Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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viernes, 28 de marzo de 2014

Hoy temprano

 de Pedro Mairal


Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.

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miércoles, 26 de marzo de 2014

Esa mujer

de Rodolfo Walsh




El coronel elogia mi puntualidad:

-Es puntual como los alemanes -dice.

-O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

-Esos papeles -dice.

Lo miro.

-Esa mujer, coronel.

Sonríe.

-Todo se encadena -filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.

-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

-Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.

-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

-Cuénteme cualquier chiste -dice.

Pienso. No se me ocurre.

-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

-¿Y esto?

-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

-Le pegó un tiro una madrugada.

-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

-Pero el capitán N...

-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

-¿Y usted, coronel?

-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

-Me gustaría.

-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

-Ojalá dependa de mí, coronel.

-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

-Mire.

A la pastora le falta un bracito.

-Derby -dice-. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

-¿Qué querían hacer?

-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

-Y orinarle encima.

-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

-No.

-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

-¿Pobre gente?

-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.

-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

-Ah, bueno -dice.

-¿La vieron así?

-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

-¿Se impresionaron?

-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

-Beba -dice el coronel.

Bebo.

-¿Me escucha?

-Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

-¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

-Tantito así. Para identificarla.

-¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

-Comprendo.

-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

-¿Y?

-Era ella. Esa mujer era ella.

-¿Muy cambiada?

-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

-¿El profesor R.?

-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

-¿Enciendo?

-No.

-Teléfono.

-Deciles que no estoy.

Desaparece.

-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

-Ganas de joder -digo alegremente.

-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

-¿Qué le dicen?

-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

-Llueve -dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

-¿La sacaron del país?

-Sí.

-¿La sacó usted?

-Sí.

-¿Cuántas personas saben?

-DOS.

-¿El Viejo sabe?

Se ríe.

-Cree que sabe.

-¿Dónde?

No contesta.

-Hay que escribirlo, publicarlo.

-Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

-Cuando llegue el momento... usted será el primero...

-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

-¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

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lunes, 24 de marzo de 2014

Como si estuvieras jugando


de Juan José Hernández


Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos como si fuera un palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera vez se alejaba de la casa y veía el monte de algarrobos donde sus hermanos cazaban cardenales para venderlos a los pasajeros del tren.
Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso de tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con granos de anís, para fabricar cigarros de chala. LA abuela solía marcharse de la casa: iba a curarle el dolor de muelas a su comadre, a preguntar si había correspondencia en la estafeta, a comprar provisiones en el almacén. Los hermanos estaban en el monte. Ella quedaba sola, jugando con su caja de zapatos llena de carreteles y semillas secas. Aburrida, apantallaba el fuego del brasero donde hervía la mazamorra, hacía globitos de saliva con la boca, poco a poco se dormía.
 Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido arreglar con una cañas tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que los hermanos cargaron sobre los hombros.
 -Ya sabés, Inesita, como si estuvieras jugando- le dijo la abuela antes que partieran. Y le alcanzó el tarro de conservas vacío.
Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones iban a la estación. Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones perfumados. Cuando volvían, al anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de su delantal los pesos arrugados, que después alisaba con la uña del pulgar, y los hermanos levantaban torrecitas de diez y cinco centavos sobre la mesa de la cocina.
 A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:
-Más adelante. Cuando hayas crecido.
Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban las piernas y caía sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y de dejaba caer de nuevo, feliz de divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la mortificaran a menudo. “Si abría la boca y cerrás  los ojos te damos un caramelo”, le decían. Inés aguardaba un rato, con la boca abierta, el caramelo que resultaba ser la pluma de un pájaro o una hormiga, nunca recibió un dedo porque ella sabía morder. Pero muy pronto descubrió el modo de vengarse: le bastaba lanzar un chillido para que la escoba o la zapatilla de la abuela fuese a dar contra la cabeza de uno de sus hermanos. “Grita porque tiene ganas, abuela. No le hemos hecho nada”, decían. La abuela alzaba a su nieta en brazos, murmuraba:
-Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos satinases.
 Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a dos leguas de la casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el vecino. Cuando el maestro se jubiló, ningún otro quiso sustituirlo y la escuela dejó de funcionar. Ellos, que ya sabían leer, conservaban el libro de primero superior y antes de acostarse deletreaban algunas lecciones. Inés, a fuerza de escucharlos, las había aprendido de memoria; tomaba el libro con sus manos y fingía leer. Cuando terminaban la sopa, la abuela los mandaba a la cama. Dormían los tres juntos en un catre de tientos. Las noches eran frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a la lámpara de querosén, armaba cigarros y tomaba mates dulces, con olor a poleo. Afuera se extendía el campo árido bajo la luna, la sombra crispada de los algarrobos, el canto de los grillos. A veces, una lechuza gritaba sobre el techo del rancho. La abuela se persignaba para ahuyentar la desgracia. “Creo en Dios y no en vos -decía-. Ayer pasó a esta misma hora: alguien estará por morir”.
“Se va a morir”, pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta en una colcha. Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro años antes, en que Rosa fue a la ciudad para trabajar de mucama poco después que muriera su marido. A la abuela no le importó cuidar de los mellizos. Se parecían al padre, un hombre fuerte, peón de ferrocarril, que vivió con su hija en una pieza de madera y techo de zinc, detrás de la estación.
El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y quedarse dormido sobre las vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus hijos. Para ganar unos pesos preparaba refrescos y empanadillas dulces que ofrecía a los pasajeros del tren.
 En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de mucama. Aceptó sin vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que viajaban en los coches de primera, con sus turbantes de colores, sus hileras de perlas y sus anteojos ahumados. Nunca bebían refrescos, pero se interesaban en las pantallas decoradas con plumas y a veces compraban tortuguitas. Habían ciertas señoras aprensivas que se negaban a probar una empanada porque “vaya a saber uno con qué están hechas”; otras, indiferentes, hojeaban revistas y comían caramelos; las muy viejas, sofocadas, se refrescaban la frente con algodones empapados con agua de Colonia.
 La mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres llevaban, a manera de boina, pañuelos de bolsillo anudados en las puntas. El tren no había terminado de parara cuando ya  estaban corriendo en dirección a la bomba del andén; allí se mojaban el pelo, la cara, y llenaban las botellas para tener con qué lavarse cuando el polvo del viaje los volviera a cubrir. Acto continuo se paseaban, asediados por los vendedores; regateaban el precio de una sandía; compraban por el solo placer de comprar, cigarros, pantallas, cardenales. Y cuando partía el tren, trepaban ágilmente a los estribos de los vagones; después sonreían y agitaban la mano en señal de adiós.
 Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a ver a su madre, ni a sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con un billete de diez pesos. En esas cartas, escritas probablemente por la señora de la casa, nunca había mencionado el nacimientos de Inés.
 -Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.
La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una colcha. “Se va a morir”, pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los ojos:
 -Tiene cara de cabrito -dijo.
Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del sarampión.
 -No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.
Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de grasa, le contó sus proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para que todos vivieran juntos. Ella trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla con el lavado y el planchado de la ropa.
 -He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa, un roperito que es mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga me va a dejar la pieza que alquila cerca de una avenida asfaltada. Es una pieza grande con balcón a la calle.
 La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante cambiada: hablaba demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy anchas y le faltaban dos dientes: llevaba además una pollera floreada sujeta al talle por un cinturón ajustado que casi le impedía respirar.
 Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando con recelo a la mujer que había venido con la criatura.
  -Entren a saludar a su madre -dijo la abuela-. Entren, no sean ariscos.
Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:
 -Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.
Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su madre, en el andén de la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de fin de año, el dinero para los pasajes.
 Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su nieta; para fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la hora del almuerzo le daba trozos de pan untados con caracú. Al principio, Inés recordaba a su madre, “Quiero ir con mi mamá”, lloriqueaba. Después acabó por no pensar más en ella. Sentada en el piso de tierra de la cocina, jugaba con carreteles o miraba a los mellizos que fabricaban jaulas con ramitas para los cardenales del monte. Algunas siestas, aprovechando que la abuela dormía, la llevaban a robar higos del vecino. Inés los recogía en la falda de su delantal. A veces, un higo, demasiado maduro, caía con fuerza y reventaba sobre su cabeza. Ocultos entre las hojas, los mellizos sofocaban la risa, pero cuando bajaban del árbol dejaban de reír: al hacer el reparto, comprobaban que Inés se había comido las mejores brevas. Los días de lluvia jugaban en la cocina. Los mellizos, para asustar a su hermana, imitaban al hijo de la comadre de la abuela, que era retardado y se llamaba Simón.
 -Háganse los pícaros, nomás -rezongaba la abuela-. A ver si Dios castiga y quedan tan opas como Simón.
 También jugaban al gallo ciego. A veces Inés los espiaba debajo del pañuelo, pero los mellizos siempre la descubrían. “Trampa. No jugamos más”, gritaban, y le tiraban del pelo hasta hacerla llorar. La abuela intervenía con la escoba.
 -¡No parecen hermanos! -exclamaba. Después, con un suspiro: -Cuándo llegará fin de año. Ya aprenderán a se juiciosos con la Rosa. Ella no es tan blanda como yo.
 Pasó el fin de año y también el carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los pasajes. Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la provincia. Como los pozos estaban agotados, la abuela con los mellizos tenía que trasladarse a la estación donde un conscripto vigilaba la distribución del agua. Cargados con latas, esperaban pacientemente su turno en la fila de gente morena y callada que venía del monte con sus hijos descalzos y sus perros escuálidos. Apenas se abría la estafeta, la abuela mandaba a uno de los mellizos a preguntar di había llegado carta de la ciudad. Con el dinero prometido por Rosa pensaba comprar provisiones en el almacén. No le quedaba azúcar para el mate, ni había más hojas de tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los aplicados huesos del puchero, de tanto hervir en la olla, no conseguían darle ningún sabor a la sopa. La abuela hubiese preferido morir de hambre antes de comerse una de sus cuatro gallinas. Aquel jueves, sin embargo, después de palpar la rabadilla de la paraguaya y cerciorarse de que no estaba a punto de huevear, resolvió sacrificarla. Era la más vieja de sus gallinas, y desde hacía una semana andaba medio tristona, con las alas caídas.
 Se levantó el alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La paraguaya, que ponía huevos celestes, estaba muerta al pié de un arbusto. “Pobrecita, se ha muerto de vejez y de sed, como un cristiano”, pensó. La tomó de las patas, le acarició el cuerpo tieso y flaco, el buche vacío. Después, en la cocina, encendió el fuego del brasero y puso a hervir el agua. Sentada, con la paraguaya sobre las rodillas, la abuela empezó a llorar. “Si esto sigue así, tendremos que comer tierra”, de dijo, cuando por la puerta vio el sol detrás del monte que iluminaba el cielo implacable, sin una nube.
 Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de odio hacia Rosa. Pensó con amargura, con rencor:”Mentira. No es que se nieguen a ocuparla con la criatura. A mi no me engaña. Ha de estar ella tranquila. Ya aparecerá de nuevo aquí con otro hijo a cuestas que yo tendré que criar, porque soy así de zonza”.
 Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido le chamuscó los canutos de plumas que todavía quedaban debajo las alas y en la cola; después, con un cuchillo filoso, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de agua hirviendo.
 Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta. Aunque era viernes, no irían a la estación porque nada tenían que vender. “Si mañana no llegara carta de Rosa -pensó- tendré que pedirle dinero prestado a mi comadre. La última vez que le curé el dolor de muelas me regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta plata con Simón. Me dijo que el opa estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto pasearlo por el andén y que, en adelante, para no cansarse, lo llevaría en un cajón con ruedas. Tiene suerte con Simón.
 Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés. Se levantó de la cama para buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta, vio que Inés, agitando las manos y con los ojos vendados, trataba de alcanzar a uno de los mellizos. De pronto se le ocurrió ponerle a la silla dos travesaños de tacuara para que los mellizos pudieran cargarla sobre los hombros. Caminando de prisa, alcanzarían la legada del tren. Con pocas palabras, le explicó a su nieta cómo debía comportarse. No era difícil en su improvisado palanquín, con lo ojos entrecerrados, Inés se pasearía por el andén de la estación. “Una limosna para la cieguita”, dirían los mellizos. Después la subió a la silla y le dio un tarro de conservas vacío para que guardara las monedas.
 Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de algarrobos. Entonces, alzando la voz, le recomendó nuevamente:
 -Ya sabés, Inesita. Como si estuvieras jugando.

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jueves, 20 de marzo de 2014

La hormiga



de Marco Denevi



Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

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miércoles, 19 de marzo de 2014

El penal más largo del mundo



de Osvaldo Soriano



El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del Valle de Río Negro, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del Valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras. Los jugadores siempre eran los mismos o los herma­nos de los mismos. Cuando yo tenía quince años ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arque­ro, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En la copa participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 habían termi­nado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole uno a cero a Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamó la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del Valle empezó a hablarse de ellos.

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lunes, 17 de marzo de 2014

El Libro

de Sylvia Iparraguirre           
             
        El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cu­bículo, la luz morteci­na le alcan­zó su cara en el espejo manchado. Maquinal­mente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanita­rio, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro peque­ño y grue­so, de tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momen­to. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó dis­traí­do las primeras pági­nas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró el re­loj. Fal­ta­ba para la salida del tren.
        

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El perro que vio a Dios

de Dino Buzzati


1

Por pura malignidad, el viejo Spirito, rico panadero del pueblo de Tis, dejó su patrimonio en herencia a su sobrino Defendente Sapori, bajo una condición: durante cinco años, todas las mañanas debía distribuir a los pobres, en un lugar público, cincuenta kilos de pan fresco. Al pensar que su robusto sobrino, uno de los más ateos y blasfemos habitantes de ese pueblo de excomulgados, se dedicaría a la vista de la gente a una obra considerada de bien; ante esa idea, aún antes de morir, el tío habrá lanzado abundantes carcajadas clandestinas.

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