Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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viernes, 18 de abril de 2014

Había una vez un pequeño reino llamado Gardduw

de Fernando Murano



Había una vez un pequeño reino erigido sobre un valle al que sólo se podía acceder a través de las altas montañas que lo rodeaban. El reino permanecía oculto para los viajeros que transitaban por las Tierras Altas. El gélido pero escaso viento que en invierno se colaba por los desfiladeros no alcanzaba para que las temperaturas bajaran más allá de los cero grados. Salvo en las épocas invernales los días transcurrían tan soleados como templados y muy pocas nubes se atrevían a arrojar sombra sobre la verde tierra de Gardduw. Así de extraño era el nombre de este Reino. Los sabios ancianos de Picteus decían que Gardduw era un nombre en idioma galés, idioma que yo desconocía por completo. Tan extraño era el nombre como la lengua que se hablaba allí: el latín. Gran sorpresa causaba esto entre los visitantes pues se pensaba que el latín había perdurado sólo en liturgias y libros religiosos.
En el Reino de Gardduw las casas eran pequeñas y monótonas, más no por ello dejaban de tener su encanto. En su mayoría estaban construidas con grandes ladrillos de cerámica gris, techos de colores vivos, pequeñas ventanas  y sólidas puertas de madera con herrajes de hierro forjado. Los sembrados de cereales así como las huertas y los frutales eran vastos y coloridos. Al sur del valle, entre las moradas de baja altura sobresalía, con sus imponentes treinta metros,  la Torre de Añil. En esta extraña y espigada construcción que parecía una especie de vela azul derretida vivían los Monjes Azules. Al norte se erigía el soberbio Castillo donde gobernaba un fornido rey de larga barba blanca y rostro bondadoso. Luin era el nombre del anciano monarca.
Los habitantes de Gardduw eran trabajadores, amenos en el trato uno con otros y, aunque eran pocos los que visitaban ese reino oculto, eran buenos anfitriones con los extranjeros. En los Libros Reales, en los que se registraba todos y cada uno de los pobladores de aquel singular reino, figuraban mil trecientos noventa y cuatro hombres, la mujeres anotadas eran algo más del doble y los niños no superaban la mitad de esa cantidad. Además de ser buenos agricultores, se destacaban en el trabajo de los metales que extraían con gran habilidad del corazón de las montañas que los rodeaban.
El Rey, que gobernaba con sabiduría y justicia, tenía dos hijas, una de dieciocho años llamada Abril y una de veinte llamada Tavia. La menor  era una bella rubia de tez pálida y enormes ojos verdes que tenía un gracioso lunar a la derecha de su pequeña nariz. La mayor era morocha, su piel era como la de una aceituna brillosa, sus ojos, oscuros como la profundidad de una noche sin estrellas; su rostro me recordaba a aquellas mujeres que conocí en mis viajes por oriente. Las dos eran delgadas, parlanchinas y se vestían con gran elegancia. Las jóvenes eran muy compinches y desde pequeñas siempre andaban juntas por el palacio.
Un día mientras paseaban por los extensos jardines palaciegos vieron un hermoso mozo que arreglaba los canteros de las rosas. El nuevo jardinero era un vigoroso muchacho que tendría algo más de dos décadas de edad, era alto y de ojos tiernos. Las bellas princesas notaron que era muy discreto y hábil en el manejo de las herramientas.  Las muchachas se sentaron en un banco de madera a una prudente distancia desde dónde podían mirar al muchacho con reserva.
—Hace un buen trabajo con mis rosas preferidas —dijo Abril.
—Sí, es verdad, ha dejado ese cantero tan bello como jamás lo había visto. ¿Cuál será su nombre?
—Apuesto a que tiene un nombre extranjero. Quizás sea extranjero, sí, debe serlo, pues nunca antes lo había visto.
—No puedes conocer a todos los habitantes de Gardduw, Abril.
—Aun así tiene aspecto de extranjero, preguntémosle.
—¡Estás loca! Papá no nos deja hablar con los hombres que trabajan en el palacio y menos aún si son jóvenes…
—¡Y hermosos!
—¡Basta, Abril!
Abril se levantó sin decir palabra, fingiendo dar un paseo,  se acercó con gracia y disimulo hacia donde trabajaba el muchacho. Tavia, consternada por la osadía de su hermana, la siguió a trompicones. Abril se paró justo delante del joven.
—Hola —dijo con frescura.
El mozo alzó la cabeza por primera vez. Al ver a tan bellas y distinguidas princesas sonrió sin pudor.
        —¿Eres mudo? —preguntó con un tono jocoso Abril.
La pregunta pareció divertir al muchacho pero se mantuvo callado.
       —¡Abril, por favor deja de molestar al joven que está trabajando! —imploró Tavia.
       —¡Ya sé! —gritó Abril, como si de pronto se hubiese dado cuenta de algo—. Tienes prohibido hablar con nosotras, ¿no?
       El mozo confirmó los dichos de la princesa de pelo dorado con un imperceptible movimiento de cabeza. Luego bajó la vista y continuó con los arreglos florales. El gesto pareció irritar a Abril.
       —Abril, vámonos ya, papá se va enfadar.
      —Un momento, nosotras somos las hijas del rey, somos las legítimas herederas al trono y  alguna vez gobernaremos Gardduw. Por tanto…
      La cara de Tavia se transformó, el juego ya no era divertido. Si uno de los capataces del jardín lo viera conversando con ellas podrían causarle problemas al muchacho.
     —Eres una tonta, Abril. Tú no reinarás, soy yo la primogénita…
     —Sí, si, y tienes el derecho y bla, bla , bla —interrumpió Abril con una sonrisa cáustica—. ¿Y si mueres sin haberte casado quién será la reina?
     Tavia suspiró resignada, sabía que cuando un capricho se le subía a la cabeza  jamás podía hacer entrar en razones a su hermana. El joven dejó escapar una risita apenas audible.
     —Yo soy la princesa Abril, hija de Luin, heredera al trono de Gardduw —dijo solemne— y por los poderes que me confiere mi linaje te ordeno que me digas tu nombre.
     —León.
     —Eso es todo —dijo Abril enojada— no vas a decirme nada más.
     León la miró impávido.
     —Ah, ya veo, eres de los prudentes. Entonces… por los poderes que me confiere y bla, bla, bla… te ordeno que me hables.
     —Soy León, hijo de Baltasar. Vengo de Dumis, una tierra lejana allende el mar.
     —¡Te dije, Tavia, es extranjero!
     —Hace tres años que vivo en Gardduw.
     Abril se mostró consternada. Cómo podía ser que viviera hace tres años y ella nunca lo hubiese visto, ni durante los festejos de las cosechas, ni en las Justas de Irim, ni tampoco en los cortejos reales que dos veces al año recorrían el pequeño reino. Tres años es mucho tiempo para permanecer en ese país oculto a los ojos de ella o de cualquier otra persona.
—Hemos visto que cuidas muy bien las flores —dijo Tavia—  ¿Quién te ha enseñado?
—Es una larga historia.
—No tenemos apuro, puedes contarnos.
—Tengo que hacer mi trabajo…
León sacudió la cabeza y  largó un extenso resoplido. Con los brazos en jarra y cara de enojo, Abril convenció a León sobre la conveniencia de contar la historia.
—Una vez, llegó a mi pueblo un hombre muy anciano. En ese entonces trabajaba en la fragua de mi padre Baltasar. El anciano se presentó en nuestra herrería pues necesitaba que le colocásemos la herradura que su caballo había perdido en los pedregosos caminos de aquella tierra. Boris, así se llamaba, cansado por el largo viaje que había realizado, le pidió a mi padre que lo alojara unos días. Un pequeño depósito que había dentro de la caballeriza fue del agrado del viejo. Permaneció allí durante un tiempo considerable.
“Todas las mañanas, los mediodías y las noches Boris comía con nosotros en mi casa. Era una persona afable que hablaba con sabiduría y que agradaba mucho a mi madre, quien gustaba de entablar largas tertulias con él. Cuando mis deberes me lo permitían me sentaba junto a ellos y escuchaba las historias que contaba sobre sus numerosos y extensos viajes.
“Un día Boris encontró a mi madre cuidando el hermoso jardín que adornaba la entrada de mi casa. Teníamos unas flores muy extrañas, de color blanco por fuera y azules por dentro, pero de todos los muchos pimpollos, sólo una pequeña parte se abría y mostraba su espléndida belleza. El anciano le dio a mi madre un polvo blanco y le dijo que lo pusiese en la base del tallo una vez al mes. Al día siguiente todos los pimpollos habían florecido. En medio del jardín había un árbol casi muerto que tan sólo daba unas pocas hojas de un verde tan apagado que parecían enfermas. Le pedí a Boris que hiciera algo por él. «No puedo hacer nada por él» me dijo «ese árbol es un mal augurio». En un principio no quiso decirme por qué aunque ante mi insistencia me contó que ese árbol moriría en un cierto tiempo y que cuando esto pasara mi padre y mi madre enfermarían y, a su vez, morirían también. Me pidió que no se lo dijera a ellos pues no se sabía cuándo ocurriría aquello.
“Boris permaneció en mi casa durante unos meses y me enseño todos los secretos que conocía sobre jardinería. Un día cuando fui a llamarlo para el desayuno me di cuenta que había partido. El día anterior me había dicho «Busca un árbol semejante al árbol mustio que se erige en medio de tu jardín. Ten presente que este árbol será frondoso y sus hojas de un verde intenso. Pregunta su nombre, si por respuesta te dan: Árbol de la Vida, habrás encontrado el indicado. Corta cien hojas y, sin que se pierda ninguna, guárdala en una bolsa de arpillera. Ni bien termines de cortarlas las hojas se pondrán mustias. Como no te servirán así, deberás hacer que las hojas vuelvan a tener su color verde —le pregunté cómo podría hacer aquello—. Para ello —me respondió—deberás encontrar a una mujer que te ame de verdad, cuando ella lo confiese con su boca las hojas revivirán. Entonces regresarás a casa con ella, triturarás todas las hojas y con ese jugo regarás el árbol mustio. En ese momento el árbol recuperará su vigor. Tus padres, a su vez, se curarán. Te digo que si consigues esas hojas muchos serán los años que vivirán»
“Yo no le creí, aunque en el fondo pienso que no quise creerle, y pronto olvidé la profecía de Boris. Sin embargo, un año exacto después de que se marchara, el árbol se secó completamente. Mis padres, tal y como lo había dicho el anciano profeta, enfermaron. Dejé a un ayudante de la fragua a su cuidado y partí en busca del Árbol de la Vida. He caminado a través de llanuras, he cruzado montañas, transitado desiertos, navegado por mares y ríos, y todo ha sido en vano. He visitado los jardines más bellos, los más grandiosos y los más humildes, el resultado siempre ha sido nulo. No me he detenido en ningún sitio ni un segundo más de lo necesario para buscarlo.”
      —¿Y por qué has vivido en Gardduw tres años? —preguntó Tavia.
      León la miró a los ojos, ella notó un brillo especial en su mirada, había algo de esperanza y desazón, de alegría y tristeza.
      —Porque lo he hallado.
      —¿Y qué esperas para recoger sus hojas?
      —No puedo.
      —Dime dónde se encuentra y haré que mi padre le quite el árbol a su dueño —exclamó Abril.
      —No puede.
      —Mi padre es el Rey —protestó ofuscada Abril— él puede hacer lo que quiera.
      —El árbol está en estos jardines.
      —Entonces será más fácil — Abril sonrió y movió su cabeza en una y otra dirección en busca de un árbol que ni siquiera conocía.
      Tavia se dio cuenta de lo que quería decir León, una gran pena le estrujó el corazón. Recordó el nombre del viejo árbol que está en medio del Jardín de los Reyes.  “Árbol de la Vida“, le había dicho su maestro de botánica. El Jardín de los Reyes había sido consagrado a Dios y nadie, ni siquiera su padre, podría quitar ni agregar ninguna planta de él. Cientos de años atrás el Rey Alid, a cambio de que curase de una extensa y dolorosa enfermedad a su esposa, ofreció ese pequeño edén a Dios.                  Lisiria se curó en tan sólo tres días. El rey, por miedo a que su esposa volviese a enfermarse, ordenó que los jardineros se abstuviesen de quitar o agregar  plantas, podar ramas o simplemente cortar flores. Nadie volvió a cuidar de él y a pesar de ello el jardín ha permanecido intacto desde aquel día. Lisiria fue la primera que notó, en uno de sus largos paseos diarios, que un tallo de un árbol estaba creciendo en el centro del jardín. Al cabo de varias generaciones de reyes y reinas el árbol creció vigoroso y sus ramas se hicieron grandes y frondosas y dieron una extensa sombra que en el verano hacía que el aire bajo ella fuera fresco y reconfortante. Algunos tenían la teoría de que los reyes curaban sus enfermedades durmiendo largas siestas debajo del árbol. Lo cierto es que todos los linajes reales han conservado la prohibición de tocar el Jardín de los Reyes.
       —No podrá tocar ni una de sus hojas —dijo Tavia a su hermana—, el árbol está en el Jardín de los Reyes.
       —¡Oh, qué horror! —exclamó Abril.
       —¿No puedes buscar otro?
       —Boris dijo que sólo hay dos árboles de esa especie.
       —Hablaré con el Rey —dijo Tavia—, quizás haya algún modo de quitar sus hojas.
       —Gracias, alteza, es usted muy generosa conmigo.
       A León le gustaban el pelo dorado de Abril, los pequeños labios rojos, y los ojos verdes que parecían querer incendiarlo cuando lo miraba. Sin embargo, le parecía algo tonta y pueril. En cambio Tavia era toda una mujer pero no tenía la hermosura de su hermana.
***
       Cuando Tavia entró en la sala de audiencias el rey Luin se encontraba atendiendo asuntos concernientes al gobierno de Gardduw. El primer ministro Firnae sostenía entre sus manos un papiro desenrollado mientras recitaba una serie de cuestiones sobre el agua y los granos. La presencia de la joven hizo que Firnae se detuviera. Luin le ordenó que los deje solos. El primer ministro hizo una profunda y solemne reverencia y se retiró a paso firme. Cuando el eco de los pasos del funcionario hubo cesado el rey preguntó:
       —¿Qué sucede hija mía? ¿Por qué has interrumpido mi trabajo?
       —Algo me angustia, Padre.
       —No te veo bien, cuéntame eso que te angustia.
       La princesa le contó con lujo de detalle todo lo que habían hablado con León. El rey que era una persona sensible se apenó, pero era imposible que pudiera aceptar el pedido de cortar las hojas del árbol. Durante largo rato se quedó inmóvil, reflexionado acerca del asunto, parecía una estatua de mármol. Tavia permaneció parada frente a él, sin moverse ni decir palabra, tan sólo sus ojos expresaban el nerviosismo y la angustia que llevaba dentro.
       —No estoy seguro —dijo al fin—pero podría haber una salida.
       La cara de Tavia se iluminó.
       —Ve a La Torre de Añil y consulta a los Monjes Azules, creo que ellos pueden darnos una respuesta.
***
      La entrada de la Torre de Añil era imponente como la torre misma. Dos columnas de granito talladas con formas sinuosas y profusas volutas se erigían solemnes a ambos lados de los portones de entrada. La madera oscura de los portones estaba trabajada con bellos motivos religiosos: ángeles, trompetas, cruces y cálices habían sido magistralmente dispuestos sobre toda su superficie.  Un anciano pequeño y huesudo, que vestía el tradicional hábito azul, empujó sin dificultad uno de los portones y le rogó a Tavia que pasara. El interior de la torre era oscuro aunque varias antorchas fijadas en las rugosas paredes brindaban la luz necesaria para que el lugar resultase agradable. El anciano monje, llamado Baldor, condujo a la princesa a través del gran salón central hasta la sala de visitas. Desde el centro del salón podía verse la torre en toda su altura, alrededor de este espacio vacío unos balcones continuos iban formando una espiral hacia el cielo. Un haz de luz caía vertical e iluminaba la estrella que estaba dibujada en el enlosado y que marcaba el corazón del edificio.
       Los Monjes Azules habían llegado a Gardduw durante los primeros siglos de existencia del reino. Habían evangelizado con esmero pero también habían enseñado a leer y escribir a la mayoría de los habitantes del reino, habían compartido el arte de cultivar la tierra y también los secretos para construir sólidas casas. En su enorme biblioteca además de extensos tratados teológicos se podía encontrar escrita toda la historia de ese pequeño país.
       Baldor le sirvió el famoso té de hierbas aromáticas que producían en la abadía de la torre y luego le pregunto acerca del motivo de tan honorable visita. Tavia volvió a contar al anciano todo y cuanto había dicho a su padre. El monje, luego de escuchar atentamente le aseguró que buscarían minuciosamente en la biblioteca toda la información que tuvieran sobre el Jardín de los Reyes. Después de que Tavia hubo terminado el té, Baldor le rogó a la princesa que volviese en el término de una semana.
       Una vez transcurrida la espera solicitada por el Monje Azul, Tavia retornó puntualmente a la Torre de Añil. Baldor volvió a recibirla en la sala de visitas y luego de servirle té se retiró. Unos minutos después la puerta se abrió y el anciano apareció portando un gran libro de tapas y lomo color marrón. Lo colocó sobre la mesa y un fino polvo que casi hizo estornudar a la doncella se dispersó en el aire. El viejo religioso lo abrió con sumo cuidado. De pie junto a la mesa señaló sobre el papiro amarillento un texto escrito en latín antiguo. El huesudo dedo del hombre golpeteó reiteradas veces sobre el mismo texto.
       —Durante el reinado de Aeris, hace unos trescientos años, el pequeño príncipe Dilr enfermó gravemente, su madre, la reina Margia, desesperada por el estado de su hijo único, fue hasta el Jardín de los Reyes y postrada frente al Árbol de la Vida rogó a Dios que cure a niño. A cambio de ello ofrecía dejar de ser la reina y luego de criar al niño retirarse a una vida contemplativa. Después de la plegaria cortó unas cuantas hojas y preparó un brebaje que dio a beber al niño. Al día siguiente Dilr despertó curado. El Rey Aeris, aunque su esposa había roto la prohibición sin consultárselo la perdonó y dejó que cumpliera con su promesa. El jardín se mantuvo intacto.
       —¿Usted cree que yo podría ofrecer mis privilegios al trono para que León pueda cortar las hojas?
       —Sin duda —dijo Baldor– pero deberás pedir permiso al rey, elevar la plegaria a Dios y cortar tú misma las hojas.
***
       Al cabo de dos semanas la ceremonia tuvo lugar en el propio Jardín de los Reyes. El edén que Dios mismo cuidaba se extendía doscientos metros en dirección norte sur y trescientos metros en dirección  oriente occidente, el perímetro estaba delimitado por una portentosa verja de hierro forjado con formas de flores y hojas. Menos de tres docenas de distintas variedades de árboles ayudaban a los presentes a paliar los efectos del fogoso sol que se derramaba sobre Gardduw. Rosas rojas y blancas, tulipanes negros, exóticas pasionarias, elegantes lirios, perfumados jazmines y distinguidas camelias eran sólo algunas de las magníficas flores que le daban un marco señorial al rito de renuncia a la sucesión al trono.
       Tavia, engalanada con un vestido de un blanco más puro que la nieve, se postró en medio del pequeño edén y oró al Señor. Unas pocas personas fueron testigos de la inusual liturgia, entre ellas se encontraban el rey Luin, el primer ministro Firnae, Abril, unos cuantos Monjes Azules y, por supuesto, León. Luego de la plegaria, ayudada por una escalera de madera, Tavia cortó con lentitud y decisión cada una de las cien hojas que se necesitaban y las fue colocando en una bolsa de arpillera, tal y como había indicado Boris. Cuando León miró en el interior de la bolsa que le había entregado la princesa vio que todas las hojas estaban mustias y de color marrón. El muchacho agradeció a todos y en especial a Tavia y se retiró a su casa. Sin duda el amor de Tavia haría que las hojas recobraran el color verde que ostentaban en el árbol.
        A los tres días las hojas se tiñeron de verde. León no había dudado ni un instante de que el profundo amor que Tavia había mostrado por él, dejando sus privilegios de futura reina, lograrían revivirlas. Embriagado de amor León corrió a contarle a Tavia que su sacrificio no había sido vano. Ahora que ella no sería la reina de Gardduw le ofrecería matrimonio y la invitaría a vivir a su pueblo natal. El lugar era humilde y las comodidades que podría ofrecerles pocas, sin embargo el amor que se tenían lo llenaría todo. La encontró sentada en el Jardín de los Reyes, justo debajo de las desnudas ramas del Árbol de la Vida. Al ver acercarse al joven Tavia sonrió.
        —¡Las hojas han reverdecido!
        —¡Gracias a Dios!
        León se arrodilló frente a Tavia, tomó sus manos y la miró a los ojos.
        —Te amo con todo mi ser, Tavia —dijo visiblemente conmocionado—. Por favor, cásate conmigo.
        Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas. Sus cuerdas vocales quisieron resonar pero la emoción las paralizó. Al cabo de unos segundos recuperó la voz.
         —Es muy bello lo que me pides pero no puedo casarme contigo —dijo triste.
         —¿Es que tu padre no me otorgará tu mano? —se ofuscó León— Yo mismo iré a suplicarle que nos deje casar.
         —No, León…
         Tavia, en medio de un mar llanto, hundió la cabeza entre sus manos. Luego las apartó pero permaneció con su  mirada estaba clavada en el piso. Al cabo de unos instantes miró al jardinero. Tenía los ojos rojos y húmedos.
         —Lo siento León pero yo no te amo.
         El joven, sorprendido, confundido y desolado se incorporó y retrocedió un paso.
         —Pero… las hojas… ¿cómo?...
         —No lo sé.
         —Y si no me amas, ¿por qué has renunciado a tu futuro, a tus privilegios?
         —Tu historia, tus padres, tu infatigable búsqueda me conmovieron profundamente. Quisiera amarte, León, de verdad, pero no te amo. Lo siento.
         León se levantó con dificultad, como si cargara una roca gigante sobre sus espaldas. Con lo último que le quedaba de aliento agradeció a Tavia por el sacrificio que había hecho por él y se marchó caminando por el jardín como un espectro. Tan absorto y confundido estaba que no se percató de que Abril lloraba desconsoladamente a unos pocos metros de ahí.
         No le costó demasiado esfuerzo a León darse cuenta de que era la menor de las hijas del rey la que estaba enamorada de él. Pero ¿qué debía hacer?, ¿pedir la mano de una mujer que no amaba?, ¿dejar que sus padres muriesen? La agonía de tan terrible dilema mantuvo al muchacho varios días enclaustrado en su casa. Sólo deseaba encontrar al viejo Boris y preguntarle si no había otra forma de salvar a sus padres.
          Quince días después del desaire amoroso llegó a una decisión irrevocable: tomó la bolsa de hojas y emprendió el regreso a su país con la firme convicción de seguir las indicaciones del anciano y esperar a que funcionase el remedio a pesar de que la mujer que lo amaba no lo acompañaba.
Ni bien hubo llegado a Dumis hizo todo y cuanto debía. El Árbol de la Vida floreció como nunca antes lo había visto y sus padres se recuperaron en apenas unos días.
          En una noche sin viento, limpia, sin luna ni nubes en el cielo, León se sentó a contemplar las estrellas. El incesante canto de los grillos era lo único que se escuchaba. Aliviado por la mejoría de sus seres queridos, León daba gracias a Dios de que Boris se hubiese equivocado. Un ruido de pasos de caballo lo sacaron de sus reflexiones. Desde la oscuridad del bosque surgió lentamente la silueta de una mujer sobre un corcel. Pronto, la luz de la luna llena iluminó a la dama que se acercaba. ¡Era Abril!
         —Pasé a saludarte, León, regreso a mi país.
León no supo qué decir.
         —Me alegro de que tus padres se hayan sanado —dijo con voz dulce y triste— salúdalos de mi parte.
         Abril agitó las riendas y el caballo reanudó su paso cansino. Sólo cuando ella estaba por perderse en las tinieblas León atinó a preguntar:
         —¿Cuándo has llegado a Dumis, Abril?
         —El mismo día que tú.
         El bosque se llevó la voz y la belleza de Abril para siempre.


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Sredni Vashtar


de Saki

Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.

En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.

La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.

En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.

La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.

Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora.

-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.

-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.

-A veces -dijo Conradín.

Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.

Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.

-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.

Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.

La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.

-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?

-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.

Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.

-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.

Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.

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martes, 15 de abril de 2014

La ley de la vida


de Jack London

El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.

El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.

¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.

-¿Estás bien? - le preguntó.

Y el viejo repuso:

-Estoy bien.

-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.

-Sí, ya nieva.

-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?

-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.

Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.

No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.

Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.

Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!

Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.

Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!

Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.

De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.

Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.

Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.

Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.

Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.

Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.

Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...

-¿Por qué me aferro a la vida? - se preguntó.

Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.

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sábado, 12 de abril de 2014

Hop-Frog


de Edgard Allan Poe

Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las bromas. La manera más segura de ganar sus favores consistía en narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a las chanzas; pero la verdad es que un bromista flaco resulta una rara avis in terris.

Por lo que se refiere a los refinamientos -o, como él los denominaba, los «espíritus» del ingenio-, el rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el volumen de una chanza, y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para completarla. Las delicadezas lo fastidiaban. Hubiera preferido el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.

En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias «potencias» continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían traje abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debían mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.

Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta dosis de locura, aunque más no fuera, para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que formaban su ministerio... y la suya propia.

Su «loco», o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a ojos del rey por el hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los enanos abundaban en las cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no hubieran sabido cómo pasar los días (los días son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reírse y un enano de quien reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y nueve por ciento de los casos los bufones son gordos, redondeados y de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener en Hop-Frog (que así se llamaba su bufón) un triple tesoro en una sola persona.

Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en el momento del bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los siete ministros, dado que le era imposible caminar como el resto de los mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar mediante un movimiento convulsivo -algo entre un brinco y un culebreo-, movimiento que divertía interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servía de consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza del rey, lo consideraba un dechado de perfección.

Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a Hop-Frog moverse con gran dolor y dificultad en un camino o un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella deficiencia de sus miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y mientras cumplía tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla o a un mono que a una rana.

No puedo afirmar con precisión de qué país había venido Hop-frog. Se trataba, sin embargo, de una región bárbara de la que nadie había oído hablar, situada a mucha distancia de la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una jovencita apenas menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y admirable bailarina) habían sido arrancados por la fuerza de sus respectivos hogares, situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.

No hay que sorprenderse, pues, de que en tales circunstancias se creara una gran intimidad entre los dos pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a pesar de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por tanto, prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su gracia y exquisita belleza    -pese a ser una enana-, era admirada y mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitía ejercerla en favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de hacer.

En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar un baile de máscaras. Ahora bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o fiestas semejantes, se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran sus habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenía tanta inventiva para montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podía hacerse sin su asistencia.

Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habíase preparado un resplandeciente salón, ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a una mascarada. La corte ardía con la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los trajes y los personajes a representar, es de imaginarse que cada uno se había aprontado convenientemente. Los había que desde semanas antes preparaban sus rôles, y nadie mostraba la menor señal de indecisión... salvo el rey y sus siete ministros. Me es imposible explicar por qué precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo de broma. Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara difícil decidirse. A todo esto el tiempo transcurría; entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a Trippetta y a Hop-Frog.

Cuando los dos pequeños amigos obedecieron al llamado del rey, lo encontraron bebiendo vino con los siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía de muy mal humor. No ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producía en el pobre lisiado una especie de locura, y la locura no es una sensación agradable. Pero el rey amaba sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decía) «a estar alegre».

-Ven aquí, Hop-Frog -mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala-. Bébete esta copa a la salud de tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres capaz de inventar algo. Necesitamos personajes... personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te avivará el ingenio.

Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Sucedió que aquel día era el cumpleaños del pobre enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la tomaba, humildemente, de manos del tirano.

-¡Ja, ja, ja! -rió éste con todas sus fuerzas-. ¡Ved lo que puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le brillan los ojos!

¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecían divertirse muchísimo con la «broma» del rey.

-Y ahora, ocupémonos de cosas serias -dijo el primer ministro, que era un hombre muy gordo.

-Sí -aprobó el rey-. Ven aquí, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido muchacho. Personajes es lo que necesitamos... ¡Ja, ja, ja!

Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.

También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.

-Vamos, vamos -dijo impaciente el rey-. ¿No tienes nada que sugerirnos?

-Estoy tratando de pensar algo nuevo -repuso vagamente el enano, a quien el vino había confundido por completo.

-¡Tratando! -gritó furioso el tirano-. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento-. ¡Bebe, te digo -aulló el monstruo-, o por todos los diablos que...!

El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia. Los cortesanos sonreían bobamente. Pálida como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.

Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. Parecía incapaz de decir o de hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.

La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies de la mesa.

Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una hoja o una pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que parecía venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.

-¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? -preguntó el rey, volviéndose furioso hacia el enano.

Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras miraba fija y tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:

-¿Yo? Yo no hago ningún ruido.

-Parecía como si el sonido viniera de afuera -observó uno de los cortesanos-. Se me ocurre que es el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.

-Eso ha de ser -afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente-. Pero hubiera jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los dientes.

Al oír tales palabras el enano se echó a reír (y el rey era un bromista demasiado empedernido para oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes para la mascarada.

-No puedo explicarme la asociación de ideas -dijo tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese bebido vino-, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producía ese extraño ruido en la ventana, se me ocurrió una diversión extraordinaria... una de las extravagancias que se hacen en mi país, y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquí será completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un grupo de ocho personas, y...

-¡Pues aquí estamos! -exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la coincidencia-. ¡Justamente ocho: yo y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?

-La llamamos -repuso el enano- los Ocho Orangutanes Encadenados, y si se la representa bien, resulta extraordinaria.

-Nosotros la representaremos bien -observó el rey, enderezándose y alzando las cejas.

-Lo divertido de la cosa -continuó Hop-Frog- está en el espanto que produce entre las mujeres.

-¡Magnífico! -gritaron a coro el monarca y su Consejo.

-Yo os disfrazaré de orangutanes -continuó el enano-. Dejadlo todo por mi cuenta. El parecido será tan grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias de verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como asombro.

-¡Exquisito! -exclamó el rey-. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre de ti!

-Usaremos cadenas para que su ruido aumente la confusión. Haremos correr el rumor de que os habéis escapado en masse de vuestras jaulas. Vuestra majestad no puede imaginar el efecto que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes encadenados, los que todos toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos salvajes entre damas y caballeros delicada y lujosamente ataviados. El contraste es inimitable.

-¡Así debe ser! -declaró el rey, mientras el Consejo se levantaba precipitadamente (se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.

La forma en que procedió éste a fin de convertir a sus amos en orangutanes era muy sencilla, pero suficientemente eficaz para lo que se proponía. En la época en que se desarrolla mi relato los orangutanes eran poco conocidos en el mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano resultaban suficientemente bestiales y más que suficientemente horrorosas, nadie pondría en duda que se trataba de una exacta reproducción de la naturaleza.

Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de tejido elástico y sumamente ajustado. Se procedió inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo sugirió cubrirse de plumas, pero esta idea fue rechazada al punto por el enano, quien no tardó en convencer a los ocho bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo de orangután puede imitarse mucho mejor con lino. Una espesa capa de este último fue por tanto aplicada sobre la brea. Buscóse luego una larga cadena. Hop-Frog la pasó por la cintura del rey y la aseguró; en seguida hizo lo propio con otro del grupo, y luego con el resto. Completados los preparativos, los integrantes se apartaron lo más posible unos de otros, hasta formar un círculo, y, para dar a la cosa su apariencia más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la cadena formando dos diámetros en el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen en la actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes monos en Borneo.

El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras era una estancia circular, de techo muy elevado y que sólo recibía luz del sol a través de una claraboya situada en su punto más alto. De noche (momento para el cual había sido especialmente concebido dicho salón) se lo iluminaba por medio de un gran lustro que colgaba de una cadena procedente del centro del tragaluz, y que se hacía subir y bajar por medio de un contrapeso, según el sistema corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del otro lado de la cúpula, sobre el techo.

El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto, ésta se había dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su amigo el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas de cera de las bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían mantenerse alejados del centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron candelabros adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez que se fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano derecha de cada una de las cariátides que se erguían contra las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.

Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta medianoche, hora en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan pronto se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse -o, mejor, rodaron juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y trastrabillar a todos mientras entraban en el salón.

El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del rey. Tal como se había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de defensa, produjese una carrera general hacia las puertas; pero el rey había ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo una sugestión del enano, las llaves le habían sido confiadas a él.

Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su seguridad personal (pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba habitualmente el lustro, y que había sido remontada al prescindirse de aquél, descendía gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.

Poco después el rey y sus siete amigos, que habían recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron por encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la cadena. Mientras se hallaban allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba a continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros que cruzaban el círculo en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a cara.

A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a considerar todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.

-¡Dejádmelos a mi! -gritó entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacía escuchar fácilmente en medio del estrépito-, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco! ¡Si solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría deciros quiénes son!

Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se apoderó de una de las antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de vuelta en el centro del salón y, saltando con agilidad de simio sobre la cabeza del rey, encaramóse unos cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la antorcha para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez más:

-¡Pronto podré deciros quiénes son!

Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó un agudo silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia a una altura de treinta pies, arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos en el aire, a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog seguía en la misma posición, por encima de los ocho disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.

Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que se produjo un profundo silencio. Duraba ya un minuto, cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante al que había llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no cabía dudar de dónde procedía el sonido. Venía de los dientes del enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de un loco furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete compañeros.

-¡Ah, ya veo! -gritó, por fin, el enfurecido bufón-. ¡Ya veo quiénes son!

Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino que lo envolvía y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los miraba desde abajo, aterrada, y que nada podía hacer para prestarles ayuda.

Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la cadena para escapar a su alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar silencio. El enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:

-Ahora veo claramente quiénes son esos hombres -dijo-. Son un gran rey y sus siete consejeros privados. Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto a mí, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón... y ésta es mi última bufonada.

A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la obra de venganza quedó cumplida apenas el enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres colgaban de sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la claraboya.

Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en su ígnea venganza, y que ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los volvió a ver.

Traducción de Julio Cortazar

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miércoles, 9 de abril de 2014

El Marinero de Amsterdam


de Guillaume Apollinaire

El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas.
Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.
Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Amsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.
En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro:
-Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio que el desconocido aceptó.
-Sígame -dijo este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.
Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el gentleman, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.
Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.
Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido y el loro batía las alas.
Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
-Nos acercamos a mi casa.
Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.
El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancilla, que volvió a cerrar una vez Herdrijk la hubo franqueado.
El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivía solo.
“¡Es un excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
-Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.
El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.
El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula:
-Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.
Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas.
Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero. Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:
-¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!
Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo.
No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba la mano que esgrimía el revólver.
-Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas… Cójalo.
El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
-Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.
Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.
-Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.
Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:
-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
-No te creo -dijo secamente el desconocido.
-¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
-Ésas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida.
Y la voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
-Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo… Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…
Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.
Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas.
Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero.
El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.
La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo Lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.
El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.
Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:
- ¡Harry, soy inocente!

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