Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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martes, 4 de agosto de 2009

Naufragio de un amor



Así como las personas que mueren en la plenitud nos ahorran el recuerdo de su vejez, los amores interrumpidos abruptamente siguen viviendo en nuestro corazón no como brasas agonizantes, sino como horrorosas llamas que queman cada noche.
Alejandro Dolina



Si está leyendo estas líneas, significa que quizás mi deseo esté muy cerca de cumplirse. Ya sé que usted no entenderá de lo que le estoy hablando y que seguramente estará tentado de avanzar unas líneas más abajo para saciar su curiosidad. Pero antes de hacerle un relato exhaustivo de los por qué y los para qué de esta carta, y como tiempo es lo que me sobra, me gustaría presentarme.
Me llamo Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda, nacido a orillas del Mediterráneo, apenas cuarenta y cinco años atrás. Criado en un pueblito llamado El Campello, enclavado doce kilómetros al Noreste de Alicante, España. Soltero de papeles y eternamente aprisionado del amor de María de los Ángeles. Hijo de don José Sánchez y doña Herminia de la Alameda, hermano menor de Rodrigo Sánchez de la Alameda. De profesión periodista, integrante del staff de la redacción del suplemento cultural del diario madrileño El País.
Presentaciones de rigor concluidas, sin importunarle con más demoras, comenzaré con el relato de los acontecimientos en los que me vi envuelto.


Por encargo del diario, me encontraba en un pueblo llamado Matanchén situado en las costas occidentales de México, trabajando en una biografía de un ignoto escritor local. Tres meses fueron muy suficientes para concluir con mi trabajo pero muy escasos para compartir mi tiempo libre con el amor que hoy desgarra mi corazón. Recuerdo aquella pegajosa noche de verano cuando conocí a María, recuerdo que mis ojos quedaron contagiados por el virus de su belleza. María trabajaba como camarera en una acogedora taberna. Día tras día volví ocultando mi verdadera intención con la trivial excusa de disfrutar de un exquisito arroz a la mexicana que preparaba el gran cocinero Pepito. Al cuarto día su sonrisa cómplice me envalentonó, después de tomar mi cafecito colombiano y mi copa de tequila de rigor, la invité al baile del sábado en el club El Arriero. Consumada la noche de marimbas, guajiras y serenatas mariachis, ni un solo día durante los siguientes dos meses, dejamos de vernos.
Nuestro furibundo amor, florecido a la margen del pacífico, se vio abruptamente interrumpido por el pedido urgente de mi diario para que mi biografía y yo emprendiésemos el regreso a mi país. No dejé de ver las lágrimas de María derramarse por sus tiernas mejillas, desde el mismo momento en que le comuniqué la mala noticia hasta que su rostro fue una imagen borrosa sobre el muelle.
El buque partió presuroso hacia el canal de Panamá, dejando la mitad de mi alma anclada en la costa. El viaje se desarrolló apacible en su primer día. Recorrí la cubierta, arrastrando con dificultad mi cuerpo inerte. Ni la belleza del mar dorado por el sol escarlata del atardecer, ni la novedad de los delfines juguetones que acompañaban el avance de nuestra nave, pudieron arrancarme de las garras de la melancolía.
En el segundo día de travesía había decidido tratar de olvidar, aunque fuera por unas pocas horas, el bello y humedecido rostro de María, la suave fragilidad de sus manos, la voz dulzona y hechicera. Para ello subí nuevamente a cubierta a repasar las notas y la redacción de la biografía. Logré concentrarme durante tres horas sentado en un confortable banco de madera. Las primeras brisas frías de un atardecer de sol ya ausente me espantaron hacia mi camarote.
No habrían transcurrido más de dos horas de un profundo sueño cuando el zamarreo del barco me dejó desparramado sobre el piso. Medio dormido y aturdido por el porrazo, me acerqué a mirar por la pequeña ventana redonda de mi camarote. Nunca he temido al mar ni a las tormentas, pero lo que vi a través de la escotilla hizo que mi sangre dejara de circular. Las olas debían tener diez o doce metros de alto, la lluvia parecía un telón grueso y los rayos iluminaban el horizonte de tanto en tanto.
El vaivén frenético me mantuvo en vela. Decidí echarle un vistazo más a mis apuntes. Busqué infructuosamente mi libreta en la chaqueta, en el maletín, sobre el escritorio. El pánico se apoderó de mí, ya no por la tremenda tormenta que agitaba el barco sin descanso, sino porque mi puesto en el diario debía yacer tirado en algún lugar de la cubierta. El cuadernito se habría deslizado de mi bolsillo cuando me levanté del asiento o tal vez en el momento que me dio un escalofrío y me puse la chaqueta. Sin pensar demasiado en la estupidez que estaba por cometer tomé mi impermeable y corrí hacia la superficie. En un rapto de mínima lucidez recordé las instrucciones que nos habían dado al comienzo de la travesía. Lo primero que debíamos hacer en caso de emergencia era colocarnos el chaleco salvavidas, así que tomé uno y me lo coloqué antes de enfrentar la tempestad.
Recorrí infructuosamente la cubierta durante quince minutos. Cuando ya estaba decidido a abandonar mi trabajo y volver a México, vi la libreta atorada junto a uno de los botes salvavidas. El viento huracanado la movía peligrosamente. Me apresuré a recogerla. Una sensación de alegría y alivio me invadió cuando la biografía estuvo segura entre mis dedos. Aunque por un instante se cruzó por mi cabeza que hubiese sido mejor que la libreta descansara en el fondo del mar y yo me viese obligado a regresar junto a mi amada María. Muchos años de sacrificios y privaciones para llegar a ese puesto me borraron la loca idea de mi afiebrada mente.
No puedo decir exactamente lo que pasó después. Sólo alcanzo a recordar que una ráfaga de viento y agua me golpeó por la espalda. Cuando recuperé la noción de espacio y tiempo estaba flotando en el mar embravecido. Miré desesperado hacia los cuatro costados buscando el buque, pero lo único que pude ver eran montañas de agua por todos lados que trataban de hundirme. Luché desesperado tratando de mantenerme a flote. Durante un instante el mar pareció calmarse, sin embargo fue sólo una impresión, pues vi cómo una pared de veinte metros de alto se erguía y se abalanzaba sobre mí. Lo último que recuerdo es mi vano esfuerzo por nadar hacia la superficie y luego todo fue oscuridad.
Los quejidos de las gaviotas, el murmullo del mar lamiendo la arena y el sonido de la brisa corriendo entre las palmeras fueron mis primeras percepciones después del desmayo. Abrí los ojos, las imágenes borrosas empezaron a hacérseme familiares: árboles, arbustos, piedras y arena. Por un instante creí que me había quedado dormido en la playa de Matanchén y que todo era una horrible pesadilla. Sin embargo los sucesos habían sido dolorosamente reales y yo me hallaba tirado boca abajo sobre una típica playa caribeña, pero no en alguna que yo conociese. Debí de haber permanecido varias horas en esa posición, pues yo y la arena en la que yacía estábamos secos.
Me levanté con alguna dificultad pero comprobé que no tenía heridas ni golpes. Me quité el chaleco que realmente había resultado salva-vida. Grité por ayuda durante unos cuantos minutos hasta comprender que la playa estaba totalmente deshabitada. Supuse que debía de hallarme en alguno de los cientos de kilómetros de costa virgen que hay entre México y Panamá. Sólo debería caminar unos cuantos kilómetros por la orilla hasta encontrar algún pueblo en donde poder informar a mi diario que estaba vivo. Seguramente en el barco ya se habrían percatado de mi ausencia, habrían buscado mis documentos entre mis pertenencias e informado a las autoridades consulares sobre mi desgraciada desaparición.
Tres horas después mis esperanzas de encontrar ayuda estaban tan desgastadas como mis pies. Había caminado durante horas por la costa recorriendo infructuosamente un camino, que si mis presunciones no estaban equivocadas, me devolvería al punto de partida. Bastaron dos horas más para ver mis temores hechos realidad: estaba varado en una pequeña isla aparentemente desierta. Me sentí como debe haberse sentido Adán: con una nueva vida, en un paraíso y sin nadie más con quien hablar.
Pasados los primeros días, en los que me dediqué a explorar a fondo la isla, evaluar mis recursos, proveerme de un techo adecuado y conseguir armar una fogata que siempre estuviese encendida y que pudiera funcionar como señal de rescate, el tiempo ocioso comenzó a derruir el buen ánimo que me había dado mi espíritu de supervivencia. Empecé a recordar más frecuentemente a María y sufrir por partida doble la soledad de aquel increíble paraje. Mis horas durante el día se consumían vanamente en la observación del horizonte, buscando avistar algún barco que me arrancase de esa prisión. De noche, junto al fuego, lloraba mi desgracia, me consolaba soñando que estaba con mi amor en silencio, abrazos junto al mar.
Nunca llevé un registro del tiempo que iba transcurriendo desde mi naufragio, pero durante los primeros meses me había propuesto no perder el hábito del habla. Recitaba algunos poemas que me gustaban, relataba aventuras a compañeros inexistentes y me sentía reconfortado con las canciones que de niño me susurraba mi madrecita junto a la cama. Pero pronto fui perdiendo esta costumbre y otras muchas que me mantenían conectado con la civilización.
Un día de los tantos que consumía sentado en la arena, con la esperanza de ver que un barco recortara el cielo sobre el horizonte, vi aparecer una caja de madera flotando sobre el agua transparente. La corriente la arrastraba directo hacia donde estaba yo, pero a unos treinta metros de la orilla cambió el rumbo hacia el Sur. Corrí desesperado hacia el mar, no podía dejar que se escapase lo que probablemente fuese mi único y último contacto con el mundo. Nadé hasta el cansancio, mis piernas comenzaban a acalambrarse cuando conseguí agarrar la caja por una manija de soga que tenía sobre un costado. Demoré un buen rato hasta que pude poner mis pies y el cajón sobre tierra firme. Permanecí un buen rato exhausto junto a ella.
Sobre uno de los costados estaba escrito la sigla F.J.Q.; tenía, además, una etiqueta que indicaba que la carga viajaba con destino a Colombia. Me costó bastante poder abrirla, tenía que hacerlo con cuidado para no dañar lo que hubiera en su interior. Al fin, valiéndome de una roca pude desclavar algunas tablas. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver algunas botellas de ron y de vino, mi madre no podría regañarme por tomar unas copitas. Había también algunas latas de comida que normalmente hubiera despreciado, pero que en esta situación eran una especie de banquete de los dioses. Además de ropa y algunos artículos de limpieza había un paquete con hojas de papel y otro con bolígrafos azules. Gracias a un conveniente tratamiento de embreado interno que tenía la caja toda la carga se había conservado seca y en perfecto estado.
El resto del día me dediqué a preparar, junto a la fogata, una gran gala bajo la luz de la luna. Sobre una mesa que había fabricado con ramas secas, dispuse una sabana que venía en la caja y que ofició de mantel, el vino y algunas latas que demoré más de una hora en abrir. A un costado coloqué una roca plana que serviría de asiento. Me vestí con la mejor ropa que encontré.
Cuando la noche tiñó de colores oscuros la isla, comenzó la fiesta. Volví a cantar y reír después de mucho tiempo, ciertamente que el ron incrementó mi alegría. María me acompañó durante toda la noche. Recordamos largas caminatas por el empedrado de las calles de Matanchén, noches febriles de piel sudada y aroma a rosas, sueños de niños correteando a nuestro alrededor. Cuando la botella derramó sus últimas gotas doradas sobre mis labios, mirando a María a sus ojos almendrados, repetí el juramento que le había hecho en el muelle, la promesa de que volvería. Ella, quitando los cabellos negros que se encaprichaban en ocultar su rostro, prometió por segunda vez, empapada en llanto, que me esperaría.
Esa noche soñé que llegaba María vestida de novia, montada en un caballo blanco. Junto a ellos cabalgaba sobre las aguas plateadas por la luna otro caballo pero sin jinete. Cuando estuvo a mi lado levantó el tul que cubría su cara y resplandeciente me anunció que había venido a buscarme.
Cuando desperté —remedando a los náufragos de aquellos cuentos que me había narrado mi mamá y que escuchaba fascinado en mi casita de El Campello—, decidí escribir esta carta y arrojarla al mar en una botella. Sepa usted que no lo he hecho teniendo más esperanzas en el ser rescatado que en el que estas palabras lleguen a manos de mi amada María.
Por eso os ruego que no abandone este pedido, que aunque pierda algo de su tiempo o de su dinero, haga llegar este mensaje hasta ella. Si finalmente usted se decidiera a colaborar conmigo, diríjase a la siguiente dirección:

Taberna “La mar embravecida”
Calle Rincón 945
Muelle de San Blas
Municipio de Nayarit
México


Desde ya muchas gracias y que Dios recompense su buena acción y lo colme de bendiciones. Vuestro servidor:

Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda



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La cananea



Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.
Madre Teresa de Calcuta.


Abbí, la molinera, tomó los granos del viejo barril de madera de cedro, lo vertió con cuidado en la carreta de Nayla. El joven asno, que Nayla había comprado tres días atrás en el mercado principal de Sidón, hizo un movimiento nervioso: todavía se mostraba inquieto ante alguna de las actividades que realizaría por el resto de su vida. La mujer lo acarició con ternura y logró sosegar al animal.
—Estoy preocupada por Justa. Pasa mucho tiempo junto a la niña —comentó Abbí.
—La niña está muy enferma. Necesita de su atención todo el día. En los últimos tres meses no se ha movido de su cama —explicó Nayla.
—Pero Justa debe atender sus obligaciones mientras su marido se encuentra embarcado. ¿No ha consultado con Ghalib, el doctor?
—Sí, ya lo ha hecho.
—¿Qué le ha dicho?
—Ghalib no tiene idea de qué enfermedad se trata.
—¿Qué síntomas tiene la niña?
—Está pálida y fría como un cadáver —dijo Nayla—. Apenas puede abrir los ojos, mueve sus labios sólo para pedir un poco de agua. Cada tanto parece animarse, pero se sienta en su cama temblando y dando gritos incomprensibles, después vuelve a acostarse y sigue como antes.
—Qué extraña enfermedad.
—El doctor deslizó la posibilidad de consultar a Hadí —susurró Nayla, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírla.
—¿Cómo? ¿Consultar al sacerdote del templo de Eshmún?


Pero entonces… —se detuvo presa de pavor. A pesar de que este dios era un dios sanador, rara vez un doctor enviaba a su paciente a consultar al sacerdote. Solamente lo hacía cuando pensaba que la cura no estaba al alcance de los conocimientos humanos.
—Sí, Ghalib cree que puede estar endemoniada —confirmó Nayla, sin dejar de susurrar.

Las paredes de doble ladrillo de adobe y el techo de paja y tierra apisonada lograban reducir el sofocante calor del verano. Justa siempre había estado contenta por la habilidad de su esposo, que antes de dedicarse al comercio marítimo se ganaba la vida como albañil. Gracias a esto, su hija Sahira no sufría el acoso de las altas temperaturas.
—Tengo sed —balbuceó la niña cuando su madre se acercó a arreglar su lecho.
—No queda más agua en el cántaro, hija mía. Voy a ir hasta el pozo por un poco —le dijo acariciando su frente.
Justa partió hacia el pozo cargando dos cántaros colgados en un madero redondo que sostenía sobre sus hombros. Luego de una hora de agobiante caminata llegó extenuada al pozo más cercano a su casa. Durante todo el trayecto lamentó mucho que el pozo que se encontraba a tan sólo un kilómetro de su morada se hubiese secado. Grande fue su desazón al llegar y ver que el pozo estaba cubierto con una pesada tapa de madera. Difícilmente por su pequeño físico y el cansancio del viaje podría removerla. En el momento que se hallaba pensando cómo haría para quitar el disco, un hombre joven llegó caminando desde el Sur.
—Mi señor, ¿podrá usted ayudarme a destapar el pozo? Necesito tomar un poco de agua para mi hija enferma —suplicó lloriqueando la mujer.
—¿Qué le sucede a tu hija, mujer? —preguntó el extraño, conmovido por el llanto de Justa.
—Tiene una enfermedad muy extraña.
—Yo conozco un doctor muy sabio, vive en la ciudad de Sidón.
—No creo que pueda ayudarnos.
—Este hombre conoce muy bien su oficio.
—Pues mire, yo la he llevado ante un gran doctor. Luego de una semana de estudios el médico nos sugirió que está endemoniada —confesó, no sin cierto pudor.
—Si es así, deberán presentarla ante el Maestro.
—Ya lo hemos hecho. Con mi esposo la hemos llevado a la presencia de Hadí, el sacerdote mayor del templo de Eshmún. Nada ha podido hacer. Yo no guardaba muchas esperanzas de que pudiera curarla, sólo accedí por el insistente pedido de mi marido y también por mi desesperación —explicó Justa, con la voz estrujada por la angustia.
—¿En quién crees tú?
—No lo sé… —contestó dudosa, sorprendida por una pregunta que nunca se había hecho—. Nunca he creído en los dioses, como ese tal Eshmún. Pero hay un dios del que me contaron mis padres.
—¿Cómo se llama ese dios?
—Uhm, creo que no tiene nombre. Es el dios de los Israelitas. Ellos lo nombran de varias maneras: el Santo; el Altísimo; el Señor. Dicen que se hace llamar “Yo soy el que soy”. —Mientras hablaba de este dios, los ojos de Justa se movían vivaces, esperanzados. Era evidente que en su corazón brillaba una pequeña luz de fe.
—Sí, he oído hablar de Él. Los hebreos están esperando al Mesías, al que vendrá a liberarlos —dijo el extranjero.
—¿Podrá este Dios ayudarme? —preguntó con la ilusión aflorando por todos los poros de su piel.
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Justa.
—Justa, cuando yo te dije que deberías ver al Maestro, no me refería al sacerdote del templo de Sidón. Estaba hablando de un hombre hebreo llamado Jesús, originario de Nazaret. En toda la región de palestina se habla de sus milagros. La gente dice que es un profeta, incluso algunos creen que es Elías en persona.
—Entonces, ¿cree usted qué podrá ayudarme? —se entusiasmó.
Al fin después de tanto sufrimiento se presentaba una posibilidad cierta. Justa estaba dispuesta a no dejarla pasar y haría cualquier cosa que fuese necesaria para lograr la curación de su amada hijita.
—Y tú ¿qué piensas? —respondió el joven, poniendo a prueba la fe de la cananea.
—Él lo hará.
Esas tres palabras surgieron llenas de fe. No se trataba, en este caso, de la respuesta desesperada de una madre. Por el contrario eran palabras llenas de certeza, pues algo dentro de ella le estaba comunicando que lo que su boca proclamaba era verdad.
—Ve entonces, no debes perder tiempo. He oído que Jesús está visitando Tiro. Ve a buscarle.
—Mi hija está postrada en cama, no podré llevarla a su presencia —observó.
—Ve tu sola. Nada es imposible para Dios —la alentó el muchacho.
—Señor, no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Azarías.
—Gracias, Azarías. Has sido como un ángel para mí —dijo la mujer desbordada por la felicidad.
El joven sonrió. Luego de ayudar a Justa a llenar los cántaros con agua fresca se despidió deseándole que su hija se curase y partió rumbo al Norte.
La mujer, renovada en sus fuerzas, retornó a su casa con celeridad. Pensó en pedirle ayuda a Nayla para que cuidara de Sahira. Su amiga conociendo su sufrimiento y viendo la esperanza que tenía puesta la mujer en ese extraño profeta aceptó con mucho agrado. Como Nayla tenía dos hijas mayores podrían alternarse en el cuidado de la niña sin entorpecer sus propias obligaciones. Luego de concluir con los preparativos para el viaje, Justa fue a despedirse de su hija.
—Hija mía, parto en busca de alguien que podrá ayudarte. En mi ausencia Nayla y sus hijas cuidarán de ti —le dijo entrecortada por el llanto.
La niña no había pronunciado en los últimos meses más que el pedido de agua. Pero al escuchar las palabras de su madre abrió los ojos con dificultad. Con una mirada entre desesperada y triste, como liberándose de una atadura, con un grito desgarrador exclamó:
—¡Mami, por favor ayúdame!
—Sí, hijita, ten fe. Él te curará.
Justa partió hacia Tiro dejando a su hija y un sinnúmero de indicaciones a Nayla y sus hijas. Vestida con una túnica de color arena suficientemente larga para cubrir sus piernas hasta la altura de sus tobillos, de mangas anchas y bordados que decoraban su pecho, ceñida a su cintura con un cinturón de cuero trenzado de unos quince centímetros de ancho. Su cabeza y su rostro estaban cubiertos con un amplio velo de lino, aunque durante el viaje tenía por costumbre echarse el velo hacia atrás, si veía a un hombre aproximarse volvía el velo a su posición original. Sus pies, curtidos por los viajes que hacía desde su casa a los puertos de Sidón, estaban completamente desnudos. Llevaba además una bolsa con algunos panes, frutas secas, un poco de agua en un viejo pellejo de cabra y un manto grueso que le servía tanto para comer como para dormir.
El camino se presentaba amigable en su primera parte, luego habría de atravesar una extensa zona de dunas, aunque nunca se separaría más allá de unos trescientos metros de la costa del mar Grande, no habría de contar con reparo a los rayos del sol ni agua potable. El recorrido le demandaría unos tres días para cubrir los sesenta kilómetros que separan a Sidón de Tiro.
Habiendo cubierto más de una tercera parte del viaje, Justa sentía ya los efectos del cansancio y las altas temperaturas. Cada tanto se detenía para descansar, su mente la invitaba a hacerlo durante largo rato aunque era su corazón el que prevalecía: empujada por el amor a su pequeña, tomaba fuerzas de donde no las había y no perdía más tiempo que algunos escasos minutos. Sus pies por muy curtidos que estaban sentían el rigor de la caminata y habían empezado a sangrar. Esto tampoco impediría que esa mujer llena de fe continuara, pues cortando algunos girones del manto que llevaba en su bolsa se había vendado suficientemente los pies como para permitirle seguir caminando.
Más de tres horas de peregrinación a través de unas áridas dunas la habían llevado al borde del desmayo, apoyada sobre un pequeño madero que había tomado como bastón pensaba que su fin había llegado. Ya no podría seguir, su ánimo inquebrantable hasta ese momento estaba jaqueado por los límites que le imponía su frágil cuerpo. ¿Qué sería de su hijita amada? Ya no se preocupaba por su propia vida, era la salud de Sahira lo único que la sostenía en pie. Una última exhalación de su espíritu subió hasta sus resquebrajados labios.
—Dios de los israelitas, no abandones a esta indigna sierva tuya. No te pido por mi vida, sólo te pido que me des fuerzas para buscar ayuda para mi hija —susurró Justa, caída de rodillas, su cabeza colgando hacia abajo y sostenida con ambas manos sobre el rústico bastón. En ese momento sintió un soplo de aire fresco sobre su cuerpo, levantó su cabeza y después de secar las lágrimas de sus ojos pudo ver con claridad unas palmeras que recortaban el horizonte de aquel páramo. Como si esa brisa fresca hubiera penetrado en su interior regenerando su alma desgastada, se puso en pie y caminó decidida hasta los árboles. Grande fue su alegría al ver un pequeño estanque de agua fresca en el que podría renovar sus fuerzas.
Al poco tiempo llegó hasta el frondoso paraje una caravana de fenicios que se dirigían hacia Sarepta. Los hombres informaron a la mujer que Tiro se encontraba a tan sólo media hora de camino. Justa sin perder un segundo más de lo necesario para reponer sus energías recorrió el postrero trecho de su esforzado viaje. Ya habiendo entrado en la ciudad, se dedicó a consultar sobre el paradero de este profeta llamado Jesús. No le fue muy difícil dar con él, puesto que ya hacía algunos días que estaba en la región y se había corrido la voz sobre sus enseñanzas y sus milagros.
Después de seguir las indicaciones de un pequeño de ojos azules y cabello enrulado, que dijo haber visto al ansiado Maestro al sur de la ciudad, llegó hasta una zona poblada de casas de una y dos plantas, apareadas de tal manera que parecía tratarse de una sólida y única construcción. Los frentes que daban hacia la calle conformaban una extraña unidad, como la de una trama de un colorido tapiz, tan sólo interrumpido por pequeñas ventanas que en su mayor parte estaban tapadas por viejos postigos de madera. La tarde se presentaba húmeda y fría. Una suave neblina, el empedrado de la calle húmedo y la oscuridad de una incipiente noche que le ganaba la pulseada a los últimos resplandores de sol, componían un cuadro decididamente triste.
Justa sintió por algunos interminables instantes que se había equivocado en haber dejado a su pequeña, buscando la ayuda de alguien tan lejano como desconocido. Además todas sus esperanzas estaban puestas en la referencia que le había dado un extraño allá en el pozo. Cuando casi había tomado la decisión de abandonar esa quimérica empresa se encontró con una comitiva de unos quince hombres que se disponían a entrar en una casa de dos plantas. En medio de ellos se distinguía un hombre de mediana edad, esbelto, cabellos largos que caían sobre sus hombros y barba no demasiado extensa. Por la manera de hablar y gesticular era sin duda el jefe de aquel numeroso cortejo. Como se hallaba hablando con sus compañeros de cara hacia donde se encontraba Justa, pudo reconocer una especial profundidad en su mirada.
—¿Está entre aquellos hombres uno al que llaman Jesús? —preguntó Justa, algo inquieta, a una mujer que miraba desde el otro lado de la calle.
—Sí, aquel del manto de lino color borravino. Algunos le llaman “Jesús, el Nazareno” —señaló la joven, extasiada por tener frente a ella a aquel hombre del que toda la ciudad estaba hablando.
Una mezcla de felicidad y de angustia oprimió su corazón. La felicidad de encontrar al hombre por el que había transitado caminos tortuosos y la angustia que le causaba la sola posibilidad de que no pudiera ayudarla. Justa, sobreponiéndose al miedo que la paralizaba, no perdió un instante. Comprendió que Jesús estaba por entrar a una casa de la cual no sabía cuánto tardaría en salir. Su hija demandaba una solución inmediata. Cruzó la calle gritando para llamar su atención.
—¡Señor, hijo de David! ¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí!
Jesús ni siquiera la miró, cualquiera que hubiera estado allí habría dicho que no la escuchó, lo cual, sin duda, era imposible, pues los gritos que profería la cananea eran tan fuertes como conmovedores. No sólo la ignoró sino que además continuo dialogando con sus discípulos mientras ingresaba a la casa. La mujer no se dio por vencida, continuó buscando la atención del Maestro.
—¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí! ¡Mi hija está gravemente enferma, ni los doctores ni los sacerdotes han logrado curarla! ¡Dicen que está endemoniada!
Tal era el griterío desesperado de la mujer que Pedro no aguantó más e intercedió.
—Maestro, por qué no prestas oídos a esta mujer. Está haciendo un griterío tal que todos vendrán aquí y no podremos estar tranquilos. Por favor atiéndela y de ese modo podremos despedirla —suplicó aturdido, Pedro.
—No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel —respondió tajante, Jesús. Luego giró dándole la espalda a Pedro y a Justa. Avanzó unos cuantos pasos lentamente.
¿Habría juzgado equivocadamente, como una señal, el encuentro con el joven en el pozo? Pero aquel profeta, del que hablaba toda la ciudad y que había realizado tantos milagros entre los pobres, no podría rechazarla sin piedad. ¿O este hombre sería una nueva decepción como lo fue el sacerdote del templo de Eshmún? Sin embargo, la mujer no estaba dispuesta a resignarse. No había padecido tantos sufrimientos en su viaje como para entregarse tan fácilmente. Aún en esa situación tan desfavorable había algo en su interior que la impulsaba a continuar pidiendo auxilio. Corrió hasta alcanzar a Jesús y se postró a los pies del profeta.
—¡Señor, ayúdame! —sollozó frente a él.
Jesús detuvo su andar, puso su mirada fija en la mujer que postrada ante él lloraba con lágrimas sinceras y ni siquiera se atrevía a levantar su cabeza. La mirada de Jesús se había reblandecido, la fe de esa pagana lo sorprendió, incluso lo conmovió. No obstante quiso probarla un poco más.
—Deja que se sacien primero los hijos. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos —dijo Jesús, con voz suave pero con la autoridad suficiente para poner las cosas en su lugar.
Es cierto que la mujer padecía, en su hija, la necesidad urgente de una cura que hasta ese momento hombre alguno había conseguido, sin embargo la misión del Nazareno distaba mucho de tener como objetivo principal el curar enfermos y expulsar demonios. Jesús había sido enviado por el Padre para buscar, sanar y recobrar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, no podía por tanto distraer sus energías con los paganos. La voluntad de su Padre estaba por encima de cualquier idea propia.
Justa, con toda humildad, se levantó apenas, lo suficiente como para poder ver el rostro del Maestro. Sus lágrimas colgaban de sus mejillas, sus ojos transmitían todo su sufrimiento pero también había una luz que brillaba avivada por la llama de la esperanza, rebelándose, obstinada, a su destino desgraciado. No fue la intención de la mujer cananea, mostrar su rostro sufriente ante el Señor, sino más bien escrudiñar en aquella expresión de convicción severa alguna fisura de bondad o misericordia.
—Señor, que también los perritos comen bajo la mesa, las migajas que caen de las manos de los hijos —señaló, con sagacidad, Justa.
Jesucristo, sacudido por la humildad, la insistencia y la fe de la mujer pagana suspiró profundamente. Esbozó una sonrisa casi imperceptible, mezcla de satisfacción y compasión, asombro y alegría. Se reclinó sobre sus piernas quedando en cuclillas frente a ella. La tomó de ambas manos y le dijo:
—Levántate, hija mía.
Justa se puso en pie. Se secó, con las mangas de su túnica, las lágrimas que aún fluían generosas. Su garganta anudada por la emoción no consiguió emitir sonido alguno. Miró al Señor segura de que su misericordia no podría dejarla con las manos vacías. Sus manos aferradas a las del Maestro se negaban a soltarlo, rechazando la idea de una respuesta negativa.
—Mujer, grande es tu fe. ¡Que te suceda como deseas! —exclamó Jesucristo.
La cananea cayó a sus pies, sollozando de alegría. Su fe era tan grande como lo suponía el Señor. Al instante de escuchar las anheladas palabras en boca del Maestro supo que su hija sería liberada.
Sesenta kilómetros al Norte, en el mismo momento que Jesús accedió a las demandas de su mamá, Sahira se retorció en su lecho, profirió un espelúznate grito y se incorporó. Abrió los párpados y sus ojos estaban blancos como la nieve. Sus cabellos se erizaron como movidos por un viento huracanado. Extendió los brazos con las palmas hacia el cielo. Un estruendo resonó en la habitación. De pronto, durante algunos segundos, el aspecto de Sahira fue más parecido a una mezcla de perro y dragón, que al de una dulce niña. Luego, cómo si el horrible monstruo hubiese sido arrancado de la piel de la pequeña, el aspecto de Sahira volvió a la normalidad. Empapada de sudor, despeinada, agotada hasta el extremo, cayó de espaldas sobre los lienzos de su cama. A pesar de su cansancio, era la felicidad lo que la mantenía despierta. La pesadilla horrible había terminado. Sahira se alegró, no dudó un instante que la causa del fin de su tormento se debía a aquel viaje que había emprendido su abnegada madre.
La tarde caía pintada de un hermoso color rosa que se recortaba sobre las mullidas nubes blancas. Pequeños haces de luz le ganaban la puja a los nimbos que se esmeraban por ocultar el sol antes de la hora indicada. Justa bajaba presurosa de la última duna que la separaba del anhelado reencuentro con su pequeña. Ya no importaban el agotamiento de un viaje aplastante, las heridas sangrantes de sus pies vendados, las pruebas de fe por las que había atravesado. Lo único importante era comprobar con sus cinco sentidos aquello que era certeza en su corazón.
La visión entorpecida por las lágrimas cristalinas y abundantes no le impidió ver a Sahira saltando en el terrado de su humilde casa. Unos pocos metros recorridos frenéticamente fueron el postrero escollo de un abrazo eterno. Un abrazo del alma. Un abrazo de fe. Un lazo indeleble entre Justa, Sahira y Jesucristo.


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lunes, 22 de junio de 2009

Noche de tango, luna y misterio



¡No, qué lotería ni ocho cuartos! No me gané ni un mango. ¿Sabés por qué estoy feliz? Dejame que te cuente. La semana pasada anduve un poco ansioso. No veía la hora de que llegase el sábado. Cuando el Negro Flores me contó que en el club Sunderland, ese de Villa Urquiza, tenían un cantor nuevo que (a pesar de sus veinte pirulos) la rompía, me agarró como una necesidad insoportable de ir a escucharlo. ¿Por qué tanta desesperación? Vos sabés el amor que tengo por la música. ¡Bah! ¡Mi vida es la música! Me conocés bien: profesor de música en el Normal 25, coleccionista de discos de tango y jazz y, además, compositor de algunos tanguitos y milongas. Vos escuchaste y podés dar fe que alguna que otra de mis creaciones no tiene nada que envidiarle a las de Lepera o Contursi, ¿verdad?



Sábado 4 de abril de 1946, pleno otoño pero ni un poco de frío, ni viento había. La noche estrellada mostraba un rostro triste, salpicado por infinitas lágrimas blancas. La luna se erguía dominante sobre los demás astros, casi que me parecía estar viendo aquel medallón de plata que mi vieja adoraba y que le había regalado, como legado familiar, mi abuela Palma. ¡Qué nochecita! No me olvido más. Se ve que las musas de la canción arrabalera, diligentes como nunca, armaron el escenario para la gran velada. Pero, bueno, la cosa es que esperaba al Negro en la puerta de casa. Eran las ocho y veinte, ya llevaba media hora sosteniéndole la vela. Cada tanto ensayaba, como para distraerme, un silbido, algún que otro tarareo. Siempre me hace lo mismo el Negro, viste cómo es de rompe con la pilcha, se la pasa pontificando: “Para que el jetra te quede pintado, lo tenés que planchar vos mismo, porque tu vieja será experta planchando pero el jetra para la milonga es otra cosa, es como una parte de tu cuerpo, y al cuerpo lo limpia y lo cuida uno mismo”. Ni hablar del almidón para que el cuello quede como una tabla. ¡Ay, Dios! ¡El almidón! Yo lo respeto, no te voy a decir que no, pero a mí las pilchas me las plancha la viejita. Igual, por mí que haga lo quiera; pero si trabajás hasta las seis y después tenés que bañarte, empilcharte y plancharte la ropa… ¡Y sí, qué querés! Llegás a las mil y quinientas.
Un día me cansé y le solté que debería conseguirse una minita que completara todo formulario de requisitos para tareas de esposa, pareja de baile y demás menesteres que exige el corazón. Le dije que su vida desorganizada pedía a gritos una mujer que pusiera las cosas en su lugar. “¿Y la tuya no?”, me respondió tirando la pelota al lateral. “¿La mía qué? ¿Estás loco? Yo estoy para otras cosas. No puedo construir mi carrera de músico, de artista lírico, de compositor inspirado, con la rutinaria obligación de parar la olla. Cómo garabatear, en pentagramas tangueros, versos de amores no correspondidos, pasiones que incendiarían bosques enteros, promesas de fidelidad eterna, con un par de pequeños hombrecitos demandantes colgados de mis brazos. No, señor, el amor no ha sido destinado a pasar por mi cuore. No estoy hecho para transitar por el amor, sino para escribir inspiradas crónicas musicales sobre él.”
La hora que marcaba el reloj me cacheteó impiadoso, sacándome de mis meditaciones. Dos o tres veces me comí el amague, pero siempre el que venía era cualquiera menos el Negro. Por fin, cuando estaba por reventar de bronca, dio vuelta a la esquina.
—¿Qué hacés, Tito? —saludó con desfachatada indiferencia.
—¡Hace cuarenta minutos que te estoy esperando! —le descargué sin misericordia.
—Lo que pasa es que fui a buscar al Tano.
—¿Y el Tano dónde está?
—Eh… no… es que no podía… tenía que ayudar al viejo en el almacén.
—Sí, claro, la culpa es del Tano —le mandé la estocada, como para que no piense que soy tan gil—. ¡Vamos que ya es tardísimo! —concluí y salimos rajando.
Caminamos tres cuadras hasta la parada del tranvía. El 96 nos dejaba bárbaro, era un poco calesitero, pero corríamos con la ventaja de que después solo debíamos caminar un par de cuadras. ¡Veinte minutos! Veinte minutos tardó en llegar el condenado tranvía. Yo creo que se había gestado una especie de complot en mi contra: alguien quería evitar que llegara a tiempo para escuchar al cantor nuevo. Finalmente, la mole de fierro y madera apareció arrastrándose sobre las vías. El Negro, que no puede evitar peinarse el jopo todo el tiempo, aprovechó, en cuclillas, lo pulidas que estaban. Como tres cuadras antes, yo empecé a levantar la mano para pararlo. Subí los dos escalones de un solo salto.
Ya ubicados en los últimos asientos, nos trenzamos en una ardua discusión.
—¡La orquesta de D’arienzo es lo más grande que hay, viejo! —disparó el Negro, abriendo el fuego.
—¿Otra vez con la misma canzoneta, Negro? Como la de Troilo no hay. El gordo derrama desde su bandoneón el señorío espiritual, la riqueza de una gama emocional que vibra con idéntica intensidad en lo romántico y en lo compadre —contraataqué, refregándole en la cara mis conocimientos.
—Lo que pasa es que a vos, como no sabés bailar o no te gusta (no sé), el ritmo te importa un bledo, y el gordito al segundo compás te plancha, Tito. ¡Te plancha!
—¡Ah, claro! Ahora a la buena música la llaman aburrida. Por favor. ¡No seas ridículo, Negro! Andá a estudiar música y después hablamos —lo paré en seco.
La discusión se iba acalorando: “Que vos no entendés nada”, “Que vos sos un insensible”. Llegué a pensar, cuando le dije que D’arienzo era burdo y demagogo, que nos íbamos a las manos. Menos mal que en ese momento el tranvía dobló por Acha, y el crujido habitual de la carrocería nos anunció que era hora de bajar. Antes que mi amigo pudiera pestañar, yo estaba parado junto a la puerta. Nos descolgamos del tranvía en movimiento. Menos mal que esa noche no había rocío ni llovizna porque a la velocidad que me largué hubiera patinado hasta la General Paz. Caminamos desde Acha y Congreso hasta Lugones. Nos cruzamos con dos rubias infernales emperifolladas hasta la manija, probablemente para una fiesta de casamiento. El Negro amagó con ir a chamullarlas, aunque la cara que le puse lo convenció de enfilar derecho para el Sunderland.
Nos acercamos hasta una pequeña mesita ubicada en la entrada del gimnasio. Sentado detrás, un gordito de cachetes colorados, nos extendió la mano con los boletos de entrada.
—¿Son dos nada más? —preguntó.
—Sí. Pero primero le hago una pregunta.
—Dos —me respondió. Encima de la calentura que tengo, pensé, me sale con esa respuesta boluda.
—¿No canta el pibe este nuevo?
—¿El nuevo? —dijo pensativo—. ¡Ah! ¡Sí, sí!
“Menos mal”, pensé, aunque ahí nomás agregó:
—Sí, sé a quién se refiere. Pero no, recién la semana que viene canta acá.
—No te digo que es un complot, parece que voy a tener que esperar otra semana —le dije al Negro, y casi sin respirar le pregunté al gordito—. ¿No sabe dónde canta hoy?
—Creo que en el “Sin rumbo” —me contestó sin mucha convicción.
—¡Sí! ¡Hoy canta allá! —saltó un mozo que pasaba por atrás y venía chusmeando la conversación.
—¿Dónde queda el “Sin rumbo”? —pregunté, al tiempo que me percataba de que estaba formulando una pregunta más de las que me había ofrecido.
—Tamborini al 6100, una cuadra antes de Constituyentes.
—¡La Siberia! —gritó el Negro—. Estamos como a quince cuadras.
—¡Tomemos un taxi! —imploré—. Si no, no llegamos más.
—Sí, por favor vamos —adhirió el Negro.
Volvimos hasta la avenida Congreso, de lo contrario habríamos esperado en vano que pasase algún taxi. Ahora sí tuvimos el primer golpe de suerte de la noche. Apenas nos acercamos a la esquina de Lugones y Congreso, descubrimos que a cincuenta metros venía yirando un Ford A. El Negro estiró el brazo agitándolo nerviosamente sobre su cintura y gritó:
—¡Ahí viene uno!
Cuando nos vio hizo una seña con las luces y apuró levemente su marcha. Manejaba un viejito de bigotes y pelo canoso. La cara del tachero me anunció de inmediato que la travesía sería un eslabón más de la interminable cadena de retrasos. “Apenas” veinticinco minutos “bastaron” para estar en las puertas de la milonga tan deseada.
El Negro, que había juntado la plata en el tranvía, pagó las entradas mientras yo pasaba rápidamente para buscar una buena ubicación. Me sorprendí al ver el piso de baldosas, yo tenía entendido que había tierra apisonada. Después me enteré de que hacía un año habían organizado una rifa y una kermés para juntar el dinero de la construcción. La disposición en forma de damero le daba al lugar un toque de elegancia. Al fondo emergía de entre las mesas y la gente, lo suficiente como para que el show se viera desde todos lados, un escenario de madera de aproximadamente un metro de altura. Había un micrófono, un par de bocinas de tamaño considerable y una banqueta de madera, de esas altas que se usan en las barras de los bares y que son muy populares entre los cantores noveles que adolecen de manejo escénico. Atrás se había ubicado el sonidista con sus armatostes, cables y pitutos (para este tipo de ocasiones, los cantores se valían, por razones económicas, de grabaciones de orquestas).
“Todo muy lindo, pero… ¿el cantor dónde está?”, pensé. Nuestro segundo golpe de suerte de la noche diluyó un nuevo ataque de nervios: aunque el lugar estaba lleno, conseguimos ubicarnos en una mesa del medio para delante. Se acercó el mozo, un pelado regordete con mostachos graciosos y nariz colorada. Traía una bandeja en la mano derecha y un repasador colgando del brazo izquierdo, que mantenía flexionado sobre su prominente barriga:
—Buenas noches. ¿Qué se van a servir?
—Yo quiero un porrón —se apuró el Negro.
—Lo mismo —dije y me apuré a preguntarle antes que se fuera—: Jefe, discúlpeme… ¿Y el cantor?
—Ahí está, sentado en aquella mesa al lado del escenario. Yo creo que ya va a subir.
En la mesa que me señaló había un muchacho flaco, medio rubión tirando a coloradito; de pelo apenas crespo, peinado hacia atrás, con amplias entradas en los costados y un pequeño jopo sobre la frente amplia; bigote delgado, cortado a la italiana; cara alargada; calzaba impecable traje negro y zapatos brillosos, lustrados con esmero: facha de galán. Estaba sentado de costado, mirando sin ver, con el brazo derecho apoyado sobre la mesa, cruzado de piernas y tomando una cerveza. No lo acompañaba nadie. Se lo veía tranquilo, pitaba un cigarrillo, parecía disfrutar el momento. Se le acercó un hombre y le susurró algunas palabras al oído. El muchacho, cortés, asintió con una sonrisa, esperó que lo presentaran y luego subió al escenario. Se ubicó delante de la banqueta, sin sentarse, acomodó el micrófono a su altura, golpeó levemente sobre el metal que lo recubría para verificar que funcionase. De las bocinas salió un toc toc grave que confirmó la actividad del receptor.
—Tengan ustedes muy buenas noches. Voy a interpretarles un pequeño repertorio que preparé para esta velada especial. Lo dividí en dos actos de cinco piezas cada uno. Para comenzar cantaré un tango al que, como ustedes notarán, he realizado una pequeña modificación de la letra y que va dedicada a los amantes de este barrio. Bueno, si el director lo desea, que suene la música.
—¿Este es extranjero, Negro?
—A mí no me parece, che.
—Y, la verdad que no.
El gran momento había llegado. La noche, el barrio, el club, la gente, las luces de colores y los primeros compases emitidos por las viejas bocinas, dieron a luz una velada inolvidable.

N “Un pedazo de barrio, allá en Urquiza,
durmiéndose al costado del terraplén.
Un farol balanceando en la barrera
y el misterio de adiós que siembra el tren.
Un ladrido de perros a la luna.
El amor escondido en un portón.
Y los sapos redoblando en la laguna
y a lo lejos la voz del bandoneón.

Barrio de tango, luna y misterio,
calles lejanas, ¡cómo estarán!
Viejos amigos que hoy ni recuerdo,
¡qué se habrán hecho, dónde andarán!... ”


La voz grave, potente, se deslizaba sin dificultades entre la elegante y vivaz armonía de “Barrio de tango”. Quedé preso de una fascinación sin retorno: la expresividad de aquel fraseo tan particular; la increíble habilidad de repartir armoniosamente en la estrofa su canto afinado. ¡Ay, mamita! ¡Qué manera de recitar mientras cantaba! Qué más le podía pedir a esa gloriosa noche? Valió la pena sufrir durante una semana, para que ahora fuera todo gozo. Pero los ángeles del arrabal me tenían preparada una sorpresa más.
Fue en ese momento, mientras sonaba el último rezongo del bandoneón y nos enrojecíamos las manos para premiar al pibe —¡que de verdad la rompía!—, en ese segundo milagroso en que me di vuelta para agradecerle al Negro por haberme llevado, fue ahí cuando la descubrí. Sí, sentada a cinco pasos de mi fracasada vida afectiva, ahí estaba ella con su sonrisa inmaculada, sus cabellos que reflejaban la luna, la hermosura de su rostro, esa hermosura que derritió el témpano que envolvía mi corazón. El pibe, como cómplice pícaro de Cupido, sacudió impiadoso otro flechazo melódico. En un segundo se me habían ido al carajo mis ridículas teorías sentimentales. Me juzgué, ante la belleza de aquella morocha, un estúpido con ínfulas de psicólogo barato. Pero Dios me revelaba que es imposible escribir sobre el amor sin haber amado. Es imposible referirse a él si no experimentaste los trastornos corporales de un encuentro o la angustia que provoca el sólo pensar en la posibilidad de una atracción no correspondida.

N “Muñeca, Muñequita papusa,
que hablas con zeta,
Y que con gracia posta batís mishé,
Que con tus aspavientos de pandereta
Sos la milonguerita de más chiqué;
Trajeada de bacana bailas con corte
Y por raro esnobismo tomás frizzé,
Y que en un auto camba de sur a norte,
Paseas como una dama de gran cachet.”

¡Gracias, muchacho, por haberle puesto a este tango ese acento varonil, vigoroso y atrevido!, porque cuando ella me miró y me sonrió tuve el ímpetu necesario para sostenerme firme en mi propósito. No creo que haya tenido demasiada dificultad en notar que la contemplaba cautivado. Pero aquella risita pícara compartida con sus amigas y esas delicadas mejillas ruborizadas, súbitamente me fueron esquivas. ¡Ay! ¡Qué dolor para mi alma! Cómo soportar aquel desencuentro, aquel impiadoso desaire.
Pero la fe sustentada por un tango oportuno y estimulante me arrancó de mi silla. Tan cerca y tan lejos estaba. Tan acompañada y tan sola. Tan inocente y tan fatal. Caminé trastabillando, rezándole a Dios para no ser rechazado. Su fugaz indiferencia, eterna para mi ansiedad, se quebró cuando su hermosura volvió a llenar mis ojos. No dudé, le disparé, veloz, mi invitación formal para bailar: sólo un leve pero decidido cabezazo. El tiempo se detuvo, encajado en una simple determinación. Únicamente escuché la irónica mueca que me arrojaba el destino en la voz varonil de nuestro tanguero:
N “Yo no quiero que nadie a mí me diga
que de tu dulce vida
vos ya me has arrancado.
Mi corazón una mentira pide
para esperar tu imposible llamado.
Yo no quiero que nadie se imagine
cómo es de amarga y honda mi eterna soledad,
en mi larga noche el minutero muele
la pesadilla de su lento tic-tac.

Ver su sonrisa resultó un antídoto poderoso para recuperar mi respiración. Se acercó a mí, provocando en mi corazón una sucesión incontenible de latidos alocados. Tomé su mano delicada como el cristal.
—Hola —alcancé a decir.
—Hola —dijo con su vocecita melodiosa.
No pronunciamos más palabras. Roberto interrumpió nuestro primer intercambio:
—Quisiera ahora dedicarle esta canción a todos aquellos que todavía creen en el amor. Una canción que el gran Carlitos nos regaló en todo su esplendor. ¡Disfrútenla! —anunció, desvirtuando mi idea acerca de su inoportuna interrupción.

N “Acaricia mi ensueño
el suave murmullo
de tu suspirar.
Cómo ríe la vida
si tus ojos negros
me quieren mirar.
Y si es mío el amparo
de tu risa leve
que es como un cantar,
ella aquieta mi herida,
todo, todo se olvida…

Desde el primer movimiento fuimos un solo cuerpo desplazándose prodigiosamente al compás de “La noche que me quieras”. No quebramos con palabras la pasión que había en nuestras miradas. Pude sentir su jadeo perturbador, disfrutar del aroma sensual de su perfume, conocer la profundidad de aquellos hermosos ojos, dejarme seducir por sus labios, cautivarme con sus cabellos oscuros y sedosos, trastornarme por la sinuosidad de su figura.
Pensaba sólo en amarla y ser correspondido. Pero… ¿cómo ir tan rápido? ¿Se puede amar a alguien en tan pocos minutos? ¿Se puede amar a alguien para siempre? ¿Cómo enfrentarse a una decepción habiendo amado de esa manera?

N La noche que me quieras
desde el azul del cielo,
las estrellas celosas
nos mirarán pasar.
Y un rayo misterioso
hará nido en tu pelo,
luciérnagas curiosas que verán
que eres mi consuelo.

¡Qué importa! El amor es así, irracional, pasional, inesperado. Es una química insospechada entre los seres, una mezcla de espíritus que emerge desde lo profundo de sus existencias. ¡Qué importa si ese momento dura segundos! Es la intensidad, la lozanía, la transparencia lo que le da su valor y su inmortalidad.

N “El día que me quieras
no habrá más que armonía.
Será clara la aurora
y alegre el manantial…

Esa noche de trama impensada en su comienzo, selló mi vida con tres amores que perdurarían inmunes al paso de los años. Nada hubiera sido posible sin el marco adecuado, no habría magia sin esa velada en el “Sin rumbo”. No me habría enamorado de Malena de no haber sido por la ayuda de aquel pibe cantor, que supo guiarme, aconsejarme y regalarme los tangos más oportunos que artista alguno haya entonado a favor del nacimiento de un amor eterno. Cómo no quedar agradecido de aquella voz que puso en cada estrofa un hondo sentimiento, la pintura arrabalera y el semblante compadrito. Cómo no agradecer a aquel inesperado intérprete extranjero...
¿Extranjero? ¡No! Bien porteño. ¡Gracias, Polaco!

Chan chan



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