Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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martes, 4 de agosto de 2009

Naufragio de un amor



Así como las personas que mueren en la plenitud nos ahorran el recuerdo de su vejez, los amores interrumpidos abruptamente siguen viviendo en nuestro corazón no como brasas agonizantes, sino como horrorosas llamas que queman cada noche.
Alejandro Dolina



Si está leyendo estas líneas, significa que quizás mi deseo esté muy cerca de cumplirse. Ya sé que usted no entenderá de lo que le estoy hablando y que seguramente estará tentado de avanzar unas líneas más abajo para saciar su curiosidad. Pero antes de hacerle un relato exhaustivo de los por qué y los para qué de esta carta, y como tiempo es lo que me sobra, me gustaría presentarme.
Me llamo Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda, nacido a orillas del Mediterráneo, apenas cuarenta y cinco años atrás. Criado en un pueblito llamado El Campello, enclavado doce kilómetros al Noreste de Alicante, España. Soltero de papeles y eternamente aprisionado del amor de María de los Ángeles. Hijo de don José Sánchez y doña Herminia de la Alameda, hermano menor de Rodrigo Sánchez de la Alameda. De profesión periodista, integrante del staff de la redacción del suplemento cultural del diario madrileño El País.
Presentaciones de rigor concluidas, sin importunarle con más demoras, comenzaré con el relato de los acontecimientos en los que me vi envuelto.


Por encargo del diario, me encontraba en un pueblo llamado Matanchén situado en las costas occidentales de México, trabajando en una biografía de un ignoto escritor local. Tres meses fueron muy suficientes para concluir con mi trabajo pero muy escasos para compartir mi tiempo libre con el amor que hoy desgarra mi corazón. Recuerdo aquella pegajosa noche de verano cuando conocí a María, recuerdo que mis ojos quedaron contagiados por el virus de su belleza. María trabajaba como camarera en una acogedora taberna. Día tras día volví ocultando mi verdadera intención con la trivial excusa de disfrutar de un exquisito arroz a la mexicana que preparaba el gran cocinero Pepito. Al cuarto día su sonrisa cómplice me envalentonó, después de tomar mi cafecito colombiano y mi copa de tequila de rigor, la invité al baile del sábado en el club El Arriero. Consumada la noche de marimbas, guajiras y serenatas mariachis, ni un solo día durante los siguientes dos meses, dejamos de vernos.
Nuestro furibundo amor, florecido a la margen del pacífico, se vio abruptamente interrumpido por el pedido urgente de mi diario para que mi biografía y yo emprendiésemos el regreso a mi país. No dejé de ver las lágrimas de María derramarse por sus tiernas mejillas, desde el mismo momento en que le comuniqué la mala noticia hasta que su rostro fue una imagen borrosa sobre el muelle.
El buque partió presuroso hacia el canal de Panamá, dejando la mitad de mi alma anclada en la costa. El viaje se desarrolló apacible en su primer día. Recorrí la cubierta, arrastrando con dificultad mi cuerpo inerte. Ni la belleza del mar dorado por el sol escarlata del atardecer, ni la novedad de los delfines juguetones que acompañaban el avance de nuestra nave, pudieron arrancarme de las garras de la melancolía.
En el segundo día de travesía había decidido tratar de olvidar, aunque fuera por unas pocas horas, el bello y humedecido rostro de María, la suave fragilidad de sus manos, la voz dulzona y hechicera. Para ello subí nuevamente a cubierta a repasar las notas y la redacción de la biografía. Logré concentrarme durante tres horas sentado en un confortable banco de madera. Las primeras brisas frías de un atardecer de sol ya ausente me espantaron hacia mi camarote.
No habrían transcurrido más de dos horas de un profundo sueño cuando el zamarreo del barco me dejó desparramado sobre el piso. Medio dormido y aturdido por el porrazo, me acerqué a mirar por la pequeña ventana redonda de mi camarote. Nunca he temido al mar ni a las tormentas, pero lo que vi a través de la escotilla hizo que mi sangre dejara de circular. Las olas debían tener diez o doce metros de alto, la lluvia parecía un telón grueso y los rayos iluminaban el horizonte de tanto en tanto.
El vaivén frenético me mantuvo en vela. Decidí echarle un vistazo más a mis apuntes. Busqué infructuosamente mi libreta en la chaqueta, en el maletín, sobre el escritorio. El pánico se apoderó de mí, ya no por la tremenda tormenta que agitaba el barco sin descanso, sino porque mi puesto en el diario debía yacer tirado en algún lugar de la cubierta. El cuadernito se habría deslizado de mi bolsillo cuando me levanté del asiento o tal vez en el momento que me dio un escalofrío y me puse la chaqueta. Sin pensar demasiado en la estupidez que estaba por cometer tomé mi impermeable y corrí hacia la superficie. En un rapto de mínima lucidez recordé las instrucciones que nos habían dado al comienzo de la travesía. Lo primero que debíamos hacer en caso de emergencia era colocarnos el chaleco salvavidas, así que tomé uno y me lo coloqué antes de enfrentar la tempestad.
Recorrí infructuosamente la cubierta durante quince minutos. Cuando ya estaba decidido a abandonar mi trabajo y volver a México, vi la libreta atorada junto a uno de los botes salvavidas. El viento huracanado la movía peligrosamente. Me apresuré a recogerla. Una sensación de alegría y alivio me invadió cuando la biografía estuvo segura entre mis dedos. Aunque por un instante se cruzó por mi cabeza que hubiese sido mejor que la libreta descansara en el fondo del mar y yo me viese obligado a regresar junto a mi amada María. Muchos años de sacrificios y privaciones para llegar a ese puesto me borraron la loca idea de mi afiebrada mente.
No puedo decir exactamente lo que pasó después. Sólo alcanzo a recordar que una ráfaga de viento y agua me golpeó por la espalda. Cuando recuperé la noción de espacio y tiempo estaba flotando en el mar embravecido. Miré desesperado hacia los cuatro costados buscando el buque, pero lo único que pude ver eran montañas de agua por todos lados que trataban de hundirme. Luché desesperado tratando de mantenerme a flote. Durante un instante el mar pareció calmarse, sin embargo fue sólo una impresión, pues vi cómo una pared de veinte metros de alto se erguía y se abalanzaba sobre mí. Lo último que recuerdo es mi vano esfuerzo por nadar hacia la superficie y luego todo fue oscuridad.
Los quejidos de las gaviotas, el murmullo del mar lamiendo la arena y el sonido de la brisa corriendo entre las palmeras fueron mis primeras percepciones después del desmayo. Abrí los ojos, las imágenes borrosas empezaron a hacérseme familiares: árboles, arbustos, piedras y arena. Por un instante creí que me había quedado dormido en la playa de Matanchén y que todo era una horrible pesadilla. Sin embargo los sucesos habían sido dolorosamente reales y yo me hallaba tirado boca abajo sobre una típica playa caribeña, pero no en alguna que yo conociese. Debí de haber permanecido varias horas en esa posición, pues yo y la arena en la que yacía estábamos secos.
Me levanté con alguna dificultad pero comprobé que no tenía heridas ni golpes. Me quité el chaleco que realmente había resultado salva-vida. Grité por ayuda durante unos cuantos minutos hasta comprender que la playa estaba totalmente deshabitada. Supuse que debía de hallarme en alguno de los cientos de kilómetros de costa virgen que hay entre México y Panamá. Sólo debería caminar unos cuantos kilómetros por la orilla hasta encontrar algún pueblo en donde poder informar a mi diario que estaba vivo. Seguramente en el barco ya se habrían percatado de mi ausencia, habrían buscado mis documentos entre mis pertenencias e informado a las autoridades consulares sobre mi desgraciada desaparición.
Tres horas después mis esperanzas de encontrar ayuda estaban tan desgastadas como mis pies. Había caminado durante horas por la costa recorriendo infructuosamente un camino, que si mis presunciones no estaban equivocadas, me devolvería al punto de partida. Bastaron dos horas más para ver mis temores hechos realidad: estaba varado en una pequeña isla aparentemente desierta. Me sentí como debe haberse sentido Adán: con una nueva vida, en un paraíso y sin nadie más con quien hablar.
Pasados los primeros días, en los que me dediqué a explorar a fondo la isla, evaluar mis recursos, proveerme de un techo adecuado y conseguir armar una fogata que siempre estuviese encendida y que pudiera funcionar como señal de rescate, el tiempo ocioso comenzó a derruir el buen ánimo que me había dado mi espíritu de supervivencia. Empecé a recordar más frecuentemente a María y sufrir por partida doble la soledad de aquel increíble paraje. Mis horas durante el día se consumían vanamente en la observación del horizonte, buscando avistar algún barco que me arrancase de esa prisión. De noche, junto al fuego, lloraba mi desgracia, me consolaba soñando que estaba con mi amor en silencio, abrazos junto al mar.
Nunca llevé un registro del tiempo que iba transcurriendo desde mi naufragio, pero durante los primeros meses me había propuesto no perder el hábito del habla. Recitaba algunos poemas que me gustaban, relataba aventuras a compañeros inexistentes y me sentía reconfortado con las canciones que de niño me susurraba mi madrecita junto a la cama. Pero pronto fui perdiendo esta costumbre y otras muchas que me mantenían conectado con la civilización.
Un día de los tantos que consumía sentado en la arena, con la esperanza de ver que un barco recortara el cielo sobre el horizonte, vi aparecer una caja de madera flotando sobre el agua transparente. La corriente la arrastraba directo hacia donde estaba yo, pero a unos treinta metros de la orilla cambió el rumbo hacia el Sur. Corrí desesperado hacia el mar, no podía dejar que se escapase lo que probablemente fuese mi único y último contacto con el mundo. Nadé hasta el cansancio, mis piernas comenzaban a acalambrarse cuando conseguí agarrar la caja por una manija de soga que tenía sobre un costado. Demoré un buen rato hasta que pude poner mis pies y el cajón sobre tierra firme. Permanecí un buen rato exhausto junto a ella.
Sobre uno de los costados estaba escrito la sigla F.J.Q.; tenía, además, una etiqueta que indicaba que la carga viajaba con destino a Colombia. Me costó bastante poder abrirla, tenía que hacerlo con cuidado para no dañar lo que hubiera en su interior. Al fin, valiéndome de una roca pude desclavar algunas tablas. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver algunas botellas de ron y de vino, mi madre no podría regañarme por tomar unas copitas. Había también algunas latas de comida que normalmente hubiera despreciado, pero que en esta situación eran una especie de banquete de los dioses. Además de ropa y algunos artículos de limpieza había un paquete con hojas de papel y otro con bolígrafos azules. Gracias a un conveniente tratamiento de embreado interno que tenía la caja toda la carga se había conservado seca y en perfecto estado.
El resto del día me dediqué a preparar, junto a la fogata, una gran gala bajo la luz de la luna. Sobre una mesa que había fabricado con ramas secas, dispuse una sabana que venía en la caja y que ofició de mantel, el vino y algunas latas que demoré más de una hora en abrir. A un costado coloqué una roca plana que serviría de asiento. Me vestí con la mejor ropa que encontré.
Cuando la noche tiñó de colores oscuros la isla, comenzó la fiesta. Volví a cantar y reír después de mucho tiempo, ciertamente que el ron incrementó mi alegría. María me acompañó durante toda la noche. Recordamos largas caminatas por el empedrado de las calles de Matanchén, noches febriles de piel sudada y aroma a rosas, sueños de niños correteando a nuestro alrededor. Cuando la botella derramó sus últimas gotas doradas sobre mis labios, mirando a María a sus ojos almendrados, repetí el juramento que le había hecho en el muelle, la promesa de que volvería. Ella, quitando los cabellos negros que se encaprichaban en ocultar su rostro, prometió por segunda vez, empapada en llanto, que me esperaría.
Esa noche soñé que llegaba María vestida de novia, montada en un caballo blanco. Junto a ellos cabalgaba sobre las aguas plateadas por la luna otro caballo pero sin jinete. Cuando estuvo a mi lado levantó el tul que cubría su cara y resplandeciente me anunció que había venido a buscarme.
Cuando desperté —remedando a los náufragos de aquellos cuentos que me había narrado mi mamá y que escuchaba fascinado en mi casita de El Campello—, decidí escribir esta carta y arrojarla al mar en una botella. Sepa usted que no lo he hecho teniendo más esperanzas en el ser rescatado que en el que estas palabras lleguen a manos de mi amada María.
Por eso os ruego que no abandone este pedido, que aunque pierda algo de su tiempo o de su dinero, haga llegar este mensaje hasta ella. Si finalmente usted se decidiera a colaborar conmigo, diríjase a la siguiente dirección:

Taberna “La mar embravecida”
Calle Rincón 945
Muelle de San Blas
Municipio de Nayarit
México


Desde ya muchas gracias y que Dios recompense su buena acción y lo colme de bendiciones. Vuestro servidor:

Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda



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La cananea



Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.
Madre Teresa de Calcuta.


Abbí, la molinera, tomó los granos del viejo barril de madera de cedro, lo vertió con cuidado en la carreta de Nayla. El joven asno, que Nayla había comprado tres días atrás en el mercado principal de Sidón, hizo un movimiento nervioso: todavía se mostraba inquieto ante alguna de las actividades que realizaría por el resto de su vida. La mujer lo acarició con ternura y logró sosegar al animal.
—Estoy preocupada por Justa. Pasa mucho tiempo junto a la niña —comentó Abbí.
—La niña está muy enferma. Necesita de su atención todo el día. En los últimos tres meses no se ha movido de su cama —explicó Nayla.
—Pero Justa debe atender sus obligaciones mientras su marido se encuentra embarcado. ¿No ha consultado con Ghalib, el doctor?
—Sí, ya lo ha hecho.
—¿Qué le ha dicho?
—Ghalib no tiene idea de qué enfermedad se trata.
—¿Qué síntomas tiene la niña?
—Está pálida y fría como un cadáver —dijo Nayla—. Apenas puede abrir los ojos, mueve sus labios sólo para pedir un poco de agua. Cada tanto parece animarse, pero se sienta en su cama temblando y dando gritos incomprensibles, después vuelve a acostarse y sigue como antes.
—Qué extraña enfermedad.
—El doctor deslizó la posibilidad de consultar a Hadí —susurró Nayla, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírla.
—¿Cómo? ¿Consultar al sacerdote del templo de Eshmún?


Pero entonces… —se detuvo presa de pavor. A pesar de que este dios era un dios sanador, rara vez un doctor enviaba a su paciente a consultar al sacerdote. Solamente lo hacía cuando pensaba que la cura no estaba al alcance de los conocimientos humanos.
—Sí, Ghalib cree que puede estar endemoniada —confirmó Nayla, sin dejar de susurrar.

Las paredes de doble ladrillo de adobe y el techo de paja y tierra apisonada lograban reducir el sofocante calor del verano. Justa siempre había estado contenta por la habilidad de su esposo, que antes de dedicarse al comercio marítimo se ganaba la vida como albañil. Gracias a esto, su hija Sahira no sufría el acoso de las altas temperaturas.
—Tengo sed —balbuceó la niña cuando su madre se acercó a arreglar su lecho.
—No queda más agua en el cántaro, hija mía. Voy a ir hasta el pozo por un poco —le dijo acariciando su frente.
Justa partió hacia el pozo cargando dos cántaros colgados en un madero redondo que sostenía sobre sus hombros. Luego de una hora de agobiante caminata llegó extenuada al pozo más cercano a su casa. Durante todo el trayecto lamentó mucho que el pozo que se encontraba a tan sólo un kilómetro de su morada se hubiese secado. Grande fue su desazón al llegar y ver que el pozo estaba cubierto con una pesada tapa de madera. Difícilmente por su pequeño físico y el cansancio del viaje podría removerla. En el momento que se hallaba pensando cómo haría para quitar el disco, un hombre joven llegó caminando desde el Sur.
—Mi señor, ¿podrá usted ayudarme a destapar el pozo? Necesito tomar un poco de agua para mi hija enferma —suplicó lloriqueando la mujer.
—¿Qué le sucede a tu hija, mujer? —preguntó el extraño, conmovido por el llanto de Justa.
—Tiene una enfermedad muy extraña.
—Yo conozco un doctor muy sabio, vive en la ciudad de Sidón.
—No creo que pueda ayudarnos.
—Este hombre conoce muy bien su oficio.
—Pues mire, yo la he llevado ante un gran doctor. Luego de una semana de estudios el médico nos sugirió que está endemoniada —confesó, no sin cierto pudor.
—Si es así, deberán presentarla ante el Maestro.
—Ya lo hemos hecho. Con mi esposo la hemos llevado a la presencia de Hadí, el sacerdote mayor del templo de Eshmún. Nada ha podido hacer. Yo no guardaba muchas esperanzas de que pudiera curarla, sólo accedí por el insistente pedido de mi marido y también por mi desesperación —explicó Justa, con la voz estrujada por la angustia.
—¿En quién crees tú?
—No lo sé… —contestó dudosa, sorprendida por una pregunta que nunca se había hecho—. Nunca he creído en los dioses, como ese tal Eshmún. Pero hay un dios del que me contaron mis padres.
—¿Cómo se llama ese dios?
—Uhm, creo que no tiene nombre. Es el dios de los Israelitas. Ellos lo nombran de varias maneras: el Santo; el Altísimo; el Señor. Dicen que se hace llamar “Yo soy el que soy”. —Mientras hablaba de este dios, los ojos de Justa se movían vivaces, esperanzados. Era evidente que en su corazón brillaba una pequeña luz de fe.
—Sí, he oído hablar de Él. Los hebreos están esperando al Mesías, al que vendrá a liberarlos —dijo el extranjero.
—¿Podrá este Dios ayudarme? —preguntó con la ilusión aflorando por todos los poros de su piel.
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Justa.
—Justa, cuando yo te dije que deberías ver al Maestro, no me refería al sacerdote del templo de Sidón. Estaba hablando de un hombre hebreo llamado Jesús, originario de Nazaret. En toda la región de palestina se habla de sus milagros. La gente dice que es un profeta, incluso algunos creen que es Elías en persona.
—Entonces, ¿cree usted qué podrá ayudarme? —se entusiasmó.
Al fin después de tanto sufrimiento se presentaba una posibilidad cierta. Justa estaba dispuesta a no dejarla pasar y haría cualquier cosa que fuese necesaria para lograr la curación de su amada hijita.
—Y tú ¿qué piensas? —respondió el joven, poniendo a prueba la fe de la cananea.
—Él lo hará.
Esas tres palabras surgieron llenas de fe. No se trataba, en este caso, de la respuesta desesperada de una madre. Por el contrario eran palabras llenas de certeza, pues algo dentro de ella le estaba comunicando que lo que su boca proclamaba era verdad.
—Ve entonces, no debes perder tiempo. He oído que Jesús está visitando Tiro. Ve a buscarle.
—Mi hija está postrada en cama, no podré llevarla a su presencia —observó.
—Ve tu sola. Nada es imposible para Dios —la alentó el muchacho.
—Señor, no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Azarías.
—Gracias, Azarías. Has sido como un ángel para mí —dijo la mujer desbordada por la felicidad.
El joven sonrió. Luego de ayudar a Justa a llenar los cántaros con agua fresca se despidió deseándole que su hija se curase y partió rumbo al Norte.
La mujer, renovada en sus fuerzas, retornó a su casa con celeridad. Pensó en pedirle ayuda a Nayla para que cuidara de Sahira. Su amiga conociendo su sufrimiento y viendo la esperanza que tenía puesta la mujer en ese extraño profeta aceptó con mucho agrado. Como Nayla tenía dos hijas mayores podrían alternarse en el cuidado de la niña sin entorpecer sus propias obligaciones. Luego de concluir con los preparativos para el viaje, Justa fue a despedirse de su hija.
—Hija mía, parto en busca de alguien que podrá ayudarte. En mi ausencia Nayla y sus hijas cuidarán de ti —le dijo entrecortada por el llanto.
La niña no había pronunciado en los últimos meses más que el pedido de agua. Pero al escuchar las palabras de su madre abrió los ojos con dificultad. Con una mirada entre desesperada y triste, como liberándose de una atadura, con un grito desgarrador exclamó:
—¡Mami, por favor ayúdame!
—Sí, hijita, ten fe. Él te curará.
Justa partió hacia Tiro dejando a su hija y un sinnúmero de indicaciones a Nayla y sus hijas. Vestida con una túnica de color arena suficientemente larga para cubrir sus piernas hasta la altura de sus tobillos, de mangas anchas y bordados que decoraban su pecho, ceñida a su cintura con un cinturón de cuero trenzado de unos quince centímetros de ancho. Su cabeza y su rostro estaban cubiertos con un amplio velo de lino, aunque durante el viaje tenía por costumbre echarse el velo hacia atrás, si veía a un hombre aproximarse volvía el velo a su posición original. Sus pies, curtidos por los viajes que hacía desde su casa a los puertos de Sidón, estaban completamente desnudos. Llevaba además una bolsa con algunos panes, frutas secas, un poco de agua en un viejo pellejo de cabra y un manto grueso que le servía tanto para comer como para dormir.
El camino se presentaba amigable en su primera parte, luego habría de atravesar una extensa zona de dunas, aunque nunca se separaría más allá de unos trescientos metros de la costa del mar Grande, no habría de contar con reparo a los rayos del sol ni agua potable. El recorrido le demandaría unos tres días para cubrir los sesenta kilómetros que separan a Sidón de Tiro.
Habiendo cubierto más de una tercera parte del viaje, Justa sentía ya los efectos del cansancio y las altas temperaturas. Cada tanto se detenía para descansar, su mente la invitaba a hacerlo durante largo rato aunque era su corazón el que prevalecía: empujada por el amor a su pequeña, tomaba fuerzas de donde no las había y no perdía más tiempo que algunos escasos minutos. Sus pies por muy curtidos que estaban sentían el rigor de la caminata y habían empezado a sangrar. Esto tampoco impediría que esa mujer llena de fe continuara, pues cortando algunos girones del manto que llevaba en su bolsa se había vendado suficientemente los pies como para permitirle seguir caminando.
Más de tres horas de peregrinación a través de unas áridas dunas la habían llevado al borde del desmayo, apoyada sobre un pequeño madero que había tomado como bastón pensaba que su fin había llegado. Ya no podría seguir, su ánimo inquebrantable hasta ese momento estaba jaqueado por los límites que le imponía su frágil cuerpo. ¿Qué sería de su hijita amada? Ya no se preocupaba por su propia vida, era la salud de Sahira lo único que la sostenía en pie. Una última exhalación de su espíritu subió hasta sus resquebrajados labios.
—Dios de los israelitas, no abandones a esta indigna sierva tuya. No te pido por mi vida, sólo te pido que me des fuerzas para buscar ayuda para mi hija —susurró Justa, caída de rodillas, su cabeza colgando hacia abajo y sostenida con ambas manos sobre el rústico bastón. En ese momento sintió un soplo de aire fresco sobre su cuerpo, levantó su cabeza y después de secar las lágrimas de sus ojos pudo ver con claridad unas palmeras que recortaban el horizonte de aquel páramo. Como si esa brisa fresca hubiera penetrado en su interior regenerando su alma desgastada, se puso en pie y caminó decidida hasta los árboles. Grande fue su alegría al ver un pequeño estanque de agua fresca en el que podría renovar sus fuerzas.
Al poco tiempo llegó hasta el frondoso paraje una caravana de fenicios que se dirigían hacia Sarepta. Los hombres informaron a la mujer que Tiro se encontraba a tan sólo media hora de camino. Justa sin perder un segundo más de lo necesario para reponer sus energías recorrió el postrero trecho de su esforzado viaje. Ya habiendo entrado en la ciudad, se dedicó a consultar sobre el paradero de este profeta llamado Jesús. No le fue muy difícil dar con él, puesto que ya hacía algunos días que estaba en la región y se había corrido la voz sobre sus enseñanzas y sus milagros.
Después de seguir las indicaciones de un pequeño de ojos azules y cabello enrulado, que dijo haber visto al ansiado Maestro al sur de la ciudad, llegó hasta una zona poblada de casas de una y dos plantas, apareadas de tal manera que parecía tratarse de una sólida y única construcción. Los frentes que daban hacia la calle conformaban una extraña unidad, como la de una trama de un colorido tapiz, tan sólo interrumpido por pequeñas ventanas que en su mayor parte estaban tapadas por viejos postigos de madera. La tarde se presentaba húmeda y fría. Una suave neblina, el empedrado de la calle húmedo y la oscuridad de una incipiente noche que le ganaba la pulseada a los últimos resplandores de sol, componían un cuadro decididamente triste.
Justa sintió por algunos interminables instantes que se había equivocado en haber dejado a su pequeña, buscando la ayuda de alguien tan lejano como desconocido. Además todas sus esperanzas estaban puestas en la referencia que le había dado un extraño allá en el pozo. Cuando casi había tomado la decisión de abandonar esa quimérica empresa se encontró con una comitiva de unos quince hombres que se disponían a entrar en una casa de dos plantas. En medio de ellos se distinguía un hombre de mediana edad, esbelto, cabellos largos que caían sobre sus hombros y barba no demasiado extensa. Por la manera de hablar y gesticular era sin duda el jefe de aquel numeroso cortejo. Como se hallaba hablando con sus compañeros de cara hacia donde se encontraba Justa, pudo reconocer una especial profundidad en su mirada.
—¿Está entre aquellos hombres uno al que llaman Jesús? —preguntó Justa, algo inquieta, a una mujer que miraba desde el otro lado de la calle.
—Sí, aquel del manto de lino color borravino. Algunos le llaman “Jesús, el Nazareno” —señaló la joven, extasiada por tener frente a ella a aquel hombre del que toda la ciudad estaba hablando.
Una mezcla de felicidad y de angustia oprimió su corazón. La felicidad de encontrar al hombre por el que había transitado caminos tortuosos y la angustia que le causaba la sola posibilidad de que no pudiera ayudarla. Justa, sobreponiéndose al miedo que la paralizaba, no perdió un instante. Comprendió que Jesús estaba por entrar a una casa de la cual no sabía cuánto tardaría en salir. Su hija demandaba una solución inmediata. Cruzó la calle gritando para llamar su atención.
—¡Señor, hijo de David! ¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí!
Jesús ni siquiera la miró, cualquiera que hubiera estado allí habría dicho que no la escuchó, lo cual, sin duda, era imposible, pues los gritos que profería la cananea eran tan fuertes como conmovedores. No sólo la ignoró sino que además continuo dialogando con sus discípulos mientras ingresaba a la casa. La mujer no se dio por vencida, continuó buscando la atención del Maestro.
—¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí! ¡Mi hija está gravemente enferma, ni los doctores ni los sacerdotes han logrado curarla! ¡Dicen que está endemoniada!
Tal era el griterío desesperado de la mujer que Pedro no aguantó más e intercedió.
—Maestro, por qué no prestas oídos a esta mujer. Está haciendo un griterío tal que todos vendrán aquí y no podremos estar tranquilos. Por favor atiéndela y de ese modo podremos despedirla —suplicó aturdido, Pedro.
—No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel —respondió tajante, Jesús. Luego giró dándole la espalda a Pedro y a Justa. Avanzó unos cuantos pasos lentamente.
¿Habría juzgado equivocadamente, como una señal, el encuentro con el joven en el pozo? Pero aquel profeta, del que hablaba toda la ciudad y que había realizado tantos milagros entre los pobres, no podría rechazarla sin piedad. ¿O este hombre sería una nueva decepción como lo fue el sacerdote del templo de Eshmún? Sin embargo, la mujer no estaba dispuesta a resignarse. No había padecido tantos sufrimientos en su viaje como para entregarse tan fácilmente. Aún en esa situación tan desfavorable había algo en su interior que la impulsaba a continuar pidiendo auxilio. Corrió hasta alcanzar a Jesús y se postró a los pies del profeta.
—¡Señor, ayúdame! —sollozó frente a él.
Jesús detuvo su andar, puso su mirada fija en la mujer que postrada ante él lloraba con lágrimas sinceras y ni siquiera se atrevía a levantar su cabeza. La mirada de Jesús se había reblandecido, la fe de esa pagana lo sorprendió, incluso lo conmovió. No obstante quiso probarla un poco más.
—Deja que se sacien primero los hijos. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos —dijo Jesús, con voz suave pero con la autoridad suficiente para poner las cosas en su lugar.
Es cierto que la mujer padecía, en su hija, la necesidad urgente de una cura que hasta ese momento hombre alguno había conseguido, sin embargo la misión del Nazareno distaba mucho de tener como objetivo principal el curar enfermos y expulsar demonios. Jesús había sido enviado por el Padre para buscar, sanar y recobrar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, no podía por tanto distraer sus energías con los paganos. La voluntad de su Padre estaba por encima de cualquier idea propia.
Justa, con toda humildad, se levantó apenas, lo suficiente como para poder ver el rostro del Maestro. Sus lágrimas colgaban de sus mejillas, sus ojos transmitían todo su sufrimiento pero también había una luz que brillaba avivada por la llama de la esperanza, rebelándose, obstinada, a su destino desgraciado. No fue la intención de la mujer cananea, mostrar su rostro sufriente ante el Señor, sino más bien escrudiñar en aquella expresión de convicción severa alguna fisura de bondad o misericordia.
—Señor, que también los perritos comen bajo la mesa, las migajas que caen de las manos de los hijos —señaló, con sagacidad, Justa.
Jesucristo, sacudido por la humildad, la insistencia y la fe de la mujer pagana suspiró profundamente. Esbozó una sonrisa casi imperceptible, mezcla de satisfacción y compasión, asombro y alegría. Se reclinó sobre sus piernas quedando en cuclillas frente a ella. La tomó de ambas manos y le dijo:
—Levántate, hija mía.
Justa se puso en pie. Se secó, con las mangas de su túnica, las lágrimas que aún fluían generosas. Su garganta anudada por la emoción no consiguió emitir sonido alguno. Miró al Señor segura de que su misericordia no podría dejarla con las manos vacías. Sus manos aferradas a las del Maestro se negaban a soltarlo, rechazando la idea de una respuesta negativa.
—Mujer, grande es tu fe. ¡Que te suceda como deseas! —exclamó Jesucristo.
La cananea cayó a sus pies, sollozando de alegría. Su fe era tan grande como lo suponía el Señor. Al instante de escuchar las anheladas palabras en boca del Maestro supo que su hija sería liberada.
Sesenta kilómetros al Norte, en el mismo momento que Jesús accedió a las demandas de su mamá, Sahira se retorció en su lecho, profirió un espelúznate grito y se incorporó. Abrió los párpados y sus ojos estaban blancos como la nieve. Sus cabellos se erizaron como movidos por un viento huracanado. Extendió los brazos con las palmas hacia el cielo. Un estruendo resonó en la habitación. De pronto, durante algunos segundos, el aspecto de Sahira fue más parecido a una mezcla de perro y dragón, que al de una dulce niña. Luego, cómo si el horrible monstruo hubiese sido arrancado de la piel de la pequeña, el aspecto de Sahira volvió a la normalidad. Empapada de sudor, despeinada, agotada hasta el extremo, cayó de espaldas sobre los lienzos de su cama. A pesar de su cansancio, era la felicidad lo que la mantenía despierta. La pesadilla horrible había terminado. Sahira se alegró, no dudó un instante que la causa del fin de su tormento se debía a aquel viaje que había emprendido su abnegada madre.
La tarde caía pintada de un hermoso color rosa que se recortaba sobre las mullidas nubes blancas. Pequeños haces de luz le ganaban la puja a los nimbos que se esmeraban por ocultar el sol antes de la hora indicada. Justa bajaba presurosa de la última duna que la separaba del anhelado reencuentro con su pequeña. Ya no importaban el agotamiento de un viaje aplastante, las heridas sangrantes de sus pies vendados, las pruebas de fe por las que había atravesado. Lo único importante era comprobar con sus cinco sentidos aquello que era certeza en su corazón.
La visión entorpecida por las lágrimas cristalinas y abundantes no le impidió ver a Sahira saltando en el terrado de su humilde casa. Unos pocos metros recorridos frenéticamente fueron el postrero escollo de un abrazo eterno. Un abrazo del alma. Un abrazo de fe. Un lazo indeleble entre Justa, Sahira y Jesucristo.


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