Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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martes, 4 de agosto de 2009

Naufragio de un amor



Así como las personas que mueren en la plenitud nos ahorran el recuerdo de su vejez, los amores interrumpidos abruptamente siguen viviendo en nuestro corazón no como brasas agonizantes, sino como horrorosas llamas que queman cada noche.
Alejandro Dolina



Si está leyendo estas líneas, significa que quizás mi deseo esté muy cerca de cumplirse. Ya sé que usted no entenderá de lo que le estoy hablando y que seguramente estará tentado de avanzar unas líneas más abajo para saciar su curiosidad. Pero antes de hacerle un relato exhaustivo de los por qué y los para qué de esta carta, y como tiempo es lo que me sobra, me gustaría presentarme.
Me llamo Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda, nacido a orillas del Mediterráneo, apenas cuarenta y cinco años atrás. Criado en un pueblito llamado El Campello, enclavado doce kilómetros al Noreste de Alicante, España. Soltero de papeles y eternamente aprisionado del amor de María de los Ángeles. Hijo de don José Sánchez y doña Herminia de la Alameda, hermano menor de Rodrigo Sánchez de la Alameda. De profesión periodista, integrante del staff de la redacción del suplemento cultural del diario madrileño El País.
Presentaciones de rigor concluidas, sin importunarle con más demoras, comenzaré con el relato de los acontecimientos en los que me vi envuelto.


Por encargo del diario, me encontraba en un pueblo llamado Matanchén situado en las costas occidentales de México, trabajando en una biografía de un ignoto escritor local. Tres meses fueron muy suficientes para concluir con mi trabajo pero muy escasos para compartir mi tiempo libre con el amor que hoy desgarra mi corazón. Recuerdo aquella pegajosa noche de verano cuando conocí a María, recuerdo que mis ojos quedaron contagiados por el virus de su belleza. María trabajaba como camarera en una acogedora taberna. Día tras día volví ocultando mi verdadera intención con la trivial excusa de disfrutar de un exquisito arroz a la mexicana que preparaba el gran cocinero Pepito. Al cuarto día su sonrisa cómplice me envalentonó, después de tomar mi cafecito colombiano y mi copa de tequila de rigor, la invité al baile del sábado en el club El Arriero. Consumada la noche de marimbas, guajiras y serenatas mariachis, ni un solo día durante los siguientes dos meses, dejamos de vernos.
Nuestro furibundo amor, florecido a la margen del pacífico, se vio abruptamente interrumpido por el pedido urgente de mi diario para que mi biografía y yo emprendiésemos el regreso a mi país. No dejé de ver las lágrimas de María derramarse por sus tiernas mejillas, desde el mismo momento en que le comuniqué la mala noticia hasta que su rostro fue una imagen borrosa sobre el muelle.
El buque partió presuroso hacia el canal de Panamá, dejando la mitad de mi alma anclada en la costa. El viaje se desarrolló apacible en su primer día. Recorrí la cubierta, arrastrando con dificultad mi cuerpo inerte. Ni la belleza del mar dorado por el sol escarlata del atardecer, ni la novedad de los delfines juguetones que acompañaban el avance de nuestra nave, pudieron arrancarme de las garras de la melancolía.
En el segundo día de travesía había decidido tratar de olvidar, aunque fuera por unas pocas horas, el bello y humedecido rostro de María, la suave fragilidad de sus manos, la voz dulzona y hechicera. Para ello subí nuevamente a cubierta a repasar las notas y la redacción de la biografía. Logré concentrarme durante tres horas sentado en un confortable banco de madera. Las primeras brisas frías de un atardecer de sol ya ausente me espantaron hacia mi camarote.
No habrían transcurrido más de dos horas de un profundo sueño cuando el zamarreo del barco me dejó desparramado sobre el piso. Medio dormido y aturdido por el porrazo, me acerqué a mirar por la pequeña ventana redonda de mi camarote. Nunca he temido al mar ni a las tormentas, pero lo que vi a través de la escotilla hizo que mi sangre dejara de circular. Las olas debían tener diez o doce metros de alto, la lluvia parecía un telón grueso y los rayos iluminaban el horizonte de tanto en tanto.
El vaivén frenético me mantuvo en vela. Decidí echarle un vistazo más a mis apuntes. Busqué infructuosamente mi libreta en la chaqueta, en el maletín, sobre el escritorio. El pánico se apoderó de mí, ya no por la tremenda tormenta que agitaba el barco sin descanso, sino porque mi puesto en el diario debía yacer tirado en algún lugar de la cubierta. El cuadernito se habría deslizado de mi bolsillo cuando me levanté del asiento o tal vez en el momento que me dio un escalofrío y me puse la chaqueta. Sin pensar demasiado en la estupidez que estaba por cometer tomé mi impermeable y corrí hacia la superficie. En un rapto de mínima lucidez recordé las instrucciones que nos habían dado al comienzo de la travesía. Lo primero que debíamos hacer en caso de emergencia era colocarnos el chaleco salvavidas, así que tomé uno y me lo coloqué antes de enfrentar la tempestad.
Recorrí infructuosamente la cubierta durante quince minutos. Cuando ya estaba decidido a abandonar mi trabajo y volver a México, vi la libreta atorada junto a uno de los botes salvavidas. El viento huracanado la movía peligrosamente. Me apresuré a recogerla. Una sensación de alegría y alivio me invadió cuando la biografía estuvo segura entre mis dedos. Aunque por un instante se cruzó por mi cabeza que hubiese sido mejor que la libreta descansara en el fondo del mar y yo me viese obligado a regresar junto a mi amada María. Muchos años de sacrificios y privaciones para llegar a ese puesto me borraron la loca idea de mi afiebrada mente.
No puedo decir exactamente lo que pasó después. Sólo alcanzo a recordar que una ráfaga de viento y agua me golpeó por la espalda. Cuando recuperé la noción de espacio y tiempo estaba flotando en el mar embravecido. Miré desesperado hacia los cuatro costados buscando el buque, pero lo único que pude ver eran montañas de agua por todos lados que trataban de hundirme. Luché desesperado tratando de mantenerme a flote. Durante un instante el mar pareció calmarse, sin embargo fue sólo una impresión, pues vi cómo una pared de veinte metros de alto se erguía y se abalanzaba sobre mí. Lo último que recuerdo es mi vano esfuerzo por nadar hacia la superficie y luego todo fue oscuridad.
Los quejidos de las gaviotas, el murmullo del mar lamiendo la arena y el sonido de la brisa corriendo entre las palmeras fueron mis primeras percepciones después del desmayo. Abrí los ojos, las imágenes borrosas empezaron a hacérseme familiares: árboles, arbustos, piedras y arena. Por un instante creí que me había quedado dormido en la playa de Matanchén y que todo era una horrible pesadilla. Sin embargo los sucesos habían sido dolorosamente reales y yo me hallaba tirado boca abajo sobre una típica playa caribeña, pero no en alguna que yo conociese. Debí de haber permanecido varias horas en esa posición, pues yo y la arena en la que yacía estábamos secos.
Me levanté con alguna dificultad pero comprobé que no tenía heridas ni golpes. Me quité el chaleco que realmente había resultado salva-vida. Grité por ayuda durante unos cuantos minutos hasta comprender que la playa estaba totalmente deshabitada. Supuse que debía de hallarme en alguno de los cientos de kilómetros de costa virgen que hay entre México y Panamá. Sólo debería caminar unos cuantos kilómetros por la orilla hasta encontrar algún pueblo en donde poder informar a mi diario que estaba vivo. Seguramente en el barco ya se habrían percatado de mi ausencia, habrían buscado mis documentos entre mis pertenencias e informado a las autoridades consulares sobre mi desgraciada desaparición.
Tres horas después mis esperanzas de encontrar ayuda estaban tan desgastadas como mis pies. Había caminado durante horas por la costa recorriendo infructuosamente un camino, que si mis presunciones no estaban equivocadas, me devolvería al punto de partida. Bastaron dos horas más para ver mis temores hechos realidad: estaba varado en una pequeña isla aparentemente desierta. Me sentí como debe haberse sentido Adán: con una nueva vida, en un paraíso y sin nadie más con quien hablar.
Pasados los primeros días, en los que me dediqué a explorar a fondo la isla, evaluar mis recursos, proveerme de un techo adecuado y conseguir armar una fogata que siempre estuviese encendida y que pudiera funcionar como señal de rescate, el tiempo ocioso comenzó a derruir el buen ánimo que me había dado mi espíritu de supervivencia. Empecé a recordar más frecuentemente a María y sufrir por partida doble la soledad de aquel increíble paraje. Mis horas durante el día se consumían vanamente en la observación del horizonte, buscando avistar algún barco que me arrancase de esa prisión. De noche, junto al fuego, lloraba mi desgracia, me consolaba soñando que estaba con mi amor en silencio, abrazos junto al mar.
Nunca llevé un registro del tiempo que iba transcurriendo desde mi naufragio, pero durante los primeros meses me había propuesto no perder el hábito del habla. Recitaba algunos poemas que me gustaban, relataba aventuras a compañeros inexistentes y me sentía reconfortado con las canciones que de niño me susurraba mi madrecita junto a la cama. Pero pronto fui perdiendo esta costumbre y otras muchas que me mantenían conectado con la civilización.
Un día de los tantos que consumía sentado en la arena, con la esperanza de ver que un barco recortara el cielo sobre el horizonte, vi aparecer una caja de madera flotando sobre el agua transparente. La corriente la arrastraba directo hacia donde estaba yo, pero a unos treinta metros de la orilla cambió el rumbo hacia el Sur. Corrí desesperado hacia el mar, no podía dejar que se escapase lo que probablemente fuese mi único y último contacto con el mundo. Nadé hasta el cansancio, mis piernas comenzaban a acalambrarse cuando conseguí agarrar la caja por una manija de soga que tenía sobre un costado. Demoré un buen rato hasta que pude poner mis pies y el cajón sobre tierra firme. Permanecí un buen rato exhausto junto a ella.
Sobre uno de los costados estaba escrito la sigla F.J.Q.; tenía, además, una etiqueta que indicaba que la carga viajaba con destino a Colombia. Me costó bastante poder abrirla, tenía que hacerlo con cuidado para no dañar lo que hubiera en su interior. Al fin, valiéndome de una roca pude desclavar algunas tablas. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver algunas botellas de ron y de vino, mi madre no podría regañarme por tomar unas copitas. Había también algunas latas de comida que normalmente hubiera despreciado, pero que en esta situación eran una especie de banquete de los dioses. Además de ropa y algunos artículos de limpieza había un paquete con hojas de papel y otro con bolígrafos azules. Gracias a un conveniente tratamiento de embreado interno que tenía la caja toda la carga se había conservado seca y en perfecto estado.
El resto del día me dediqué a preparar, junto a la fogata, una gran gala bajo la luz de la luna. Sobre una mesa que había fabricado con ramas secas, dispuse una sabana que venía en la caja y que ofició de mantel, el vino y algunas latas que demoré más de una hora en abrir. A un costado coloqué una roca plana que serviría de asiento. Me vestí con la mejor ropa que encontré.
Cuando la noche tiñó de colores oscuros la isla, comenzó la fiesta. Volví a cantar y reír después de mucho tiempo, ciertamente que el ron incrementó mi alegría. María me acompañó durante toda la noche. Recordamos largas caminatas por el empedrado de las calles de Matanchén, noches febriles de piel sudada y aroma a rosas, sueños de niños correteando a nuestro alrededor. Cuando la botella derramó sus últimas gotas doradas sobre mis labios, mirando a María a sus ojos almendrados, repetí el juramento que le había hecho en el muelle, la promesa de que volvería. Ella, quitando los cabellos negros que se encaprichaban en ocultar su rostro, prometió por segunda vez, empapada en llanto, que me esperaría.
Esa noche soñé que llegaba María vestida de novia, montada en un caballo blanco. Junto a ellos cabalgaba sobre las aguas plateadas por la luna otro caballo pero sin jinete. Cuando estuvo a mi lado levantó el tul que cubría su cara y resplandeciente me anunció que había venido a buscarme.
Cuando desperté —remedando a los náufragos de aquellos cuentos que me había narrado mi mamá y que escuchaba fascinado en mi casita de El Campello—, decidí escribir esta carta y arrojarla al mar en una botella. Sepa usted que no lo he hecho teniendo más esperanzas en el ser rescatado que en el que estas palabras lleguen a manos de mi amada María.
Por eso os ruego que no abandone este pedido, que aunque pierda algo de su tiempo o de su dinero, haga llegar este mensaje hasta ella. Si finalmente usted se decidiera a colaborar conmigo, diríjase a la siguiente dirección:

Taberna “La mar embravecida”
Calle Rincón 945
Muelle de San Blas
Municipio de Nayarit
México


Desde ya muchas gracias y que Dios recompense su buena acción y lo colme de bendiciones. Vuestro servidor:

Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda



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