an­zuelo, cualquier excusa era buena para empezar un diálogo, me das fuego, me decís la hora, pero no, porque la Yola lo estaría esperando y porque le había jurado a Dios, y sin em­bargo la sangre lo podía, tenía necesidad de ese cuerpo para poner otro nombre en la lista de pajaritas trampeadas, y además cuando el organismo empezaba a fabricar la ponzoña había que depositarla sí o sí para no morir envenenado. Le pidió fuego, y cuando le devolvía el cigarrillo, “¿No te molesta si te pido un con­sejo?”. La mo­ro­cha levantó las cejas y apretó el bolso, él se apuró a decir que era el cumpleaños de una amiga y que le gustaría regalarle ropa, “pero yo de moda ni fu ni fa ¿viste?”, que le aconse­jara ella que tenía buen gusto, y ella “¿Usted qué sabe?”, y ahí estaba el pie, en adelante todo era cuestión de tacto, había que decir que es­taba claro que tenía buen gusto por el detalle de combinar la sombra de los párpados con el beige de la blusa, y ahora que los ojos de la negra se iluminaban, res­catar el arco parejo de las cejas y otras cosas por el estilo, porque el se­creto era reparar donde ellas invertían tantas horas de espejo, y la negra ya estaba repasando la vidriera y le aconsejaba una chalina, fijate vos qué idea, una chalina azul, “Bárbaro, es más origi­nal que una pollera y no puedo chingarle al talle”, y la morocha encantada. Había que tomarla del brazo, pedirle que en­trara para probarse la chalina y tironearla suave aunque con firmeza, y la negra se inventaba una cara de asombro que era un plato, pero plin caja, lo demás era un trámite, y a la chalina había que comprarla para regalársela cuando salieran del hotel. La invitó a un café, “Mirá sos un tipo simpático pero”, pero nada, porque él era un hombre público, “Soy Dardo San Ro­mán, el cantante”, y ella moría por sus cancio­nes, “Sobre todo por esa... ¿cómo se llama esa...?”, ¿sería Amor de contrabando?, sí, era esa. La morocha acomodó el bolso y el brillo de una alianza se deslizó por la correa. Casada la negra... Ya decía su padre que la mujer es como la gallina, “Deja de comer maíz para ir a comer mierda”. Después hubo que tomar el obligado café, coincidir en todo con esmerada hipocresía, y al final poner cara de perro sar­noso para acelerar el cami­no a la cama. Hotel de lujo porque era día de cobro y la negra valía la pena. Habita­ción azul, luces regulables, sobre la mesita de luz la imagen de un Cristo con los brazos extendidos, idéntico a uno que la Yola ha­bía crucificado con chinches en la cocina. Le puso encima el paquete con la chalina para que el Cristo no los viera desnudos. Y la negra que se hacía la gata, mientras la Yola andaría hecha un león; la negra se mordía los labios, la Yola se mordería los co­dos, a él lo remordía la conciencia; la vieja pidiéndole a la Yola que se separase, él pi­diéndole a Dios que se le parase, la negra pidiéndole a él que esperase, que mejor si se relajaban con un baño, que primero él y después ella, que juntos le daba ver­güenza. A la ducha sin chistar, porque una mina encaprichada hace el amor a media máquina. Cuando abrió la lluvia, la negra estaba pre­guntando cuántos discos lle­vaba vendidos, “Veinte mil placas en cuatro meses”, y sí, era buena guita, las discográfi­cas se sacaban los ojos por grabarle un disco. Y después hubo un silencio largo, un sonido lejano de ascensor y una pelea con las canillas, con el agua demasiado caliente y de pronto dema­siado fría, y para cuando terminó de ducharse y de se­carse y volvió al cuarto, la negra ya se había ido. Revi­só los bolsillos del pantalón pero ni falta que hacía, si ahí donde debía haber un paquete con una chalina, estaba el Cristo solo, mirándolo con su carita de nada, diciéndole “Te hizo la más vieja, Supermán, la que pasan todos los días en el noticiero”. ¡Cómo lo había ensar­tado la negra esta! Le había demostrado que en el teatro de los boludos él se sentaba en primera fila. Y pensar que se las había echado de ganador, cuando la verdad era que no levantaba ni tierra, que la Noelia era comienzo y final en la lista de pajaritas trampeadas. ¿Y qué número de paja­rón sería él en la lista de esta negra? Cómo no cayó cuando le dijo que lo conocía, si a Dardo San Román no lo co­nocía ni Dios, cuatro o cinco actua­ciones en un cabaru­te de Consti­tución, un par de au­diciones en radios clandes­tinas y toda una vida gastan­do puertas con ese disquito de mierda que nadie le quería pro­ducir. Ya lo decía su pa­dre..., pero qué carajo, si su padre nunca había dicho nada, su padre ha­bía sido un pobre diablo y él se había pasado la vida inven­tando frasecitas de boleto para me­terlas en su boca. “Fraseci­tas de boleto” gritaba, y la gente de la calle se daba vuelta. Ahora había que patear hasta la casa, con­tarle a la Yola, verle la cara a la vieja. ¿Y quién podía sostenerle la mi­rada a la vieja? ¿Y al espejo?... Porque había que aceptar de una vez que era un me­diocre. ¿Y cómo seguir car­gando la joroba? Mejor poner el cogote en las vías, dejar que el pata de fierro se encargase.
Cuando llegó a la estación de Flores estaba oscure­ciendo. Las luces de neón resbalaban sobre los rieles. Esperó hasta que vio una ampolla encendida en el fondo del paisaje y entonces se acostó en posición fetal, de es­paldas a la locomotora. Apoyó la cabeza en la vía y sintió los pasos del gi­gante, cada vez más cerca, cada vez más gigante. El pitido largo de la locomotora le puso una piedra en el estómago. “Dios, no quiero vivir, no permitas que me escape como una rata”. Las campanillas del paso a nivel le anunciaron la inmi­nencia de la muerte. El piti­do se hizo más porfiado, la tierra temblaba, el gi­gante seguía creciendo; bocinazos de autos se ha­bían sumado desde el paso a nivel, algu­nos lo puteaban, muchos le gritaban que se sal­vase, “no permitas que me escape como una rata, Se­ñor”. Cuando lo alcanzó la luz de la máquina cerró los ojos, y entonces pudo oír el ruido mecánico de la locomotora, la queja mi­nuciosa de algún vagón, el girar de la rueda que le cortaría la ca­beza, y fue de­masiado. Pero cuando quiso levantarse sintió que le tiraban del cuello. Enseguida comprendió: Dios no permitiría que se escapara como una rata. Tenía engan­chado el pulóver en uno de los bulones que aseguraban los rieles a la tierra. Lu­chaba para zafarse, pero la falta de espacio no le dejaba romper el tejido. La mecánica del tren lo acaparaba todo. Pensó en sacarse el pulóver pero un último pitido le despeinó la nuca, “¡Dios, no quiero morir...!”, y cuando lo dijo ya no escuchaba sus gritos ni sabía que lloraba y no conocía la vergüenza de estar cagándose encima porque la muerte venía ahí atrás para darle un patadón en el culo a la vida, y entonces el tren pasó.
Por las vías de al lado pasó. Asomado a la ventanilla, el maquinista lo puteaba en todos los idiomas. Él miró hacia atrás. A veinte me­tros los vagones se curvaban en un cambio de vías. Se quedó observando la cola de la muerte que se alejaba, manoseando la lana del pulóver, que de golpe se había desenganchado solo.


Al llegar a su casa todavía temblaba. Desde el pasillo sintió que apagaban el televisor. La Yola y la vieja estarían en guardia: la Yola apretando el mango de la plancha; la vieja, orga­nizando sus gestos, acomodando una ceja por acá y una comisura por allá para armar su mejor cara de Frankenstein.
La puerta que abrió debía ser de otra casa.
La vieja, enroscada en una silla, le sonreía con cara de feliz cumpleaños. La Yola se había puesto la mejor pilcha y era un ma­nojo de caricias. Y sobre la mesa, la carta, que en vez de un anónimo era un con­trato de la EMI para grabarle su disco, con Amor de contrabando a la cabeza.
Sin escuchar los halagos se derrumbó en una silla. Levantó los ojos y enfrentó la imagen del Cristo que la Yola había crucificado con chin­ches a la pared. Esa cara de papa frita no podía ser la cara de Dios. ¿Cuál, entonces? Se le vino al pensamiento una cara pecosa y ovalada: la del pibe que le sacaba la lengua en el micro.

Más sobre Daniel:
http://fernandomurano.blogspot.com/2011/01/taller-literario-daniel-paredes.html

Más pinturas de Graciela:
http://gracielabello-naif.blogspot.com/2010/07/la-morocha.html

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