Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

Buscar este blog

lunes, 15 de noviembre de 2010

La venganza



La primera sensación fue de dolor, como si estuviesen inyectándome un líquido espeso en todo el cuerpo, parte por parte. El dolor dio paso a unos escalofríos que hacían que me moviese eléctricamente sobre la camilla, cada músculo, cada terminal nerviosa descerrajaba un temblor frenético. El fenómeno no debe haber durado más de cinco minutos, aunque en mí, un extraño sentimiento de perpetuidad, me sugería que aquello nunca cesaría. Luego, paso a paso pude ir recuperando el control de mis miembros. Brazos, piernas, manos, dedos empezaron a obedecer a mis pensamientos, pese a que una leve confusión hacía dificultosa la tarea. No fue sino hasta que cesó aquella confusión que pude abrir los ojos. La intensidad de la luz que emitían cuatro esferas blancas que se hallaban firmemente engarzadas dentro de un cilindro metálico que colgaba del cielorraso, justo sobre mí, hicieron que parpadeara repetidas veces hasta que mis pupilas fueron acostumbrándose al resplandor y mis párpados comenzaron a moverse con normalidad.


Al cabo de un rato, constaté que no estaba atado a la camilla, pues en un principio había yo creído, debido a la torpeza con que movía mis extremidades, que algo me aprisionaba. Me incorporé hasta sentarme sobre la fría y brillosa placa de acero, que había sido mi lecho hasta ese momento. Comprobé que estaba desnudo y que cada una de las partes de mi cuerpo estaban en perfecto estado, tal y como lo recordaba desde la última vez que había tenido conciencia. Giré hacia mi derecha y dejé colgar las piernas hacia el suelo.
—¿Todo en orden? —preguntó una voz que no pude determinar de dónde venía.
—No lo sé —contesté— pareciera que sí, aunque tengo la cabeza aturdida.
—Es normal, en unos instantes estarás como nuevo.
—¿Quién sos? —pregunté.
—Un amigo.
—¿Dónde estás? Quiero ver tu cara.
Desde un rincón que permanecía bañado en sombras apareció un hombre de poca estatura, de figura rellena, pelo castaño jaspeado de blanco y barba despareja y corta.
—No te conozco, vos no sos mi amigo —me enojé.
—Es verdad que no me conocés, pero ello no implica que no sea tu amigo —sonrió.
—¿Qué querés de mí?
—Nada.
—¿Qué hago en este consultorio?
—¿Consultorio? —se extraño el hombre regordete—. Este no es un consultorio.
El extraño caminó unos cuantos pasos hacia la puerta y encendió las luces de la habitación. Frente a mí tenía un escritorio de madera amplio, bastante viejo y lleno de papeles, libros y una pequeña computadora portátil. Detrás de él una biblioteca, abarrotada con cientos de libros, se levantaba con un aspecto imponente. Junto a la mesa, casi pegado a la pared había un sillón mullido y una lámpara de pie, ambos descansaban sobre una de esas coloridas alfombras persas. Realmente no me había mentido aquel hombre, ese lugar no parecía en modo alguno un consultorio. Entonces miré hacia abajo buscando determinar si la camilla metálica, sobre la que yacía sentado, era tal. Grande fue mi sorpresa al ver que aquello no era una camilla, sino que era un sillón igual al que estaba frente a mí y no sólo eso me exaltó, también me resultó incomprensible el ver que no estaba desnudo sino que estaba vestido con ropa informal.
—Perdón, he sido muy descortés contigo —dijo el hombre caminando hacia mí y extendiendo su mano derecha—, mi nombre es Fernando.
—Un gusto —dije más relajado y estreché su mano— mi nombre es…
En ese momento me sentí desolado, confundido y algo idiota, ¡no podía recordar mi nombre!, Fernando pareció notar mi angustia y sonrió paternalmente.
—Tranquilo, parece que no recuerdas tu nombre.
—No.
—No recuerdas tu nombre porqué no tienes nombre.
—¿Cómo? —exclamé.
—Simplemente no lo tienes.
—Pero ¿mis padres no me pusieron nombre?
—No —contestó serio— tu padre no te puso nombre. Pero eso no importa, lo que importa es que estás bien y podrás resolver ese problema y algunos más importantes.
—¿Más importantes?
Fernando caminó con lentitud hasta el otro sillón, se sentó y después de reflexionar durante algunos instantes me dirigió una mirada seria.
—Tu padre no es una buena persona —dijo con gravedad— te ha traído a la vida para jugar contigo. Primero te dio todo lo que necesitabas para ser feliz, después te quitó todo eso e incluso más: tu salud, tu familia, tu amor. Después se rió de ti nuevamente y te devolvió lo que te había quitado. Pero esa última vez no pudiste soportarlo, tanto fue el odio que te generó el verte dependiente de sus humores, de su ironía, de su arbitrariedad y su crueldad —por qué no decirlo— que intentaste suicidarte. Pero yo te rescaté, valiéndome de sus propias palabras, con un dejo de soberbia, es cierto, y de vanagloria. El también quiso jugar conmigo, quiso pasar por mi amigo, me ofreció una amistad regada de mates y bizcochitos, pero yo no me tragué el anzuelo, por eso ahora te dejo libre, para que puedas cobrar tu venganza, hacer justicia con el verdadero mounstruo.
—¿Cómo se llama mi padre? —pregunté mientras a mi mente confluían como una estampida un río de recuerdos, imágenes que me devolvían a la realidad y que confirmaban palabra por palabra los dichos de Fernando.
—Juan Manuel Giaccone —contestó rápido y ese nombre se clavó en mi corazón como una flecha envenenada con una poción que destilaba odio.
—¡Ah, desgraciado, te voy a matar! —grité enfurecido, aunque mi furia se transformó en pocos segundos en desazón—. No… no voy a poder… no voy a poder —repetí desahuciado.
—¿Por qué no? —preguntó Fernando adivinando mis pensamientos.
—Porque nuevamente va a desaparecerme de la historia.
—No va a poder —dijo tranquilo.
—¿Por qué, ya lo hizo una vez?
—Pues esta vez no podrá, porque yo te devolví a la vida y ahora sólo yo te la puedo quitar. Y créeme, Bestia, no pienso hacerlo.
Entonces sonreí satisfecho, comprendí que la venganza era cuestión de poco tiempo. Claro que matarlo sería algo demasiado fácil y no sería acorde a la crueldad con la que me había manipulado.
Desde entonces he pasado todas mis horas planeando la venganza. No voy a descansar, con la ayuda de mi amigo, claro, hasta lograr desacreditar a ese tal Giaccone, que todos se rían de sus cuentos y que sea considerado el peor de los escritores de la red. Voy a despedazarlo, no con mis garras, sino con mis palabras.

5 comentarios:

  1. Jaja, espectacular. Merezco una réplica. Te pasaste, haré una entrada para traerlos a este relato maravilloso. No tenés idea lo que me reí, acá, en casa, solo pero acompañado por esa fiera malparida que, prontamente, enterraré en un baldío pedregoso, ja. Un abrazo!!!

    ResponderEliminar
  2. BIEN!!!!!!!!!
    ASOCIAS BLOGS PARA MATAR A SUS CREADORES Y TE LO AGRADECEN... SUTIL.

    ResponderEliminar
  3. ¿No tienes un blog?
    Asociate, aquí serás convenientemente recibido.

    ResponderEliminar
  4. Nadie me ha matado por el momento!!!

    ResponderEliminar