Un cuento de Eduardo Sacheri sobre el amor y el fútbol
Que nadie se haga cargo de esta historia,
ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero...-los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia
le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda', por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor.»
Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.»
¡Chau, pibe!
Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron
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miércoles, 2 de junio de 2010
Los traidores
martes, 1 de junio de 2010
Como se salvó Wang-Fo
Un cuento maravilloso de Marguerite Yourcenar
El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas.
Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.
Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.
Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida del palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.
Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.
Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.
El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.
martes, 19 de enero de 2010
Taller literario de Daniel Paredes
¿Cuál es la modalidad del taller?
Clases individuales a distancia, vía correo electrónico. Si por alguna razón no podés participar en un taller presencial, esta es una opción ideal. Muy recomendable también para quienes deseen cuidar la privacidad de sus textos.
¿Cómo se trabaja?
Directamente sobre tus producciones. Sólo tendrás que enviarme tu texto una vez por semana, y con la misma frecuencia recibirás mis devoluciones. En ellas te sugeriré las correcciones que crea oportunas.
Si bien las devoluciones son semanales, el contacto es permanente. Cualquier duda la despejo a la brevedad.
¿A dónde apuntan las correcciones?
A optimizar la claridad del cuento, el tratamiento del lenguaje, la fuerza y la originalidad del estilo, el impacto en el lector... Pero, por sobre todo, el taller pretende ayudarte a detectar y corregir los puntos débiles de tus escritos, y brindarte algunas herramientas que te ayudarán a realzar su calidad literaria.
Otros servicios
Corrección de libros (poesía, cuento, novela, ensayo...) o textos para editar o enviar a concurso. Costos a convenir.
Si querés conocer algo más de mí, te invito a visitar estas direcciones:
www.tierradetrampas.blogspot.com
http://5alas5.blogspot.com/search/label/ENTREVISTAS
Para consultar el arancel, modo de pago o cualquier otra inquietud, enviame un e-mail incluyendo tu nombre y país de residencia a:
tallerliterariodp@hotmail.com o tallerliterariodp@yahoo.com.ar
Breve currículum del coordinador
Daniel Oscar Paredes nació en San Nicolás de los Arroyos. Ha cursado talleres de narrativa con Alicia Cámpora, Inés Fernández Moreno y Marcelo di Marco.
Daniel Paredes dicta talleres a distancia desde 2006.
Estos son algunos de los premios que ha recibido en concursos literarios:
*1er. Premio Certamen Nacional de cuento Biblioteca Pigazzi, edición 2005.
*2do. Premio Certamen Nacional de cuento Feria del Libro de San Nicolás 2005.
*1er. Premio Certamen Nacional de cuento Biblioteca Pigazzi, edición 2007.
*1er. Premio Certamen Emma Rosa Mosto de San Nicolás 2007.
*1er. Premio Certamen Letras de Oro de la asociación Honorarte, premio que le otorgó la posibilidad de publicar su libro de cuentos Tierra de trampas, editado en noviembre de 2010.
martes, 4 de agosto de 2009
Naufragio de un amor
Así como las personas que mueren en la plenitud nos ahorran el recuerdo de su vejez, los amores interrumpidos abruptamente siguen viviendo en nuestro corazón no como brasas agonizantes, sino como horrorosas llamas que queman cada noche.
Alejandro Dolina
Si está leyendo estas líneas, significa que quizás mi deseo esté muy cerca de cumplirse. Ya sé que usted no entenderá de lo que le estoy hablando y que seguramente estará tentado de avanzar unas líneas más abajo para saciar su curiosidad. Pero antes de hacerle un relato exhaustivo de los por qué y los para qué de esta carta, y como tiempo es lo que me sobra, me gustaría presentarme.
Me llamo Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda, nacido a orillas del Mediterráneo, apenas cuarenta y cinco años atrás. Criado en un pueblito llamado El Campello, enclavado doce kilómetros al Noreste de Alicante, España. Soltero de papeles y eternamente aprisionado del amor de María de los Ángeles. Hijo de don José Sánchez y doña Herminia de la Alameda, hermano menor de Rodrigo Sánchez de la Alameda. De profesión periodista, integrante del staff de la redacción del suplemento cultural del diario madrileño El País.
Presentaciones de rigor concluidas, sin importunarle con más demoras, comenzaré con el relato de los acontecimientos en los que me vi envuelto.
Por encargo del diario, me encontraba en un pueblo llamado Matanchén situado en las costas occidentales de México, trabajando en una biografía de un ignoto escritor local. Tres meses fueron muy suficientes para concluir con mi trabajo pero muy escasos para compartir mi tiempo libre con el amor que hoy desgarra mi corazón. Recuerdo aquella pegajosa noche de verano cuando conocí a María, recuerdo que mis ojos quedaron contagiados por el virus de su belleza. María trabajaba como camarera en una acogedora taberna. Día tras día volví ocultando mi verdadera intención con la trivial excusa de disfrutar de un exquisito arroz a la mexicana que preparaba el gran cocinero Pepito. Al cuarto día su sonrisa cómplice me envalentonó, después de tomar mi cafecito colombiano y mi copa de tequila de rigor, la invité al baile del sábado en el club El Arriero. Consumada la noche de marimbas, guajiras y serenatas mariachis, ni un solo día durante los siguientes dos meses, dejamos de vernos.
Nuestro furibundo amor, florecido a la margen del pacífico, se vio abruptamente interrumpido por el pedido urgente de mi diario para que mi biografía y yo emprendiésemos el regreso a mi país. No dejé de ver las lágrimas de María derramarse por sus tiernas mejillas, desde el mismo momento en que le comuniqué la mala noticia hasta que su rostro fue una imagen borrosa sobre el muelle.
El buque partió presuroso hacia el canal de Panamá, dejando la mitad de mi alma anclada en la costa. El viaje se desarrolló apacible en su primer día. Recorrí la cubierta, arrastrando con dificultad mi cuerpo inerte. Ni la belleza del mar dorado por el sol escarlata del atardecer, ni la novedad de los delfines juguetones que acompañaban el avance de nuestra nave, pudieron arrancarme de las garras de la melancolía.
En el segundo día de travesía había decidido tratar de olvidar, aunque fuera por unas pocas horas, el bello y humedecido rostro de María, la suave fragilidad de sus manos, la voz dulzona y hechicera. Para ello subí nuevamente a cubierta a repasar las notas y la redacción de la biografía. Logré concentrarme durante tres horas sentado en un confortable banco de madera. Las primeras brisas frías de un atardecer de sol ya ausente me espantaron hacia mi camarote.
No habrían transcurrido más de dos horas de un profundo sueño cuando el zamarreo del barco me dejó desparramado sobre el piso. Medio dormido y aturdido por el porrazo, me acerqué a mirar por la pequeña ventana redonda de mi camarote. Nunca he temido al mar ni a las tormentas, pero lo que vi a través de la escotilla hizo que mi sangre dejara de circular. Las olas debían tener diez o doce metros de alto, la lluvia parecía un telón grueso y los rayos iluminaban el horizonte de tanto en tanto.
El vaivén frenético me mantuvo en vela. Decidí echarle un vistazo más a mis apuntes. Busqué infructuosamente mi libreta en la chaqueta, en el maletín, sobre el escritorio. El pánico se apoderó de mí, ya no por la tremenda tormenta que agitaba el barco sin descanso, sino porque mi puesto en el diario debía yacer tirado en algún lugar de la cubierta. El cuadernito se habría deslizado de mi bolsillo cuando me levanté del asiento o tal vez en el momento que me dio un escalofrío y me puse la chaqueta. Sin pensar demasiado en la estupidez que estaba por cometer tomé mi impermeable y corrí hacia la superficie. En un rapto de mínima lucidez recordé las instrucciones que nos habían dado al comienzo de la travesía. Lo primero que debíamos hacer en caso de emergencia era colocarnos el chaleco salvavidas, así que tomé uno y me lo coloqué antes de enfrentar la tempestad.
Recorrí infructuosamente la cubierta durante quince minutos. Cuando ya estaba decidido a abandonar mi trabajo y volver a México, vi la libreta atorada junto a uno de los botes salvavidas. El viento huracanado la movía peligrosamente. Me apresuré a recogerla. Una sensación de alegría y alivio me invadió cuando la biografía estuvo segura entre mis dedos. Aunque por un instante se cruzó por mi cabeza que hubiese sido mejor que la libreta descansara en el fondo del mar y yo me viese obligado a regresar junto a mi amada María. Muchos años de sacrificios y privaciones para llegar a ese puesto me borraron la loca idea de mi afiebrada mente.
No puedo decir exactamente lo que pasó después. Sólo alcanzo a recordar que una ráfaga de viento y agua me golpeó por la espalda. Cuando recuperé la noción de espacio y tiempo estaba flotando en el mar embravecido. Miré desesperado hacia los cuatro costados buscando el buque, pero lo único que pude ver eran montañas de agua por todos lados que trataban de hundirme. Luché desesperado tratando de mantenerme a flote. Durante un instante el mar pareció calmarse, sin embargo fue sólo una impresión, pues vi cómo una pared de veinte metros de alto se erguía y se abalanzaba sobre mí. Lo último que recuerdo es mi vano esfuerzo por nadar hacia la superficie y luego todo fue oscuridad.
Los quejidos de las gaviotas, el murmullo del mar lamiendo la arena y el sonido de la brisa corriendo entre las palmeras fueron mis primeras percepciones después del desmayo. Abrí los ojos, las imágenes borrosas empezaron a hacérseme familiares: árboles, arbustos, piedras y arena. Por un instante creí que me había quedado dormido en la playa de Matanchén y que todo era una horrible pesadilla. Sin embargo los sucesos habían sido dolorosamente reales y yo me hallaba tirado boca abajo sobre una típica playa caribeña, pero no en alguna que yo conociese. Debí de haber permanecido varias horas en esa posición, pues yo y la arena en la que yacía estábamos secos.
Me levanté con alguna dificultad pero comprobé que no tenía heridas ni golpes. Me quité el chaleco que realmente había resultado salva-vida. Grité por ayuda durante unos cuantos minutos hasta comprender que la playa estaba totalmente deshabitada. Supuse que debía de hallarme en alguno de los cientos de kilómetros de costa virgen que hay entre México y Panamá. Sólo debería caminar unos cuantos kilómetros por la orilla hasta encontrar algún pueblo en donde poder informar a mi diario que estaba vivo. Seguramente en el barco ya se habrían percatado de mi ausencia, habrían buscado mis documentos entre mis pertenencias e informado a las autoridades consulares sobre mi desgraciada desaparición.
Tres horas después mis esperanzas de encontrar ayuda estaban tan desgastadas como mis pies. Había caminado durante horas por la costa recorriendo infructuosamente un camino, que si mis presunciones no estaban equivocadas, me devolvería al punto de partida. Bastaron dos horas más para ver mis temores hechos realidad: estaba varado en una pequeña isla aparentemente desierta. Me sentí como debe haberse sentido Adán: con una nueva vida, en un paraíso y sin nadie más con quien hablar.
Pasados los primeros días, en los que me dediqué a explorar a fondo la isla, evaluar mis recursos, proveerme de un techo adecuado y conseguir armar una fogata que siempre estuviese encendida y que pudiera funcionar como señal de rescate, el tiempo ocioso comenzó a derruir el buen ánimo que me había dado mi espíritu de supervivencia. Empecé a recordar más frecuentemente a María y sufrir por partida doble la soledad de aquel increíble paraje. Mis horas durante el día se consumían vanamente en la observación del horizonte, buscando avistar algún barco que me arrancase de esa prisión. De noche, junto al fuego, lloraba mi desgracia, me consolaba soñando que estaba con mi amor en silencio, abrazos junto al mar.
Nunca llevé un registro del tiempo que iba transcurriendo desde mi naufragio, pero durante los primeros meses me había propuesto no perder el hábito del habla. Recitaba algunos poemas que me gustaban, relataba aventuras a compañeros inexistentes y me sentía reconfortado con las canciones que de niño me susurraba mi madrecita junto a la cama. Pero pronto fui perdiendo esta costumbre y otras muchas que me mantenían conectado con la civilización.
Un día de los tantos que consumía sentado en la arena, con la esperanza de ver que un barco recortara el cielo sobre el horizonte, vi aparecer una caja de madera flotando sobre el agua transparente. La corriente la arrastraba directo hacia donde estaba yo, pero a unos treinta metros de la orilla cambió el rumbo hacia el Sur. Corrí desesperado hacia el mar, no podía dejar que se escapase lo que probablemente fuese mi único y último contacto con el mundo. Nadé hasta el cansancio, mis piernas comenzaban a acalambrarse cuando conseguí agarrar la caja por una manija de soga que tenía sobre un costado. Demoré un buen rato hasta que pude poner mis pies y el cajón sobre tierra firme. Permanecí un buen rato exhausto junto a ella.
Sobre uno de los costados estaba escrito la sigla F.J.Q.; tenía, además, una etiqueta que indicaba que la carga viajaba con destino a Colombia. Me costó bastante poder abrirla, tenía que hacerlo con cuidado para no dañar lo que hubiera en su interior. Al fin, valiéndome de una roca pude desclavar algunas tablas. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver algunas botellas de ron y de vino, mi madre no podría regañarme por tomar unas copitas. Había también algunas latas de comida que normalmente hubiera despreciado, pero que en esta situación eran una especie de banquete de los dioses. Además de ropa y algunos artículos de limpieza había un paquete con hojas de papel y otro con bolígrafos azules. Gracias a un conveniente tratamiento de embreado interno que tenía la caja toda la carga se había conservado seca y en perfecto estado.
El resto del día me dediqué a preparar, junto a la fogata, una gran gala bajo la luz de la luna. Sobre una mesa que había fabricado con ramas secas, dispuse una sabana que venía en la caja y que ofició de mantel, el vino y algunas latas que demoré más de una hora en abrir. A un costado coloqué una roca plana que serviría de asiento. Me vestí con la mejor ropa que encontré.
Cuando la noche tiñó de colores oscuros la isla, comenzó la fiesta. Volví a cantar y reír después de mucho tiempo, ciertamente que el ron incrementó mi alegría. María me acompañó durante toda la noche. Recordamos largas caminatas por el empedrado de las calles de Matanchén, noches febriles de piel sudada y aroma a rosas, sueños de niños correteando a nuestro alrededor. Cuando la botella derramó sus últimas gotas doradas sobre mis labios, mirando a María a sus ojos almendrados, repetí el juramento que le había hecho en el muelle, la promesa de que volvería. Ella, quitando los cabellos negros que se encaprichaban en ocultar su rostro, prometió por segunda vez, empapada en llanto, que me esperaría.
Esa noche soñé que llegaba María vestida de novia, montada en un caballo blanco. Junto a ellos cabalgaba sobre las aguas plateadas por la luna otro caballo pero sin jinete. Cuando estuvo a mi lado levantó el tul que cubría su cara y resplandeciente me anunció que había venido a buscarme.
Cuando desperté —remedando a los náufragos de aquellos cuentos que me había narrado mi mamá y que escuchaba fascinado en mi casita de El Campello—, decidí escribir esta carta y arrojarla al mar en una botella. Sepa usted que no lo he hecho teniendo más esperanzas en el ser rescatado que en el que estas palabras lleguen a manos de mi amada María.
Por eso os ruego que no abandone este pedido, que aunque pierda algo de su tiempo o de su dinero, haga llegar este mensaje hasta ella. Si finalmente usted se decidiera a colaborar conmigo, diríjase a la siguiente dirección:
Taberna “La mar embravecida”
Calle Rincón 945
Muelle de San Blas
Municipio de Nayarit
México
Desde ya muchas gracias y que Dios recompense su buena acción y lo colme de bendiciones. Vuestro servidor:
Amadeo Fermín Sánchez de la Alameda
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La cananea
Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.
Madre Teresa de Calcuta.
Abbí, la molinera, tomó los granos del viejo barril de madera de cedro, lo vertió con cuidado en la carreta de Nayla. El joven asno, que Nayla había comprado tres días atrás en el mercado principal de Sidón, hizo un movimiento nervioso: todavía se mostraba inquieto ante alguna de las actividades que realizaría por el resto de su vida. La mujer lo acarició con ternura y logró sosegar al animal.
—Estoy preocupada por Justa. Pasa mucho tiempo junto a la niña —comentó Abbí.
—La niña está muy enferma. Necesita de su atención todo el día. En los últimos tres meses no se ha movido de su cama —explicó Nayla.
—Pero Justa debe atender sus obligaciones mientras su marido se encuentra embarcado. ¿No ha consultado con Ghalib, el doctor?
—Sí, ya lo ha hecho.
—¿Qué le ha dicho?
—Ghalib no tiene idea de qué enfermedad se trata.
—¿Qué síntomas tiene la niña?
—Está pálida y fría como un cadáver —dijo Nayla—. Apenas puede abrir los ojos, mueve sus labios sólo para pedir un poco de agua. Cada tanto parece animarse, pero se sienta en su cama temblando y dando gritos incomprensibles, después vuelve a acostarse y sigue como antes.
—Qué extraña enfermedad.
—El doctor deslizó la posibilidad de consultar a Hadí —susurró Nayla, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírla.
—¿Cómo? ¿Consultar al sacerdote del templo de Eshmún?
Pero entonces… —se detuvo presa de pavor. A pesar de que este dios era un dios sanador, rara vez un doctor enviaba a su paciente a consultar al sacerdote. Solamente lo hacía cuando pensaba que la cura no estaba al alcance de los conocimientos humanos.
—Sí, Ghalib cree que puede estar endemoniada —confirmó Nayla, sin dejar de susurrar.
Las paredes de doble ladrillo de adobe y el techo de paja y tierra apisonada lograban reducir el sofocante calor del verano. Justa siempre había estado contenta por la habilidad de su esposo, que antes de dedicarse al comercio marítimo se ganaba la vida como albañil. Gracias a esto, su hija Sahira no sufría el acoso de las altas temperaturas.
—Tengo sed —balbuceó la niña cuando su madre se acercó a arreglar su lecho.
—No queda más agua en el cántaro, hija mía. Voy a ir hasta el pozo por un poco —le dijo acariciando su frente.
Justa partió hacia el pozo cargando dos cántaros colgados en un madero redondo que sostenía sobre sus hombros. Luego de una hora de agobiante caminata llegó extenuada al pozo más cercano a su casa. Durante todo el trayecto lamentó mucho que el pozo que se encontraba a tan sólo un kilómetro de su morada se hubiese secado. Grande fue su desazón al llegar y ver que el pozo estaba cubierto con una pesada tapa de madera. Difícilmente por su pequeño físico y el cansancio del viaje podría removerla. En el momento que se hallaba pensando cómo haría para quitar el disco, un hombre joven llegó caminando desde el Sur.
—Mi señor, ¿podrá usted ayudarme a destapar el pozo? Necesito tomar un poco de agua para mi hija enferma —suplicó lloriqueando la mujer.
—¿Qué le sucede a tu hija, mujer? —preguntó el extraño, conmovido por el llanto de Justa.
—Tiene una enfermedad muy extraña.
—Yo conozco un doctor muy sabio, vive en la ciudad de Sidón.
—No creo que pueda ayudarnos.
—Este hombre conoce muy bien su oficio.
—Pues mire, yo la he llevado ante un gran doctor. Luego de una semana de estudios el médico nos sugirió que está endemoniada —confesó, no sin cierto pudor.
—Si es así, deberán presentarla ante el Maestro.
—Ya lo hemos hecho. Con mi esposo la hemos llevado a la presencia de Hadí, el sacerdote mayor del templo de Eshmún. Nada ha podido hacer. Yo no guardaba muchas esperanzas de que pudiera curarla, sólo accedí por el insistente pedido de mi marido y también por mi desesperación —explicó Justa, con la voz estrujada por la angustia.
—¿En quién crees tú?
—No lo sé… —contestó dudosa, sorprendida por una pregunta que nunca se había hecho—. Nunca he creído en los dioses, como ese tal Eshmún. Pero hay un dios del que me contaron mis padres.
—¿Cómo se llama ese dios?
—Uhm, creo que no tiene nombre. Es el dios de los Israelitas. Ellos lo nombran de varias maneras: el Santo; el Altísimo; el Señor. Dicen que se hace llamar “Yo soy el que soy”. —Mientras hablaba de este dios, los ojos de Justa se movían vivaces, esperanzados. Era evidente que en su corazón brillaba una pequeña luz de fe.
—Sí, he oído hablar de Él. Los hebreos están esperando al Mesías, al que vendrá a liberarlos —dijo el extranjero.
—¿Podrá este Dios ayudarme? —preguntó con la ilusión aflorando por todos los poros de su piel.
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Justa.
—Justa, cuando yo te dije que deberías ver al Maestro, no me refería al sacerdote del templo de Sidón. Estaba hablando de un hombre hebreo llamado Jesús, originario de Nazaret. En toda la región de palestina se habla de sus milagros. La gente dice que es un profeta, incluso algunos creen que es Elías en persona.
—Entonces, ¿cree usted qué podrá ayudarme? —se entusiasmó.
Al fin después de tanto sufrimiento se presentaba una posibilidad cierta. Justa estaba dispuesta a no dejarla pasar y haría cualquier cosa que fuese necesaria para lograr la curación de su amada hijita.
—Y tú ¿qué piensas? —respondió el joven, poniendo a prueba la fe de la cananea.
—Él lo hará.
Esas tres palabras surgieron llenas de fe. No se trataba, en este caso, de la respuesta desesperada de una madre. Por el contrario eran palabras llenas de certeza, pues algo dentro de ella le estaba comunicando que lo que su boca proclamaba era verdad.
—Ve entonces, no debes perder tiempo. He oído que Jesús está visitando Tiro. Ve a buscarle.
—Mi hija está postrada en cama, no podré llevarla a su presencia —observó.
—Ve tu sola. Nada es imposible para Dios —la alentó el muchacho.
—Señor, no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Azarías.
—Gracias, Azarías. Has sido como un ángel para mí —dijo la mujer desbordada por la felicidad.
El joven sonrió. Luego de ayudar a Justa a llenar los cántaros con agua fresca se despidió deseándole que su hija se curase y partió rumbo al Norte.
La mujer, renovada en sus fuerzas, retornó a su casa con celeridad. Pensó en pedirle ayuda a Nayla para que cuidara de Sahira. Su amiga conociendo su sufrimiento y viendo la esperanza que tenía puesta la mujer en ese extraño profeta aceptó con mucho agrado. Como Nayla tenía dos hijas mayores podrían alternarse en el cuidado de la niña sin entorpecer sus propias obligaciones. Luego de concluir con los preparativos para el viaje, Justa fue a despedirse de su hija.
—Hija mía, parto en busca de alguien que podrá ayudarte. En mi ausencia Nayla y sus hijas cuidarán de ti —le dijo entrecortada por el llanto.
La niña no había pronunciado en los últimos meses más que el pedido de agua. Pero al escuchar las palabras de su madre abrió los ojos con dificultad. Con una mirada entre desesperada y triste, como liberándose de una atadura, con un grito desgarrador exclamó:
—¡Mami, por favor ayúdame!
—Sí, hijita, ten fe. Él te curará.
Justa partió hacia Tiro dejando a su hija y un sinnúmero de indicaciones a Nayla y sus hijas. Vestida con una túnica de color arena suficientemente larga para cubrir sus piernas hasta la altura de sus tobillos, de mangas anchas y bordados que decoraban su pecho, ceñida a su cintura con un cinturón de cuero trenzado de unos quince centímetros de ancho. Su cabeza y su rostro estaban cubiertos con un amplio velo de lino, aunque durante el viaje tenía por costumbre echarse el velo hacia atrás, si veía a un hombre aproximarse volvía el velo a su posición original. Sus pies, curtidos por los viajes que hacía desde su casa a los puertos de Sidón, estaban completamente desnudos. Llevaba además una bolsa con algunos panes, frutas secas, un poco de agua en un viejo pellejo de cabra y un manto grueso que le servía tanto para comer como para dormir.
El camino se presentaba amigable en su primera parte, luego habría de atravesar una extensa zona de dunas, aunque nunca se separaría más allá de unos trescientos metros de la costa del mar Grande, no habría de contar con reparo a los rayos del sol ni agua potable. El recorrido le demandaría unos tres días para cubrir los sesenta kilómetros que separan a Sidón de Tiro.
Habiendo cubierto más de una tercera parte del viaje, Justa sentía ya los efectos del cansancio y las altas temperaturas. Cada tanto se detenía para descansar, su mente la invitaba a hacerlo durante largo rato aunque era su corazón el que prevalecía: empujada por el amor a su pequeña, tomaba fuerzas de donde no las había y no perdía más tiempo que algunos escasos minutos. Sus pies por muy curtidos que estaban sentían el rigor de la caminata y habían empezado a sangrar. Esto tampoco impediría que esa mujer llena de fe continuara, pues cortando algunos girones del manto que llevaba en su bolsa se había vendado suficientemente los pies como para permitirle seguir caminando.
Más de tres horas de peregrinación a través de unas áridas dunas la habían llevado al borde del desmayo, apoyada sobre un pequeño madero que había tomado como bastón pensaba que su fin había llegado. Ya no podría seguir, su ánimo inquebrantable hasta ese momento estaba jaqueado por los límites que le imponía su frágil cuerpo. ¿Qué sería de su hijita amada? Ya no se preocupaba por su propia vida, era la salud de Sahira lo único que la sostenía en pie. Una última exhalación de su espíritu subió hasta sus resquebrajados labios.
—Dios de los israelitas, no abandones a esta indigna sierva tuya. No te pido por mi vida, sólo te pido que me des fuerzas para buscar ayuda para mi hija —susurró Justa, caída de rodillas, su cabeza colgando hacia abajo y sostenida con ambas manos sobre el rústico bastón. En ese momento sintió un soplo de aire fresco sobre su cuerpo, levantó su cabeza y después de secar las lágrimas de sus ojos pudo ver con claridad unas palmeras que recortaban el horizonte de aquel páramo. Como si esa brisa fresca hubiera penetrado en su interior regenerando su alma desgastada, se puso en pie y caminó decidida hasta los árboles. Grande fue su alegría al ver un pequeño estanque de agua fresca en el que podría renovar sus fuerzas.
Al poco tiempo llegó hasta el frondoso paraje una caravana de fenicios que se dirigían hacia Sarepta. Los hombres informaron a la mujer que Tiro se encontraba a tan sólo media hora de camino. Justa sin perder un segundo más de lo necesario para reponer sus energías recorrió el postrero trecho de su esforzado viaje. Ya habiendo entrado en la ciudad, se dedicó a consultar sobre el paradero de este profeta llamado Jesús. No le fue muy difícil dar con él, puesto que ya hacía algunos días que estaba en la región y se había corrido la voz sobre sus enseñanzas y sus milagros.
Después de seguir las indicaciones de un pequeño de ojos azules y cabello enrulado, que dijo haber visto al ansiado Maestro al sur de la ciudad, llegó hasta una zona poblada de casas de una y dos plantas, apareadas de tal manera que parecía tratarse de una sólida y única construcción. Los frentes que daban hacia la calle conformaban una extraña unidad, como la de una trama de un colorido tapiz, tan sólo interrumpido por pequeñas ventanas que en su mayor parte estaban tapadas por viejos postigos de madera. La tarde se presentaba húmeda y fría. Una suave neblina, el empedrado de la calle húmedo y la oscuridad de una incipiente noche que le ganaba la pulseada a los últimos resplandores de sol, componían un cuadro decididamente triste.
Justa sintió por algunos interminables instantes que se había equivocado en haber dejado a su pequeña, buscando la ayuda de alguien tan lejano como desconocido. Además todas sus esperanzas estaban puestas en la referencia que le había dado un extraño allá en el pozo. Cuando casi había tomado la decisión de abandonar esa quimérica empresa se encontró con una comitiva de unos quince hombres que se disponían a entrar en una casa de dos plantas. En medio de ellos se distinguía un hombre de mediana edad, esbelto, cabellos largos que caían sobre sus hombros y barba no demasiado extensa. Por la manera de hablar y gesticular era sin duda el jefe de aquel numeroso cortejo. Como se hallaba hablando con sus compañeros de cara hacia donde se encontraba Justa, pudo reconocer una especial profundidad en su mirada.
—¿Está entre aquellos hombres uno al que llaman Jesús? —preguntó Justa, algo inquieta, a una mujer que miraba desde el otro lado de la calle.
—Sí, aquel del manto de lino color borravino. Algunos le llaman “Jesús, el Nazareno” —señaló la joven, extasiada por tener frente a ella a aquel hombre del que toda la ciudad estaba hablando.
Una mezcla de felicidad y de angustia oprimió su corazón. La felicidad de encontrar al hombre por el que había transitado caminos tortuosos y la angustia que le causaba la sola posibilidad de que no pudiera ayudarla. Justa, sobreponiéndose al miedo que la paralizaba, no perdió un instante. Comprendió que Jesús estaba por entrar a una casa de la cual no sabía cuánto tardaría en salir. Su hija demandaba una solución inmediata. Cruzó la calle gritando para llamar su atención.
—¡Señor, hijo de David! ¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí!
Jesús ni siquiera la miró, cualquiera que hubiera estado allí habría dicho que no la escuchó, lo cual, sin duda, era imposible, pues los gritos que profería la cananea eran tan fuertes como conmovedores. No sólo la ignoró sino que además continuo dialogando con sus discípulos mientras ingresaba a la casa. La mujer no se dio por vencida, continuó buscando la atención del Maestro.
—¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí! ¡Mi hija está gravemente enferma, ni los doctores ni los sacerdotes han logrado curarla! ¡Dicen que está endemoniada!
Tal era el griterío desesperado de la mujer que Pedro no aguantó más e intercedió.
—Maestro, por qué no prestas oídos a esta mujer. Está haciendo un griterío tal que todos vendrán aquí y no podremos estar tranquilos. Por favor atiéndela y de ese modo podremos despedirla —suplicó aturdido, Pedro.
—No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel —respondió tajante, Jesús. Luego giró dándole la espalda a Pedro y a Justa. Avanzó unos cuantos pasos lentamente.
¿Habría juzgado equivocadamente, como una señal, el encuentro con el joven en el pozo? Pero aquel profeta, del que hablaba toda la ciudad y que había realizado tantos milagros entre los pobres, no podría rechazarla sin piedad. ¿O este hombre sería una nueva decepción como lo fue el sacerdote del templo de Eshmún? Sin embargo, la mujer no estaba dispuesta a resignarse. No había padecido tantos sufrimientos en su viaje como para entregarse tan fácilmente. Aún en esa situación tan desfavorable había algo en su interior que la impulsaba a continuar pidiendo auxilio. Corrió hasta alcanzar a Jesús y se postró a los pies del profeta.
—¡Señor, ayúdame! —sollozó frente a él.
Jesús detuvo su andar, puso su mirada fija en la mujer que postrada ante él lloraba con lágrimas sinceras y ni siquiera se atrevía a levantar su cabeza. La mirada de Jesús se había reblandecido, la fe de esa pagana lo sorprendió, incluso lo conmovió. No obstante quiso probarla un poco más.
—Deja que se sacien primero los hijos. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos —dijo Jesús, con voz suave pero con la autoridad suficiente para poner las cosas en su lugar.
Es cierto que la mujer padecía, en su hija, la necesidad urgente de una cura que hasta ese momento hombre alguno había conseguido, sin embargo la misión del Nazareno distaba mucho de tener como objetivo principal el curar enfermos y expulsar demonios. Jesús había sido enviado por el Padre para buscar, sanar y recobrar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, no podía por tanto distraer sus energías con los paganos. La voluntad de su Padre estaba por encima de cualquier idea propia.
Justa, con toda humildad, se levantó apenas, lo suficiente como para poder ver el rostro del Maestro. Sus lágrimas colgaban de sus mejillas, sus ojos transmitían todo su sufrimiento pero también había una luz que brillaba avivada por la llama de la esperanza, rebelándose, obstinada, a su destino desgraciado. No fue la intención de la mujer cananea, mostrar su rostro sufriente ante el Señor, sino más bien escrudiñar en aquella expresión de convicción severa alguna fisura de bondad o misericordia.
—Señor, que también los perritos comen bajo la mesa, las migajas que caen de las manos de los hijos —señaló, con sagacidad, Justa.
Jesucristo, sacudido por la humildad, la insistencia y la fe de la mujer pagana suspiró profundamente. Esbozó una sonrisa casi imperceptible, mezcla de satisfacción y compasión, asombro y alegría. Se reclinó sobre sus piernas quedando en cuclillas frente a ella. La tomó de ambas manos y le dijo:
—Levántate, hija mía.
Justa se puso en pie. Se secó, con las mangas de su túnica, las lágrimas que aún fluían generosas. Su garganta anudada por la emoción no consiguió emitir sonido alguno. Miró al Señor segura de que su misericordia no podría dejarla con las manos vacías. Sus manos aferradas a las del Maestro se negaban a soltarlo, rechazando la idea de una respuesta negativa.
—Mujer, grande es tu fe. ¡Que te suceda como deseas! —exclamó Jesucristo.
La cananea cayó a sus pies, sollozando de alegría. Su fe era tan grande como lo suponía el Señor. Al instante de escuchar las anheladas palabras en boca del Maestro supo que su hija sería liberada.
Sesenta kilómetros al Norte, en el mismo momento que Jesús accedió a las demandas de su mamá, Sahira se retorció en su lecho, profirió un espelúznate grito y se incorporó. Abrió los párpados y sus ojos estaban blancos como la nieve. Sus cabellos se erizaron como movidos por un viento huracanado. Extendió los brazos con las palmas hacia el cielo. Un estruendo resonó en la habitación. De pronto, durante algunos segundos, el aspecto de Sahira fue más parecido a una mezcla de perro y dragón, que al de una dulce niña. Luego, cómo si el horrible monstruo hubiese sido arrancado de la piel de la pequeña, el aspecto de Sahira volvió a la normalidad. Empapada de sudor, despeinada, agotada hasta el extremo, cayó de espaldas sobre los lienzos de su cama. A pesar de su cansancio, era la felicidad lo que la mantenía despierta. La pesadilla horrible había terminado. Sahira se alegró, no dudó un instante que la causa del fin de su tormento se debía a aquel viaje que había emprendido su abnegada madre.
La tarde caía pintada de un hermoso color rosa que se recortaba sobre las mullidas nubes blancas. Pequeños haces de luz le ganaban la puja a los nimbos que se esmeraban por ocultar el sol antes de la hora indicada. Justa bajaba presurosa de la última duna que la separaba del anhelado reencuentro con su pequeña. Ya no importaban el agotamiento de un viaje aplastante, las heridas sangrantes de sus pies vendados, las pruebas de fe por las que había atravesado. Lo único importante era comprobar con sus cinco sentidos aquello que era certeza en su corazón.
La visión entorpecida por las lágrimas cristalinas y abundantes no le impidió ver a Sahira saltando en el terrado de su humilde casa. Unos pocos metros recorridos frenéticamente fueron el postrero escollo de un abrazo eterno. Un abrazo del alma. Un abrazo de fe. Un lazo indeleble entre Justa, Sahira y Jesucristo.
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lunes, 22 de junio de 2009
Noche de tango, luna y misterio
¡No, qué lotería ni ocho cuartos! No me gané ni un mango. ¿Sabés por qué estoy feliz? Dejame que te cuente. La semana pasada anduve un poco ansioso. No veía la hora de que llegase el sábado. Cuando el Negro Flores me contó que en el club Sunderland, ese de Villa Urquiza, tenían un cantor nuevo que (a pesar de sus veinte pirulos) la rompía, me agarró como una necesidad insoportable de ir a escucharlo. ¿Por qué tanta desesperación? Vos sabés el amor que tengo por la música. ¡Bah! ¡Mi vida es la música! Me conocés bien: profesor de música en el Normal 25, coleccionista de discos de tango y jazz y, además, compositor de algunos tanguitos y milongas. Vos escuchaste y podés dar fe que alguna que otra de mis creaciones no tiene nada que envidiarle a las de Lepera o Contursi, ¿verdad?
Sábado 4 de abril de 1946, pleno otoño pero ni un poco de frío, ni viento había. La noche estrellada mostraba un rostro triste, salpicado por infinitas lágrimas blancas. La luna se erguía dominante sobre los demás astros, casi que me parecía estar viendo aquel medallón de plata que mi vieja adoraba y que le había regalado, como legado familiar, mi abuela Palma. ¡Qué nochecita! No me olvido más. Se ve que las musas de la canción arrabalera, diligentes como nunca, armaron el escenario para la gran velada. Pero, bueno, la cosa es que esperaba al Negro en la puerta de casa. Eran las ocho y veinte, ya llevaba media hora sosteniéndole la vela. Cada tanto ensayaba, como para distraerme, un silbido, algún que otro tarareo. Siempre me hace lo mismo el Negro, viste cómo es de rompe con la pilcha, se la pasa pontificando: “Para que el jetra te quede pintado, lo tenés que planchar vos mismo, porque tu vieja será experta planchando pero el jetra para la milonga es otra cosa, es como una parte de tu cuerpo, y al cuerpo lo limpia y lo cuida uno mismo”. Ni hablar del almidón para que el cuello quede como una tabla. ¡Ay, Dios! ¡El almidón! Yo lo respeto, no te voy a decir que no, pero a mí las pilchas me las plancha la viejita. Igual, por mí que haga lo quiera; pero si trabajás hasta las seis y después tenés que bañarte, empilcharte y plancharte la ropa… ¡Y sí, qué querés! Llegás a las mil y quinientas.
Un día me cansé y le solté que debería conseguirse una minita que completara todo formulario de requisitos para tareas de esposa, pareja de baile y demás menesteres que exige el corazón. Le dije que su vida desorganizada pedía a gritos una mujer que pusiera las cosas en su lugar. “¿Y la tuya no?”, me respondió tirando la pelota al lateral. “¿La mía qué? ¿Estás loco? Yo estoy para otras cosas. No puedo construir mi carrera de músico, de artista lírico, de compositor inspirado, con la rutinaria obligación de parar la olla. Cómo garabatear, en pentagramas tangueros, versos de amores no correspondidos, pasiones que incendiarían bosques enteros, promesas de fidelidad eterna, con un par de pequeños hombrecitos demandantes colgados de mis brazos. No, señor, el amor no ha sido destinado a pasar por mi cuore. No estoy hecho para transitar por el amor, sino para escribir inspiradas crónicas musicales sobre él.”
La hora que marcaba el reloj me cacheteó impiadoso, sacándome de mis meditaciones. Dos o tres veces me comí el amague, pero siempre el que venía era cualquiera menos el Negro. Por fin, cuando estaba por reventar de bronca, dio vuelta a la esquina.
—¿Qué hacés, Tito? —saludó con desfachatada indiferencia.
—¡Hace cuarenta minutos que te estoy esperando! —le descargué sin misericordia.
—Lo que pasa es que fui a buscar al Tano.
—¿Y el Tano dónde está?
—Eh… no… es que no podía… tenía que ayudar al viejo en el almacén.
—Sí, claro, la culpa es del Tano —le mandé la estocada, como para que no piense que soy tan gil—. ¡Vamos que ya es tardísimo! —concluí y salimos rajando.
Caminamos tres cuadras hasta la parada del tranvía. El 96 nos dejaba bárbaro, era un poco calesitero, pero corríamos con la ventaja de que después solo debíamos caminar un par de cuadras. ¡Veinte minutos! Veinte minutos tardó en llegar el condenado tranvía. Yo creo que se había gestado una especie de complot en mi contra: alguien quería evitar que llegara a tiempo para escuchar al cantor nuevo. Finalmente, la mole de fierro y madera apareció arrastrándose sobre las vías. El Negro, que no puede evitar peinarse el jopo todo el tiempo, aprovechó, en cuclillas, lo pulidas que estaban. Como tres cuadras antes, yo empecé a levantar la mano para pararlo. Subí los dos escalones de un solo salto.
Ya ubicados en los últimos asientos, nos trenzamos en una ardua discusión.
—¡La orquesta de D’arienzo es lo más grande que hay, viejo! —disparó el Negro, abriendo el fuego.
—¿Otra vez con la misma canzoneta, Negro? Como la de Troilo no hay. El gordo derrama desde su bandoneón el señorío espiritual, la riqueza de una gama emocional que vibra con idéntica intensidad en lo romántico y en lo compadre —contraataqué, refregándole en la cara mis conocimientos.
—Lo que pasa es que a vos, como no sabés bailar o no te gusta (no sé), el ritmo te importa un bledo, y el gordito al segundo compás te plancha, Tito. ¡Te plancha!
—¡Ah, claro! Ahora a la buena música la llaman aburrida. Por favor. ¡No seas ridículo, Negro! Andá a estudiar música y después hablamos —lo paré en seco.
La discusión se iba acalorando: “Que vos no entendés nada”, “Que vos sos un insensible”. Llegué a pensar, cuando le dije que D’arienzo era burdo y demagogo, que nos íbamos a las manos. Menos mal que en ese momento el tranvía dobló por Acha, y el crujido habitual de la carrocería nos anunció que era hora de bajar. Antes que mi amigo pudiera pestañar, yo estaba parado junto a la puerta. Nos descolgamos del tranvía en movimiento. Menos mal que esa noche no había rocío ni llovizna porque a la velocidad que me largué hubiera patinado hasta la General Paz. Caminamos desde Acha y Congreso hasta Lugones. Nos cruzamos con dos rubias infernales emperifolladas hasta la manija, probablemente para una fiesta de casamiento. El Negro amagó con ir a chamullarlas, aunque la cara que le puse lo convenció de enfilar derecho para el Sunderland.
Nos acercamos hasta una pequeña mesita ubicada en la entrada del gimnasio. Sentado detrás, un gordito de cachetes colorados, nos extendió la mano con los boletos de entrada.
—¿Son dos nada más? —preguntó.
—Sí. Pero primero le hago una pregunta.
—Dos —me respondió. Encima de la calentura que tengo, pensé, me sale con esa respuesta boluda.
—¿No canta el pibe este nuevo?
—¿El nuevo? —dijo pensativo—. ¡Ah! ¡Sí, sí!
“Menos mal”, pensé, aunque ahí nomás agregó:
—Sí, sé a quién se refiere. Pero no, recién la semana que viene canta acá.
—No te digo que es un complot, parece que voy a tener que esperar otra semana —le dije al Negro, y casi sin respirar le pregunté al gordito—. ¿No sabe dónde canta hoy?
—Creo que en el “Sin rumbo” —me contestó sin mucha convicción.
—¡Sí! ¡Hoy canta allá! —saltó un mozo que pasaba por atrás y venía chusmeando la conversación.
—¿Dónde queda el “Sin rumbo”? —pregunté, al tiempo que me percataba de que estaba formulando una pregunta más de las que me había ofrecido.
—Tamborini al 6100, una cuadra antes de Constituyentes.
—¡La Siberia! —gritó el Negro—. Estamos como a quince cuadras.
—¡Tomemos un taxi! —imploré—. Si no, no llegamos más.
—Sí, por favor vamos —adhirió el Negro.
Volvimos hasta la avenida Congreso, de lo contrario habríamos esperado en vano que pasase algún taxi. Ahora sí tuvimos el primer golpe de suerte de la noche. Apenas nos acercamos a la esquina de Lugones y Congreso, descubrimos que a cincuenta metros venía yirando un Ford A. El Negro estiró el brazo agitándolo nerviosamente sobre su cintura y gritó:
—¡Ahí viene uno!
Cuando nos vio hizo una seña con las luces y apuró levemente su marcha. Manejaba un viejito de bigotes y pelo canoso. La cara del tachero me anunció de inmediato que la travesía sería un eslabón más de la interminable cadena de retrasos. “Apenas” veinticinco minutos “bastaron” para estar en las puertas de la milonga tan deseada.
El Negro, que había juntado la plata en el tranvía, pagó las entradas mientras yo pasaba rápidamente para buscar una buena ubicación. Me sorprendí al ver el piso de baldosas, yo tenía entendido que había tierra apisonada. Después me enteré de que hacía un año habían organizado una rifa y una kermés para juntar el dinero de la construcción. La disposición en forma de damero le daba al lugar un toque de elegancia. Al fondo emergía de entre las mesas y la gente, lo suficiente como para que el show se viera desde todos lados, un escenario de madera de aproximadamente un metro de altura. Había un micrófono, un par de bocinas de tamaño considerable y una banqueta de madera, de esas altas que se usan en las barras de los bares y que son muy populares entre los cantores noveles que adolecen de manejo escénico. Atrás se había ubicado el sonidista con sus armatostes, cables y pitutos (para este tipo de ocasiones, los cantores se valían, por razones económicas, de grabaciones de orquestas).
“Todo muy lindo, pero… ¿el cantor dónde está?”, pensé. Nuestro segundo golpe de suerte de la noche diluyó un nuevo ataque de nervios: aunque el lugar estaba lleno, conseguimos ubicarnos en una mesa del medio para delante. Se acercó el mozo, un pelado regordete con mostachos graciosos y nariz colorada. Traía una bandeja en la mano derecha y un repasador colgando del brazo izquierdo, que mantenía flexionado sobre su prominente barriga:
—Buenas noches. ¿Qué se van a servir?
—Yo quiero un porrón —se apuró el Negro.
—Lo mismo —dije y me apuré a preguntarle antes que se fuera—: Jefe, discúlpeme… ¿Y el cantor?
—Ahí está, sentado en aquella mesa al lado del escenario. Yo creo que ya va a subir.
En la mesa que me señaló había un muchacho flaco, medio rubión tirando a coloradito; de pelo apenas crespo, peinado hacia atrás, con amplias entradas en los costados y un pequeño jopo sobre la frente amplia; bigote delgado, cortado a la italiana; cara alargada; calzaba impecable traje negro y zapatos brillosos, lustrados con esmero: facha de galán. Estaba sentado de costado, mirando sin ver, con el brazo derecho apoyado sobre la mesa, cruzado de piernas y tomando una cerveza. No lo acompañaba nadie. Se lo veía tranquilo, pitaba un cigarrillo, parecía disfrutar el momento. Se le acercó un hombre y le susurró algunas palabras al oído. El muchacho, cortés, asintió con una sonrisa, esperó que lo presentaran y luego subió al escenario. Se ubicó delante de la banqueta, sin sentarse, acomodó el micrófono a su altura, golpeó levemente sobre el metal que lo recubría para verificar que funcionase. De las bocinas salió un toc toc grave que confirmó la actividad del receptor.
—Tengan ustedes muy buenas noches. Voy a interpretarles un pequeño repertorio que preparé para esta velada especial. Lo dividí en dos actos de cinco piezas cada uno. Para comenzar cantaré un tango al que, como ustedes notarán, he realizado una pequeña modificación de la letra y que va dedicada a los amantes de este barrio. Bueno, si el director lo desea, que suene la música.
—¿Este es extranjero, Negro?
—A mí no me parece, che.
—Y, la verdad que no.
El gran momento había llegado. La noche, el barrio, el club, la gente, las luces de colores y los primeros compases emitidos por las viejas bocinas, dieron a luz una velada inolvidable.
N “Un pedazo de barrio, allá en Urquiza,
durmiéndose al costado del terraplén.
Un farol balanceando en la barrera
y el misterio de adiós que siembra el tren.
Un ladrido de perros a la luna.
El amor escondido en un portón.
Y los sapos redoblando en la laguna
y a lo lejos la voz del bandoneón.
Barrio de tango, luna y misterio,
calles lejanas, ¡cómo estarán!
Viejos amigos que hoy ni recuerdo,
¡qué se habrán hecho, dónde andarán!... ”
La voz grave, potente, se deslizaba sin dificultades entre la elegante y vivaz armonía de “Barrio de tango”. Quedé preso de una fascinación sin retorno: la expresividad de aquel fraseo tan particular; la increíble habilidad de repartir armoniosamente en la estrofa su canto afinado. ¡Ay, mamita! ¡Qué manera de recitar mientras cantaba! Qué más le podía pedir a esa gloriosa noche? Valió la pena sufrir durante una semana, para que ahora fuera todo gozo. Pero los ángeles del arrabal me tenían preparada una sorpresa más.
Fue en ese momento, mientras sonaba el último rezongo del bandoneón y nos enrojecíamos las manos para premiar al pibe —¡que de verdad la rompía!—, en ese segundo milagroso en que me di vuelta para agradecerle al Negro por haberme llevado, fue ahí cuando la descubrí. Sí, sentada a cinco pasos de mi fracasada vida afectiva, ahí estaba ella con su sonrisa inmaculada, sus cabellos que reflejaban la luna, la hermosura de su rostro, esa hermosura que derritió el témpano que envolvía mi corazón. El pibe, como cómplice pícaro de Cupido, sacudió impiadoso otro flechazo melódico. En un segundo se me habían ido al carajo mis ridículas teorías sentimentales. Me juzgué, ante la belleza de aquella morocha, un estúpido con ínfulas de psicólogo barato. Pero Dios me revelaba que es imposible escribir sobre el amor sin haber amado. Es imposible referirse a él si no experimentaste los trastornos corporales de un encuentro o la angustia que provoca el sólo pensar en la posibilidad de una atracción no correspondida.
N “Muñeca, Muñequita papusa,
que hablas con zeta,
Y que con gracia posta batís mishé,
Que con tus aspavientos de pandereta
Sos la milonguerita de más chiqué;
Trajeada de bacana bailas con corte
Y por raro esnobismo tomás frizzé,
Y que en un auto camba de sur a norte,
Paseas como una dama de gran cachet.”
¡Gracias, muchacho, por haberle puesto a este tango ese acento varonil, vigoroso y atrevido!, porque cuando ella me miró y me sonrió tuve el ímpetu necesario para sostenerme firme en mi propósito. No creo que haya tenido demasiada dificultad en notar que la contemplaba cautivado. Pero aquella risita pícara compartida con sus amigas y esas delicadas mejillas ruborizadas, súbitamente me fueron esquivas. ¡Ay! ¡Qué dolor para mi alma! Cómo soportar aquel desencuentro, aquel impiadoso desaire.
Pero la fe sustentada por un tango oportuno y estimulante me arrancó de mi silla. Tan cerca y tan lejos estaba. Tan acompañada y tan sola. Tan inocente y tan fatal. Caminé trastabillando, rezándole a Dios para no ser rechazado. Su fugaz indiferencia, eterna para mi ansiedad, se quebró cuando su hermosura volvió a llenar mis ojos. No dudé, le disparé, veloz, mi invitación formal para bailar: sólo un leve pero decidido cabezazo. El tiempo se detuvo, encajado en una simple determinación. Únicamente escuché la irónica mueca que me arrojaba el destino en la voz varonil de nuestro tanguero:
N “Yo no quiero que nadie a mí me diga
que de tu dulce vida
vos ya me has arrancado.
Mi corazón una mentira pide
para esperar tu imposible llamado.
Yo no quiero que nadie se imagine
cómo es de amarga y honda mi eterna soledad,
en mi larga noche el minutero muele
la pesadilla de su lento tic-tac.
Ver su sonrisa resultó un antídoto poderoso para recuperar mi respiración. Se acercó a mí, provocando en mi corazón una sucesión incontenible de latidos alocados. Tomé su mano delicada como el cristal.
—Hola —alcancé a decir.
—Hola —dijo con su vocecita melodiosa.
No pronunciamos más palabras. Roberto interrumpió nuestro primer intercambio:
—Quisiera ahora dedicarle esta canción a todos aquellos que todavía creen en el amor. Una canción que el gran Carlitos nos regaló en todo su esplendor. ¡Disfrútenla! —anunció, desvirtuando mi idea acerca de su inoportuna interrupción.
N “Acaricia mi ensueño
el suave murmullo
de tu suspirar.
Cómo ríe la vida
si tus ojos negros
me quieren mirar.
Y si es mío el amparo
de tu risa leve
que es como un cantar,
ella aquieta mi herida,
todo, todo se olvida…
Desde el primer movimiento fuimos un solo cuerpo desplazándose prodigiosamente al compás de “La noche que me quieras”. No quebramos con palabras la pasión que había en nuestras miradas. Pude sentir su jadeo perturbador, disfrutar del aroma sensual de su perfume, conocer la profundidad de aquellos hermosos ojos, dejarme seducir por sus labios, cautivarme con sus cabellos oscuros y sedosos, trastornarme por la sinuosidad de su figura.
Pensaba sólo en amarla y ser correspondido. Pero… ¿cómo ir tan rápido? ¿Se puede amar a alguien en tan pocos minutos? ¿Se puede amar a alguien para siempre? ¿Cómo enfrentarse a una decepción habiendo amado de esa manera?
N La noche que me quieras
desde el azul del cielo,
las estrellas celosas
nos mirarán pasar.
Y un rayo misterioso
hará nido en tu pelo,
luciérnagas curiosas que verán
que eres mi consuelo.
¡Qué importa! El amor es así, irracional, pasional, inesperado. Es una química insospechada entre los seres, una mezcla de espíritus que emerge desde lo profundo de sus existencias. ¡Qué importa si ese momento dura segundos! Es la intensidad, la lozanía, la transparencia lo que le da su valor y su inmortalidad.
N “El día que me quieras
no habrá más que armonía.
Será clara la aurora
y alegre el manantial…
Esa noche de trama impensada en su comienzo, selló mi vida con tres amores que perdurarían inmunes al paso de los años. Nada hubiera sido posible sin el marco adecuado, no habría magia sin esa velada en el “Sin rumbo”. No me habría enamorado de Malena de no haber sido por la ayuda de aquel pibe cantor, que supo guiarme, aconsejarme y regalarme los tangos más oportunos que artista alguno haya entonado a favor del nacimiento de un amor eterno. Cómo no quedar agradecido de aquella voz que puso en cada estrofa un hondo sentimiento, la pintura arrabalera y el semblante compadrito. Cómo no agradecer a aquel inesperado intérprete extranjero...
¿Extranjero? ¡No! Bien porteño. ¡Gracias, Polaco!
Chan chan
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