Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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jueves, 1 de diciembre de 2011

El jamón

Autor invitado: Alejandro Pérez            

           En casa de los Martínez, desde que se acabaron las horas extras, la madre recosía la ropa de todos y cocinaba con poca carne y pescados baratos. Carlos, el hijo mayor, era becario de Filología Inglesa en Oxford. Salvador, el pequeño, hacía el bachillerato; sin pretenderlo, fue enterándose de lo que pasaba a su alrededor.

          Los padres, antes de los veranos y las navidades, aprovechando cualquier oferta del súper, compraban un jamón: el más pequeño del lote, sin marchamo ni etiqueta, para que costara poco. Lo colgaban en la viga más alta del sótano, y a esperar.

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viernes, 18 de noviembre de 2011

El Negro y Cacho

Autora invitada: Lorena Rodríguez

Alberto y José son amigos desde la niñez y del barrio. Compartieron juegos, novias y los primeros sueldos. Crecieron y se fueron a estudiar a la ciudad. Se recibieron, se casaron, llegaron las suegras y felizmente también los hijos.

Les gusta ir a pasear juntos y solos. Nada de mujeres, ni cubiertos ni ensalada. Las cañas y un churrasco es todo lo que precisan. Se suben a uno de los autos, mate en mano y emprenden el viaje a cualquier laguna. No charlan demasiado, pero cada tanto se confiesan algún berrinche de sus esposas o un disgusto con los hijos adolescentes. Por supuesto, jamás se menciona lo que sienten, tan solo exponen los problemas que el otro da por sentado y comparten callados.

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martes, 30 de agosto de 2011

Desolada

Autor invitado: Américo Treminio Cantarero de Nicaragua
Había empezado a clarear, el sol desperezado bañó con sus primeros rayos aquel poblado semiderruido, filtrándose por los resquicios de cartón, por las perforaciones de las latas sarrosas que conformaban el techo, asomando atrevidamente su faz luminosa entre las rendijas de la madera rendida, por donde empezaba a escapar el olor de un café de segunda hervida y el eco de una oración infinita saltando las cuentas de un rosario interminable.

En el fogón la leña chisporroteaba, gestando una flama azul que al parir dejo flotar una llama lúcida, desesperada, que inevitablemente chocó con el fondo tiznado, suicidándose en el acto con el baño de café que harto de hervir a fuego lento salto por los linderos de la porra.

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jueves, 26 de mayo de 2011

La furia es un enojo exagerado

de un escritor invitado: Cirilo Guillermo Lucero

Mi hermana Segismunda está que bufa. Le salen chispas por los ojos. Entró pateando el perro que estaba echado a la entrada de la puerta. Ni el gato se salvó; le puso con el bolso por las costillas, y el pobre pegó un salto y casi queda colgado del techo. No me animé a preguntarle por mis caramelos, así que le pregunté la causa de su enojo; me miró como vaca brava y me dijo: a usted que le importa mocoso de mierda. Le pregunté por preguntar porque yo se bien lo que le pasa. La Juliana, que vive acá al lado, le ha asegurado que su marido le pone los cuernos. Yo estaba atrás del cerco cuando se lo dijo. Pero me hago el sota aunque me diga mocoso de mierda, total, mientras me siga trayendo caramelos cuando está de buenas… Me imagino la que se arma cuando venga el Pedro. Pedro es su marido. Siempre se hace el bolu cuando ella lo encara con los celos.

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viernes, 29 de abril de 2011

Teoría: GUIONADO DE TEXTOS

Guiones de diálogo


1. El guión largo (—) sirve generalmente para indicar tanto las intervenciones o parlamentos de los personajes (guiones de diálogo) como los incisos del narrador. En el primer caso, el guión va pegado a la inicial de la palabra con la que comienza el parlamento, con la sangría de la primera línea del párrafo (es decir, texto «entrado»). En el segundo caso, va precedido de un espacio cuando comienza el inciso, y seguido de espacio cuando termina (este último guión sólo se emplea cuando el inciso está dentro del parlamento; cuando está situado al final nunca debe cerrarse: véase, más adelante, el punto 1.9). Estos diez ejemplos recogen sus usos más frecuentes:



—He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer. [1]



—Oh, gracias. Muchas gracias por sus palabras —murmuró Jacqueline. [2]



—Somos muchos de familia —terció Agostino— y trabajamos todos. [3]



—Seguro que, a la larga —replicó Carlota con decisión—, todo se arreglará. [4]



—¡Sophie, vuelve! —insistía Stingo—. He de hablar contigo ahora mismo. [5]



—¿Y tú qué entiendes de eso? —saltó Stephen—. No has leído un verso en tu vida. [6]

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martes, 19 de abril de 2011

El señor Medina

Un cuento de Iris Rivera
El señor Medina fue aprendiendo a medir las palabras. Estaba orgulloso porque nadie le enseñó. Aprendió solo, de inteligente que era nomás.

Está bien que no aprendió enseguida, ni fácilmente. Le costó mucho, años le costó… sufrió equivocaciones, cometió graves errores que luego tuvo que lamentar, pero el tragaba saliva y se decía:

- ¡Atención Medina! Esta vez mediste mal, la próxima no te tiene que pasar.

Y trataba que la próxima vez no le pasara.

El señor Medina siempre llevaba en el bolsillo la cinta métrica. El padrino se la había regalado de chico, porque todos en la familia tenían una. La cinta métrica era una tradición en la familia del señor Medina. Unos la usaban mejor que otros, pero todos la tenían. El padre había sido un gran abogado, la madre una gran profesora, tenía tíos empresarios, un primo periodista y hasta un pariente lejano que ocupaba un importante cargo público… y todos sabían medir las palabras.

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lunes, 21 de marzo de 2011

Bernardo y la fiera del riachuelo (versión revisada)



de Juan Manuel Giaccone (escritor invitado)

PRIMERA PARTE

Cuenta la historia que Bernardo caminaba a la vera del riachuelo hasta que, repentinamente, tropezó con una espeluznante figura.
—Grrr… —bramó la bestia como un toro, escarbando el suelo con las patas.
¡Era la fiera, la fiera del riachuelo! Él estaba al tanto de su particular existencia pero, por los medios televisivos, se decía que habitaba territorios remotos, entre las montañas de Afganistán. Es más, muchos seguidores de la gran bestia deforme sostenían que la cruel guerra rusa—afgana había tenido su origen por culpa de la fiera: muchos opinaban que poseía poderes paranormales y que hasta había convertido montañas rocosas en castillos medievales. La CIA lo investigaba, también la Gestapo: Hitler había escrito innumerables artículos en su favor, alegando que la bestia pertenecía a una raza superior, inclusive, a la mismísima raza alemana a la que pertenecía. Walt Disney había hecho lo suyo pero se dio por vencido y suplantó a la bestia por otros personajes que con gran éxito lo soplaron a la gloria. En fin, la fiera era popular, muy temida pero amada, también odiada y respetada, esa fiera era más famosa que el mismísimo chupa-cabras.

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viernes, 4 de marzo de 2011

Recién nacida

Cuento de Rolando Revagliatti

Mi papá está preso. En La Plata. Porque mató a mi mamá, siempre me acuerdo. Yo estoy acá, vivo con una señora. En el barrio nos llevamos bien con todos. La señora es muy religiosa. A veces conmigo se pone un poco pesada con eso. Tiene un negocio. No sé, afuera. Yo acá hago las compras, ayudo, voy al colegio, pero me cuesta el colegio. Un día la maestra hablaba de los planetas y me preguntó en cuál estábamos. En Marte, le dije. Y las chicas se rieron. La maestra me retó, creía que yo hacía chistes, que me burlaba. Los del colegio, me mandaron con una señorita, una señorita especial. Y me mostró unas láminas, unos dibujos.

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lunes, 14 de febrero de 2011

Cuando todo brille


Cuento de Liliana Heker

Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.

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lunes, 7 de febrero de 2011

Casa tomada

de Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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jueves, 3 de febrero de 2011

El Regreso

de Alejandro Dolina

Li regresó a su casa después de largos años de ausencia.
En la China, las guerras son prolongadas y complejas.
Los ejércitos avanzan interminablemente, a veces sin encontrar enemigos, pues el Imperio es inmenso y la política es oscilante.
Las noticias viajan con extrema lentitud. Un correo puede tardar tres años, o diez, en recorrer el país de punta a punta. De este modo, los príncipes ignoran la suerte corrida por sus tropas y, por lo general, los ejércitos no regresan nunca o regresan cuando el príncipe que los mandó se ha pasado a otro bando, a otro parecer o a otro mundo.
El pueblo de Li era apenas una aldea sin nombre. Casi todos los hombres habían marchado a la guerra treinta años antes. Casi ninguno regresó.
Li podía considerarse afortunado. El solo hecho de no haberse perdido para siempre en el impiadoso desierto de la China central, o en el laberinto de ríos y canales en cuyas riberas se hablan cien dialectos diferentes, podía ser visto como un favor infrecuente del destino. Pero tal vez Li no tenía por costumbre filosofar acerca de la alternancia de sucesos fastos y nefastos. Para él, la vida era oscura, nebulosa, incomprensible, pero también fatal, incuestionable.
Cuando llegó al pueblo, estuvo a punto de pasar de largo. No es que hubiera cambiado mucho, pero después de treinta años de ausencia y de peregrinación por infinitas poblaciones, Li tenía ideas más bien confusas sobre su lugar de origen.
Por cierto, no reconoció a ninguna persona. Buscó su casa penosamente, en calles parecidas que morían en el río. En una de ellas reconoció un farol que en realidad había sido colgado mucho después de su partida. Llamó a la puerta y lo recibió una mujer fatigada por la pobreza. No hubo gestos de alegría ni de amor. Aquellos seres desdichados acataban las novedades con resignación, como sabiendo que cada una de ellas era el umbral de nuevos padecimientos.
Aunque el mecanismo de recordación de sus hijos estaba ligado al número tres, fueron cinco los que Li encontró en el regreso. Todos ellos eran hombres grandes que trabajaban la tierra, pero el menor ocupaba una ínfima función de limpieza en la administración provincial.
Li no trabajó. Se sentaba largas horas junto a la puerta de su casa y al anochecer comía en silencio, junto a su familia. Se acostaba temprano y jamás tocaba a su mujer. Muy de vez en cuando iba a la taberna y se emborrachaba con alcohol barato. A veces peleaba con otros hombres, sin razón alguna. Alguien le preguntaba:
-¿Tú eres el que ha regresado de la guerra? -Y él le rompía una jarra en la cabeza.
Un día su mujer se atrevió a hablarle.
-Marido mío, ya no procedes como antes de tu partida. Él dijo que no recordaba cómo procedía antes de su partida.
Hü era un mercader de la capital que pasaba cuatro o cinco veces al año por la aldea.
La mujer de Li, y algunas otras que esperaban a sus maridos, lo habían tomado como amante. Hü despachaba aquellos encuentros bajo la forma de efímeros temblores en la hierba nocturna. En verdad, no recordaba con entera precisión cuáles de aquellas mujeres eran sus amantes. Confiaba en que ellas se iban a cruzar en su camino y lo iban a arrastrar a la espesura, llegado el momento. Por eso se sorprendió cuando la mujer de Li corrió tras él en un callejón y le dijo agitadamente:
-Mi marido ha vuelto, ya no me tomes. -¿Quién es tu marido? -preguntó Hü.
-Se llama Li.
-Todos en la aldea se llaman Li.
-Él fue a la guerra y es el hijo de Li, el campesino.
-Seré discreto -dijo Hü. Y se marchó cantando una canción obscena.
La mujer de Li sentía, algunas noches, una oscura tendencia a desear que el hombre que dormía con ella fuera un impostor. Tal vez esperaba la llegada de otro Li, bajo la forma de un hombre joven y ardoroso. Mientras tanto, el propio Li solía preguntarse cómo había elegido para engendrar hijos a una mujer tan sombría.
Una tarde, enfurecido por la falta de leña, Li le reprochó a su mujer la promesa incumplida de su suegro de entregarle seis gallinas a modo de comisión nupcial. Ella no dijo nada, aunque creía recordar el solemne traspaso de un cerdo.
Años después, pasó por el pueblo Li T'ieh-kuai, o sea Li, el de la muleta de hierro, uno de los ocho inmortales. Los lugareños le dieron limosna y él se detuvo junto a un cedro, donde curó a unos ancianos enfermos con drogas mágicas. Al anochecer, encendió un fuego azul e hizo hervir allí un caldo cuyos ingredientes secretos lanzaban vahos inspiradores. Los dioses hacían a Li T'ieh-kuai unas oportunas revelaciones cuando el inmortal miraba el fondo del caldero. Un joven le preguntó qué era la vida. Li T'ieh-kuai hizo beber un poco de caldo a un gato negro. El gato murió y Li T'ieh-kuai dijo al joven:
-La vida consiste en no saber qué es la vida.
Alentada por un entusiasmo creciente, la mujer de Li se fue acercando al maestro y finalmente se atrevió a preguntar.
-Un hombre regresó a mi casa. ¿Es el mismo que se fue?
Li T'ieh-kuai miró el caldero y vio entre los vapores a Li, el verdadero marido de aquella mujer, muerto en la guerra un mes después de haber partido. También vio al hombre que ahora dormía con ella, tal como era en su juventud, recién casado con otra muchacha, en una casa parecida, en una calle que iba muriendo hacia el río.
Comprendió entonces la equivocación del que había regresado. Comparó los destinos posibles, las penas intercambiadas y vio el final de todos los caminos. Entonces dio a otro gato un poco de caldo. El gato murió.
-Todos los hombres que regresan es porque se han ido.
La mujer volvió a su casa y vivió largos años junto a Li. Después, todos se fueron muriendo. Hoy nadie los recuerda en aquel pueblo. Y a decir verdad, nadie sabe cuál era aquel pueblo.

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lunes, 31 de enero de 2011

Viejo con árbol

Cuento de Roberto Fontanarrosa

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

-Ojo con la vía íalertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

-No pasan trenes, casi ítranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

-¿No vino la hinchada? íya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejoí. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

-La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá íbromeó alguno.

-Por ahí es amigo del referí -dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha -casi a desgano, aprovechando para desperezarse- cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

-¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? -medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

-No ísonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatadoí. Música ídijo después, mirándolo de nuevo.

Algún tanguito? -probó el Soda.

-Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

-Pero le gusta el fútbol -le dijo-. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

-Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte -dictaminó después-. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

-Mire usted nuestro arquero -efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra-. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales -se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba-. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

-Vea usted -el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner- el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

-Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

-Y escuche usted, escuche usted... -lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido-... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

-Y vea usted a ese delantero... -señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado-... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

-¿Qué cobró? -balbuceó indignado.

-¿Cobró penal? -abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha-. ¿Qué cobrás? -gritó después, desaforado-. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

-...¿Y eso? -se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

-Y eso... -vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra-...Eso es el fútbol.

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miércoles, 26 de enero de 2011

El extraño



Cuento de H.P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras.
Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

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domingo, 23 de enero de 2011

El cuadro del Raulito



de Eduardo Sacheri

El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.

El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía... ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos... Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces...
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán!

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Aceite de perro



de Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las conse-cuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi pa-dre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte so-ga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendi-dos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permit-ían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi que-rida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban to-das las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

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viernes, 21 de enero de 2011

Las secretas razones de Helena

Cuento de Fernando Murano
Pintura de Rafael Muñoz Díaz

No hay ninguna razón que justifique la actitud de Helena. Busqué con cuidado, todo tipo de argumentos, descartando sucesivamente cada uno de ellos, incluso volviendo sobre alguno que pudiera haberse modificado por la lógica de uno posterior o la aparición de algún nuevo factor o condicionante. Si justificar su proceder me resultó, a la luz de la minuciosa reflexión, un imposible, comprender la decisión con consecuencias mortales de Helena se constituyó en una quimera.
El único camino que me quedaba era el de meterme en la piel de Helena, adentrarme en sus pensamientos, penetrar en sus sufrimientos, bucear en sus anhelos, esperanzarme con sus ilusiones, abatirme con sus debilidades, deleitarme con sus gozos, compartir sus proyectos, recorrer sus rutinas, sobrellevar sus fracasos. ¿Cuál habría de elegir como punto de partida de mi viaje al interior de mi amada? Sin duda debía ser aquello que más conocía. En esta categoría se podría ubicar la rutina, los anhelos y los fracasos. El primero porque he compartido cinco intensos años de su vida, el segundo y el tercero sencillamente porque me los ha expresado. Sin embargo, elegí el primero, que era, por completo, objetivo y, sin duda, más pleno que los otros dos.
Helena gusta de despertarse temprano, las cortinas de su departamento permanecen levantadas, de modo que el alba penetra en su habitación y le anuncia el momento de levantarse. El desayuno es escueto pero reposado, una gran taza de café negro, un par de tostadas, queso descremado y las secciones de espectáculos, cultura, sociedad y algo de política del diario La Nación. Eventualmente, cambia la lectura cuando un libro la ha atrapado. Por el transcurso exacto de sesenta minutos trota alrededor de la plaza de la Misericordia y concluye con una veloz ducha bien caliente. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Plaza de Mayo. Saluda a regañadientes al portero, al de seguridad que no deja de insinuársele, a la recepcionista que no soporta porque dice que es una chismosa, a unos cuantos compañeros pedantes y solamente sonríe cuando se cruza con Miriam, su amiga, su confidente. Archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. A la una, con Miriam, caminan hasta la plaza Arlt  para comer una manzana, un yogurt o alguna barrita de cereal, y conversar de hombres, de novelas y chismoserías farandulezcas. De las dos a las cinco archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. En su retorno, para viajar sentada, espera un subte más, coquetea visualmente con un rubio habitué del horario, lee un libro, casi siempre un thriller. Camina hasta el supermercado chino, compra lácteos, verduras, pastas y de vez en cuando carne. Se desparrama en el sillón, toma café, mira la novela de las siete y algo del noticiero, apaga la tele, prepara la comida, siempre con verduras, toma una copa de vino blanco frío, pone la mesa, come con lentitud exasperante, lava la vajilla. De nuevo se desparrama en el sillón, me llama por teléfono, me cuenta lo mismo de todos los días, el calor del subte, el idiota de seguridad, el insoportable del jefe y sus arbitrariedades, los novios efímeros de Miriam, los papeles grises. Suspira lejana, me pregunta sobre mi día, su voz es tenue, cansada. Me saluda, me dice que me ama, suena sincera pero triste.  Se duerme con el libro en su regazo, apaga la luz a las tres. Cuatro días repite cada uno de sus actos casi perfectamente, el quinto es igual hasta las cinco. Con Miriam y alguna otra compañera aprovechan el after hour, toman cerveza, destrozan a alguna mujer, suspiran a algún hombre, conjeturan sobre la novela, chismosean de la farándula y anhelan vivir como las de Sex and de City. El sábado todo arranca igual. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Boedo. Almuerza con su mamá, hablan de la rutina, de mí, sufren la ausencia de su padre. Vuelve a casa, duerme hasta las siete, se levanta, toma café, me llama, combinamos el lugar y horario de encuentro, se ducha, tarda una hora en arreglarse, a veces hora y media si no le gustó la imagen que le devolvía el espejo. Nos encontramos, cenamos, bailamos, nos acurrucamos en mi departamento. Dejo las persianas levantadas, el sol la despierta primero a ella y me zamarrea infructuosamente durante veinte minutos. Compro facturas, tomamos mate, vamos a casa de mis viejos a comer asado. Duermo la siesta, ella conversa con Marta, mi mamá.  Me levanto, tomamos mate, la acompaño hasta la casa, cenamos empanadas. Me despido. Hasta aquí repasada la rutina, no divisaba la solución de mis preguntas.
Banalmente, repite lo de que anhela vivir como uno de los personajes de la serie Sex and de City, aunque más como un juego, creo, pues ha dicho infinidad de veces que ser mamá la haría muy feliz, pero por alguna razón, y aquí mezclo anhelo y debilidad, no se siente preparada para enfrentar la maternidad. Veo una luz aquí, profundizo: ¿Qué puede hacerla pensar que no está preparada? Podríamos decir: tiene tan sólo veinticinco años, pero no parece un argumento sólido, hay mujeres que son, y lo hacen con suficiente prestancia, madre desde pequeña edad, adolecentes que maduran con rapidez. También podríamos argüir su temor al sufrimiento, el parto podría acobardarla. Tampoco debemos descartar que se trata de una persona absolutamente independiente y que hace uso de sus libertades en forma plena, como bien ha quedado expresado en la rutina diaria, y que cargar con la responsabilidad de la crianza de un hijo le restaría autonomía, la limitaría. Creo haber abordado, con la maternidad, uno de los posibles disparadores, aunque no descarto los miedos al sufrimiento, me inclino más por el lado una de vida condicionada. La dualidad “quiero ser y dejar de ser para” la ha trastornado o al menos la ha conflictuado, emprender un embarazo, implica ya desde la misma naturaleza, compartir, dividir cromosomas (aunque ello sea imperceptible), compartir (repito porque no encuentro otro sinónimo que exprese mejor el hecho) durante meses el propio cuerpo, compartir el tiempo, los espacios, alegrías, sufrimientos, temores. Yo tampoco la he ayudado demasiado con comentarios del tipo: “¡Qué lindos son los chicos… de los demás”
También había agregado, dentro de sus anhelos, uno que, no por más general resulta menos fuerte en ella, y hablo de la Felicidad, así escrito con mayúscula, porque hemos conversado en extenso sobre ello y sin duda es insoslayable en ella (¿en quién no?). Está claro que ni el recorrido ni la meta que nos lleva a la felicidad es para cada persona el mismo, por tanto hablar de felicidad para Helena significa realizarse, cuestión difusa si se quiere, realizarse laboralmente, acceder a un cargo gerencial, realizarse como madre (con los reparos ya mencionados), realizarse como mujer, sexual y afectivamente hablando (desde una visión moderna, aunque, según mi entender, incompleta, pues en su naturaleza misma lleva inscripta su función materna, función que mes a mes su propio cuerpo le recuerda). En la enumeración se agregó el mantener una familia unida.
Al fin, después de muchas vueltas y a pesar del enunciado, concluí que la felicidad para Helena no dista demasiado de la del común de los mortales.
De los fracasos determiné que, laboralmente, aunque le queda mucho por recorrer, perder por dos veces consecutivas la posibilidad de tomar un cargo superior ha sido frustrante para ella. En esto y en la maternidad quedó circunscripto, a mi entender, los, hasta ahora, fracasos. Y de ello se desprendió que haberse realizado como mujer y tener una familia unida son, con  claridad, sus gozos mayores, y los menores, algunas de esas pequeñas rutinas antes relatadas.
Dentro de sus proyectos seleccioné: un auto, departamento propio, retomar los estudios universitarios y escribir un libro. Ninguno de ellos, a mi entender, le quita el sueño.
Hasta aquí he hablado de anhelos, ilusiones, debilidades, gozos, proyectos, rutinas y fracasos, me restaba adentrarme en sus sufrimientos. El primero que determiné es el de haber perdido a su padre dos años atrás, fue un golpe duro, eran muy unidos, desde entonces ha sufrido mucho la falta. Otro es el la dificultad que tiene para mantener su figura esbelta, sufre comiendo el yogurcito y la manzanita, sufre sabiendo que una caloría de más le hace perder la forma. No encontré ningún otro que resultase significativo.
Como se ve, he estudiado y repasado con amplitud su vida sin encontrar una razón, causa o justificativo lo suficientemente contundente para explicar por qué Helena me asesinó hace dos días. No llego a comprender por qué me empujó por el balcón de su casa mientras yo cambiaba una lamparita subido a la escalera.
—Yo sí, Juan Carlos.
—Eh, ¿y vos quién sos?
—Digamos que sólo soy un ser celeste más, un espíritu esperando la resurrección de la carne.
—¿Hace mucho que llegaste acá arriba?
—Un par de años, nada del otro mundo.
—¿No era que cuando estuviéramos acá lo sabríamos todo?
—Lo sabremos pero no aún.
—¿Y vos cómo sabés por qué lo hizo?
—Lo vi en los noticieros.
—Ah, en los noticieros…
—Liberaron a Helena
—¿La liberaron?
—Sí, parece que un joven voyeur que la espiaba con asiduidad,  ha presentado una filmación del momento en que te empuja por el balcón. Se ve claramente que Helena se tropieza con el marco de la ventana y cae sobre la escalera provocando tu salto al vacío. Helena estaba tan pasmada que hasta que no le dijeron del video no salió de su mutismo. Hoy ha confirmado en su declaración que Pelusita, el gatito cachorro que le regalaste, estaba asomando su cabeza entre los barrotes de la baranda y al querer ir a agarrarlo se tropezó.
—La pucha, me dejás seco. Y pensar que tuve que insistirle tanto para que aceptara a Pelusita, convencerla de que un animalito le haría compañía y que en esos momentos en que la soledad duele, la consolaría.
—Era la voluntad del eterno.

—Sí, la voluntad del eterno, pero no puedo sacarme de la cabeza lo que decía mi papá: “Juan Carlos, dejate de joder con los animales”.

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Las trampas

Cuento de Daniel Paredes
Pintura de Graciela Bello

Era como para pegarse un tiro, carajo. Como para meter la cabeza en las vías. Seguro que había sido la Noelia, esa mosquita muerta que siempre andaba patean­do el avispero. Ya esta­ba hasta acá de la Noelia, ¡qué te­nía que meter el hocico donde no la llama­ban! Al anónimo lo había mandado ella, eso era una fija, y ahora la Yola debía andar echando truenos, dele planchar para matarse la bronca, esperando que él llegara para re­ven­tarle la frente de un planchazo, ya habría llamado a la madre, y la vieja le estaría ca­lentando la oreja, le esta­ría diciendo que él era un zángano, un picaflor empe­dernido y toda la sarta de antigüedades que repetía siem­pre. Había que pensar qué decirle a su mujer, había que encontrar una mentira que le salvara el cuero, y urgente (el micro que lo llevaba ya subía por Rivadavia), pero cómo concentrarse si la morocha que se había le­van­tado de los primeros asientos bien se mere­cía que le echara una mirada, y ahora que la veía mejor, más que eso se me­re­cía.
Venía de costado, ondeando entre la maraña de gente que llenaba el micro, em­pu­jaba con el cuerpo para abrirse paso y los tipos le relo­jeaban el escote, de golpe se aga­chaba un po­quito y espiaba por las ventanillas como si estu­viese perdida, pero a él no le hacía tragar esa píldora: la morocha sabía de sobra que le faltaba un siglo para bajarse, y sin embargo seguía aga­chándose, se­guía haciendo vacilar las costu­ras de la pollera porque le complacía que una porción de Buenos Aires se parase a mi­rarle el culo, y qué lindo culo tenía, dos para­das y todavía no tocaba timbre, si no ba­jaba en Castro Barros era posta que andaba bus­cando guerra, y así uno no podía con­centrarse en lo que había que decirle a la Yola, menos con el pibe del asiento de adelante, un colora­dito de cara pecosa y ovalada, un huevo de co­dorniz con peluca que dos por tres se daba vuelta para sacarle la lengua. ¡Cómo no se le había ocurrido comprar flores por lo menos!, aunque si lo pen­saba, caerle a su mujer con un regalo signifi­caría reconocer que es­taba en off side, enton­ces lo mejor sería llegar como de costumbre y pegarle un beso y un abrazo, pero ¿qué abrazo le iba a pegar? si la Yola debía andar he­cha un abrojo, “No me toqués, basura”, le diría, “Juntá tus cosas y vía, vamos”, y la vieja lo miraría con esa cara de ternera comien­do chicle y le solta­ría “Usted se la ha bus­cado, mijito; váyase a embromar a otra, que bastante daño ya le ha hecho a esta”. Vieja lampa­lagua, veinte años soportando que se le en­roscara en sus inti­midades, veinte largos años esperando que la muerte se la llevara por las buenas, pero fijate qué turra la negra: había pasado Cas­tro Barros, dos para­das más y todavía no bajaba, “Dios, te juro que si salgo de esta, no le vuelvo a meter los cuer­nos a la Yola”. Ojalá pudiera saber qué decía el anónimo, así sabría a qué ate­nerse, pero la Yola había sido tajante, “Llegó una carta y quiero que vengas urgente”, sólo eso había dicho cuando le habló por teléfono, y el acento nervioso no dejaba dudas de que estaba decidida a darle el raje. Bastante jodida debía ser la cosa para que la Yola le telefonea­ra a la agen­cia. Daban ganas de tirarse abajo de un tren. Seguro que había sido la Noelia, esa mosquita muerta. No quedaba otra que bajarse: con el coloradito boludo sacándole la lengua era imposible pensar. La morocha por fin había tocado timbre y ahora bajaba de me­dio lado, y él por detrás, mirándole las botas que se per­dían bajo la falda, botas con forma de Argentina, que de tan altas le estarían ha­ciendo cosquillas en el Alto Perú. Vieja lampa­lagua, veinte años esperando que la muerte se la llevara por las buenas, y en esa eter­nidad no le había to­mado ni esto de sim­patía a la vieja, porque de entrada nomás la cosa había venido mal parida: el día que la Yola le dijo que se iba a ca­sar con él, la vieja le soltó “¡Ja! Linda cruz has decidido echarte al hombro, mija”, y en la fiesta había llorado igual que si se tratase de entierro en vez de casorio, y se había pa­seado de mesa en mesa murmu­rando “Si por lo menos fuera un hombre de­cente...”, como si ser ar­tista no fuera decente, carajo, pero la vieja se había empe­rrado en que traba­jar era otra cosa, y por eso le había conseguido este cargo de alca­huete en una ofi­cina que te la regalo. Cuánta razón tenía su padre cuando le decía que la suegra es como la pala de punta, que es de más provecho cuando está bajo tierra. La morocha se había parado en una pilchería y mientras miraba la vidriera prendía un cigarrillo. Le estaba tirando un an­zuelo, cualquier excusa era buena para empezar un diálogo, me das fuego, me decís la hora, pero no, porque la Yola lo estaría esperando y porque le había jurado a Dios, y sin em­bargo la sangre lo podía, tenía necesidad de ese cuerpo para poner otro nombre en la lista de pajaritas trampeadas, y además cuando el organismo empezaba a fabricar la ponzoña había que depositarla sí o sí para no morir envenenado. Le pidió fuego, y cuando le devolvía el cigarrillo, “¿No te molesta si te pido un con­sejo?”. La mo­ro­cha levantó las cejas y apretó el bolso, él se apuró a decir que era el cumpleaños de una amiga y que le gustaría regalarle ropa, “pero yo de moda ni fu ni fa ¿viste?”, que le aconse­jara ella que tenía buen gusto, y ella “¿Usted qué sabe?”, y ahí estaba el pie, en adelante todo era cuestión de tacto, había que decir que es­taba claro que tenía buen gusto por el detalle de combinar la sombra de los párpados con el beige de la blusa, y ahora que los ojos de la negra se iluminaban, res­catar el arco parejo de las cejas y otras cosas por el estilo, porque el se­creto era reparar donde ellas invertían tantas horas de espejo, y la negra ya estaba repasando la vidriera y le aconsejaba una chalina, fijate vos qué idea, una chalina azul, “Bárbaro, es más origi­nal que una pollera y no puedo chingarle al talle”, y la morocha encantada. Había que tomarla del brazo, pedirle que en­trara para probarse la chalina y tironearla suave aunque con firmeza, y la negra se inventaba una cara de asombro que era un plato, pero plin caja, lo demás era un trámite, y a la chalina había que comprarla para regalársela cuando salieran del hotel. La invitó a un café, “Mirá sos un tipo simpático pero”, pero nada, porque él era un hombre público, “Soy Dardo San Ro­mán, el cantante”, y ella moría por sus cancio­nes, “Sobre todo por esa... ¿cómo se llama esa...?”, ¿sería Amor de contrabando?, sí, era esa. La morocha acomodó el bolso y el brillo de una alianza se deslizó por la correa. Casada la negra... Ya decía su padre que la mujer es como la gallina, “Deja de comer maíz para ir a comer mierda”. Después hubo que tomar el obligado café, coincidir en todo con esmerada hipocresía, y al final poner cara de perro sar­noso para acelerar el cami­no a la cama. Hotel de lujo porque era día de cobro y la negra valía la pena. Habita­ción azul, luces regulables, sobre la mesita de luz la imagen de un Cristo con los brazos extendidos, idéntico a uno que la Yola ha­bía crucificado con chinches en la cocina. Le puso encima el paquete con la chalina para que el Cristo no los viera desnudos. Y la negra que se hacía la gata, mientras la Yola andaría hecha un león; la negra se mordía los labios, la Yola se mordería los co­dos, a él lo remordía la conciencia; la vieja pidiéndole a la Yola que se separase, él pi­diéndole a Dios que se le parase, la negra pidiéndole a él que esperase, que mejor si se relajaban con un baño, que primero él y después ella, que juntos le daba ver­güenza. A la ducha sin chistar, porque una mina encaprichada hace el amor a media máquina. Cuando abrió la lluvia, la negra estaba pre­guntando cuántos discos lle­vaba vendidos, “Veinte mil placas en cuatro meses”, y sí, era buena guita, las discográfi­cas se sacaban los ojos por grabarle un disco. Y después hubo un silencio largo, un sonido lejano de ascensor y una pelea con las canillas, con el agua demasiado caliente y de pronto dema­siado fría, y para cuando terminó de ducharse y de se­carse y volvió al cuarto, la negra ya se había ido. Revi­só los bolsillos del pantalón pero ni falta que hacía, si ahí donde debía haber un paquete con una chalina, estaba el Cristo solo, mirándolo con su carita de nada, diciéndole “Te hizo la más vieja, Supermán, la que pasan todos los días en el noticiero”. ¡Cómo lo había ensar­tado la negra esta! Le había demostrado que en el teatro de los boludos él se sentaba en primera fila. Y pensar que se las había echado de ganador, cuando la verdad era que no levantaba ni tierra, que la Noelia era comienzo y final en la lista de pajaritas trampeadas. ¿Y qué número de paja­rón sería él en la lista de esta negra? Cómo no cayó cuando le dijo que lo conocía, si a Dardo San Román no lo co­nocía ni Dios, cuatro o cinco actua­ciones en un cabaru­te de Consti­tución, un par de au­diciones en radios clandes­tinas y toda una vida gastan­do puertas con ese disquito de mierda que nadie le quería pro­ducir. Ya lo decía su pa­dre..., pero qué carajo, si su padre nunca había dicho nada, su padre ha­bía sido un pobre diablo y él se había pasado la vida inven­tando frasecitas de boleto para me­terlas en su boca. “Fraseci­tas de boleto” gritaba, y la gente de la calle se daba vuelta. Ahora había que patear hasta la casa, con­tarle a la Yola, verle la cara a la vieja. ¿Y quién podía sostenerle la mi­rada a la vieja? ¿Y al espejo?... Porque había que aceptar de una vez que era un me­diocre. ¿Y cómo seguir car­gando la joroba? Mejor poner el cogote en las vías, dejar que el pata de fierro se encargase.
Cuando llegó a la estación de Flores estaba oscure­ciendo. Las luces de neón resbalaban sobre los rieles. Esperó hasta que vio una ampolla encendida en el fondo del paisaje y entonces se acostó en posición fetal, de es­paldas a la locomotora. Apoyó la cabeza en la vía y sintió los pasos del gi­gante, cada vez más cerca, cada vez más gigante. El pitido largo de la locomotora le puso una piedra en el estómago. “Dios, no quiero vivir, no permitas que me escape como una rata”. Las campanillas del paso a nivel le anunciaron la inmi­nencia de la muerte. El piti­do se hizo más porfiado, la tierra temblaba, el gi­gante seguía creciendo; bocinazos de autos se ha­bían sumado desde el paso a nivel, algu­nos lo puteaban, muchos le gritaban que se sal­vase, “no permitas que me escape como una rata, Se­ñor”. Cuando lo alcanzó la luz de la máquina cerró los ojos, y entonces pudo oír el ruido mecánico de la locomotora, la queja mi­nuciosa de algún vagón, el girar de la rueda que le cortaría la ca­beza, y fue de­masiado. Pero cuando quiso levantarse sintió que le tiraban del cuello. Enseguida comprendió: Dios no permitiría que se escapara como una rata. Tenía engan­chado el pulóver en uno de los bulones que aseguraban los rieles a la tierra. Lu­chaba para zafarse, pero la falta de espacio no le dejaba romper el tejido. La mecánica del tren lo acaparaba todo. Pensó en sacarse el pulóver pero un último pitido le despeinó la nuca, “¡Dios, no quiero morir...!”, y cuando lo dijo ya no escuchaba sus gritos ni sabía que lloraba y no conocía la vergüenza de estar cagándose encima porque la muerte venía ahí atrás para darle un patadón en el culo a la vida, y entonces el tren pasó.
Por las vías de al lado pasó. Asomado a la ventanilla, el maquinista lo puteaba en todos los idiomas. Él miró hacia atrás. A veinte me­tros los vagones se curvaban en un cambio de vías. Se quedó observando la cola de la muerte que se alejaba, manoseando la lana del pulóver, que de golpe se había desenganchado solo.


Al llegar a su casa todavía temblaba. Desde el pasillo sintió que apagaban el televisor. La Yola y la vieja estarían en guardia: la Yola apretando el mango de la plancha; la vieja, orga­nizando sus gestos, acomodando una ceja por acá y una comisura por allá para armar su mejor cara de Frankenstein.
La puerta que abrió debía ser de otra casa.
La vieja, enroscada en una silla, le sonreía con cara de feliz cumpleaños. La Yola se había puesto la mejor pilcha y era un ma­nojo de caricias. Y sobre la mesa, la carta, que en vez de un anónimo era un con­trato de la EMI para grabarle su disco, con Amor de contrabando a la cabeza.
Sin escuchar los halagos se derrumbó en una silla. Levantó los ojos y enfrentó la imagen del Cristo que la Yola había crucificado con chin­ches a la pared. Esa cara de papa frita no podía ser la cara de Dios. ¿Cuál, entonces? Se le vino al pensamiento una cara pecosa y ovalada: la del pibe que le sacaba la lengua en el micro.

Más sobre Daniel:
http://fernandomurano.blogspot.com/2011/01/taller-literario-daniel-paredes.html

Más pinturas de Graciela:
http://gracielabello-naif.blogspot.com/2010/07/la-morocha.html

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