Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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martes, 19 de octubre de 2010

Partidos Increíbles



El señor Eleodoro se recostó sobre el mullido sillón de cuero negro que le protegía holgadamente las espaldas. Tomó un cigarro de una caja de madera forrada en plata repujada, lo acomodó entre sus groseros y morados labios, hizo arder la punta con un viejo encendedor de bencina, aspiró hondo entrecerrando los ojos y segundos después exhaló una asfixiante bocanada de humo gris con olor a chocolate. Luego de un momento abrió sus ojos inquietantes y negros. Mantuvo la mirada durante algunos segundos y preguntó con aire misterioso:
—¿Sarleti, sabe usted cuántos hinchas tiene Vélez?
—¿Cuántos hinchas tiene Vélez? —pregunté desorientado—. No tengo la más pálida idea.
—Usted es periodista, debería saberlo, Sarleti —dijo entre enojado e irónico.
—Es verdad, pero las estadísticas nunca fueron mi fuerte —me sinceré.
—Ocho cientos cincuenta mil trescientos.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud? —pregunté incrédulo.
—Nosotros manejamos mucha información —contestó escuetamente.
—¿Quién se la proporciona?

El doctor Eleodoro Álvarez, presidente de la subcomisión de asuntos del hincha de la AFA, socio activo del club de leones de Devoto, se levantó de su sillón y caminó mecánicamente hasta la ventana, miró sin inquietarse el hormigueo incesante que dominaba la avenida Corrientes. Resultaba extraño que las ventanas no se hubiesen empañado a consecuencia del gélido atardecer que se abatía sobre la ciudad de Buenos Aires. No menos extraño resultaba que tuviésemos que soportar tres grados en pleno verano. Esa tarde todo me parecía tan exótico como esa reunión a la que había sido convocado.
—No me ha respondido. ¿Quién le proporciona la información?
Álvarez parecía titubear, pero si me había convocado, ¿por qué no confiar en mí? Un pensamiento oscuro cruzó por mi cabeza. ¿Estaría seguro en ese lugar? Los acontecimientos recientes no resultaban del todo alentadores. Al fin, dejó de mirar la calle y volvió a mirarme con gesto adusto.
—Esa información es secreta—contestó mientras se peinaba suavemente con los dedos su tupido bigote—. No sea indiscreto, no le conviene saber tanto, Sarleti.
—Debe usted contestarme, el gobierno ¿está involucrado?
—Yo no he dicho eso.
—Sospecho de ellos.
—¿Sospecha? ¡Ay, Sarleti!, me extraña. ¿Es usted periodista?
—¿Confirma mi sospecha?, ¿es todo cierto? —pregunté, incrédulo aún.
—Me agota usted, Sarleti… —resopló fastidiado— ¡Por supuesto, hombre! , tan real como el frío que hace ahí afuera.
Para que se entienda esta conversación, será conveniente detenernos en este punto del relato y remontarnos dos años atrás.
Durante el verano de 1983, luego de un extenuante período de trabajo en el diario, me encontraba de vacaciones en las playas de San Bernardo. Ese día el calor había sido tan agobiante que, con los muchachos de las carpas, tuvimos que refugiarnos en los aires refrigerados del bar del balneario. Mientras disfrutábamos de una cerveza bien helada despuntábamos el vicio jugando al truco. La cosa venía pareja, bastante conversada y los ánimos tan caldeados cómo el clima.
—¡Quiero vale cuatro! —gritó Enrique.
—Quiero —murmuró displicente, Fito—. Dale, jugá, sos mano.
Enrique, algo pálido, largó un ancho de copas. Pedro y yo, cumpliendo con un simple trámite, nos descartamos un cuatro y un seis respectivamente.
—¿Con esa porquería me querías apurar, Enrique? ¿No querés nada más? —se envalentonó Fito—. Van a tener que seguir laburando —dijo y tiró, con burlona violencia, un siete bravo.
—¡Grande, Fito, me parece que van a dormir afuera! —rió Pedro y con fingida misericordia agregó—. Por lo menos no hace frío.
—¿Sabés lo que pasa, Pedro? Es de Vélez, perdedor por naturaleza —golpeó de nuevo Fito, disfrutando del momento.
La calentura que tenía Enrique resultó el disparador ideal para que contara una anécdota suya que cambiaría mi vida.
—¿No ves que sos un gil, Fito? ¿Vos sabés por qué me hice del Fortín?
—Por tu viejo —arriesgó Fito.
Enrique nunca se había bancado mucho la soberbia de Fito, que cuando se proponía romper las bolas era campeón mundial. Y encima se la agarraba con él, justo con Enrique, que era un gentleman, un tipo bonachón y tranquilo, un pan de Dios.
—¿Te das cuenta, Roberto? —dijo Enrique, señalando a Fito con un cabezazo despectivo y arqueando las cejas—. ¡Nada que ver! Mi viejo es de Boca. Yo nunca le di bola al fútbol.
—¿Y por qué sos de Vélez?
—Yo no era de ningún club, si me apuraban mucho decía que era bostero. Pero un día vino el Panza y me dijo: “El domingo tenés que venir a la cancha, jugamos con San Lorenzo, si ganamos ¡casi somos campeones!, en cambio ellos están luchando por el descenso ¡Se van a jugar la vida! Va a ser un partidazo, Enrique”. Y bueno, me pareció emocionante y fui.
—Claro, seguro que ganó y por eso te hiciste de Vélez —conjeturó Fito, dando por concluida la anécdota, mientras juntaba las cartas para seguir el partido.
—No.
—¿Y entonces? —pregunté con desencanto.
En aquel momento se le iluminó la cara. Con la mirada perdida en el cielorraso parecía recordar algo que le causaba gran satisfacción. Bajó la vista y sin dejar de sonreír comenzó su relato:
—La cancha estaba hasta las bolas —dijo como si la estuviera viendo—. Con decirte que tardamos veinte minutos para llegar caminando desde Juan B. Justo y General Paz. Menos mal que el Panza tenía un amigo dirigente que le consiguió dos plateas bajas, desde ahí se veía bárbaro.
—Dale repartí, Rodolfo —suplicó Fito, aburrido.
—De arranque, a los 3’ nomás, “el Pepe” Castro hizo una doble pared con Ischia por la derecha y mandó el centro al corazón del área, Carlitos Bianchi, con elegancia, la desinfló en el pecho y antes que toque el suelo, con un zurdazo cruzado, la clavó en un ángulo. ¡No saben lo que era la cancha! —bramó Enrique—. En la popular se armó una avalancha tremenda, no sé cómo no se mató nadie. San Lorenzo, como si le hubiesen mojado la oreja, salió enfurecido a buscar el empate. La verdad, la pasamos bastante mal, con decirte que nos metieron dos tiros en los palos y tres veces tuvo que volar Cousillas para tirarla al córner —hizo el gesto del arquero estirando el brazo y la mano por sobre su cabeza.
Se detuvo unos instantes, mientras se servía Coca para humedecer la garganta.
—¿Y qué pasó, Enrique? —urgió ahora Fito, que es futbolero de ley no se pudo resistir la incertidumbre del resultado.
—Y así anduvimos, rezando casi media hora… —continuó, con cara de sufrimiento—. Hasta que en el minuto treinta y cinco, Piazza mandó un pelotazo de cuarenta metros que le cayó a Dante Sanabria que venía picando con la velocidad de un rayo. La dominó con poco esfuerzo y la llevó atada casi hasta el área, con una frenada y un enganche dejó tirado en el piso a Capurro que cerraba tardíamente, levantó la cabeza y se la tocó al medio a Carlitos que venía como una locomotora. ¿Sabés lo que hizo?... —con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa infinita, se paró para darle más intriga al relato.
A esa altura no sólo había logrado la atención de todos los muchachos y mía sino que, además, se habían acercado tres o cuatro pibes que estaban jugando en los fichines. Aunque Enrique no sea muy futbolero, tiene una magia especial para contar anécdotas, te la vende bien, por algo es un buen vendedor de electrodomésticos.
—Dale, Enrique, dejate de joder. Terminá de una vez —supliqué, agitando las manos, angustiado por la necesidad de saber qué pasaba.
—Cuando le salió el arquero a atorarlo, con la puntita del botín, acarició bien abajo a la número cinco, que salió describiendo una parábola perfecta por encima del manotón desesperado de Cousillas. La pelota pegó en el travesaño, picó sobre la línea… —hizo una última pausa—… y por el efecto que tenía o porque picó en alguna montañita de pasto, entró al arco pidiendo permiso. ¡Qué golazo, qué golazo! —repetía moviendo los puños apretado hacia arriba y hacia abajo—. Ahí sí, casi se cae la cancha. Los cuervos sintieron el golpe y Vélez aprovechó para meterle un baile bárbaro. No la podían agarrar. Y claro, por decantación vino el tercero, con un cabezazo de Larraquy. “Viste, Enrique, no podías faltar”, me gritó emocionado hasta las lágrimas el Panza. Yo a esa altura me sentía el hincha de Vélez más fanático del estadio, qué digo del estadio… ¡del mundo! Pero claro, no todas son rosas: Moralejo, por levantar por el aire a la Chancha Rinaldi, se hizo expulsar infantilmente. ¿Qué necesidad tenía?, decime, ¿qué necesidad? —me miró indignado—. Entonces San Lorenzo se vino con todo. Esta vez no pudimos aguantar. A los cuarenta y cinco clavados del primer tiempo, el Gringo Scotta metió uno de esos zapatazos furibundos que son su marca registrada, y a pesar del esfuerzo de Bertero, la mandó a guardar. La fiesta se transformó en un velorio. El entretiempo nos pareció que duraba una eternidad. El Panza se agarraba la cabeza y no paraba de putear al pobre Moralejo.
—Pero si iban ganando tres a uno —observó un pibe flacucho y rubiecito que estaba parado al lado mío.
—Sí, pibe, pero faltaba un tiempo completo, la diferencia era sólo de dos goles y estábamos con uno menos, además, si hubieras visto cómo jugó San Lorenzo esos últimos minutos del primer tiempo, vos también te hubieras preocupado —su rostro angustiado volvía a sufrir el momento—. Sabés, nene, los temores se nos hicieron realidad en sólo cinco minutos. San Lorenzo salió como un verdadero ciclón y en el tercer avance le dieron un penal, ¡bien cobrado, eh! Y ya estábamos tres a dos. Pero ahí nuevamente surgió la garra fortinera. Otra vez figura Bertero y los palos. La gente se animó y alentaba como loca. Ojo, los cuervos también cantaban sin parar. ¡La cancha hervía! Querés creer que faltando dos minutos, Perazzo eludió a Piazza, a López y la metió por el segundo palo con un tiro a colocar. El baldazo de agua fría calmó los ánimos de nuestra hinchada, pero claro, impulsados por el gol y por la popu, San Lorenzo ahora lo quería ganar. El árbitro cobró una falta de Ischia en la puerta del área. ¡Mamita, qué sufrimiento! Entonces sí, apareció el grito del alma, el grito de una hinchada agradecida por los huevos que habían puesto sus jugadores, por el buen fútbol al que nunca se había resignado a dejar de jugar el equipo, apareció ese grito que quería, a como diera lugar, sostener ese valioso empate. Ese grito: “¡El fortín! ¡El fortín!” que brotó espontáneo, selló para siempre mi fanatismo por Vélez —dijo Enrique con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.
—Sí, sí, muy conmovedor el grito, pero, ¿qué pasó con el tiro libre? —protestó, quisquilloso, Fito.
—Ah, sí, sí, el tiro libre… —suspiró Enrique. Se recostó contra el respaldo y sonrió—. La agarró la Chancha, la acomodó dos metros hacia la izquierda de la media luna, se paró con las manos en la cintura, la vista en el arco, con pinta de crack. Corrió hacia la pelota, le metió un chanfle perfecto de derecha. La pelota viajaba implacable hacia el gol, imaginate, la puta madre, se me venía el alma abajo, tanto sufrimiento… ¿justo ahora, en tiempo cumplido, nos iban a ganar? Durante ese segundo, o fracción, que tardó la pelota en llegar hasta el arco hubo un silencio mortal. Se cumplía el destino inevitable, el desastre tan temido —imitando el tono de un relator—, pero apareció el guante colorado de Bertero, que parecía colgado con alambres del travesaño, volando para convertir lo imposible en real. La rozó con la punta de los dedos, apenitas, creo que si se cortaba las uñas no la alcanzaba. Y la pelota, milimétricamente desviada, pegó en el palo derecho y se fue al córner. Pero ya no había tiempo, Lousteau marcó el centro del campo y pitó el final. ¡Qué partidazo, hermano, qué partidazo! —gritó emocionado.
A todos los presentes, atrapados por el soberbio relato de Enrique, se les notaba el fervor en la cara. Ahí nomás brotaron innumerables relatos de epopeyas similares, gestas épicas cargadas de emoción y resultados impredecibles.
Me fui a casa conmovido por la pasión de ese muchacho, a la noche, mientras cenaba mirando la tranquilidad de las olas desde el balcón de mi departamento, recordé haber escuchado un par de relatos parecidos. Todos tenían algo en común: quien contaba la anécdota, hasta ese momento, no era hincha de ningún equipo. Por supuesto que, después de aquellos vibrantes partidos, todos ellos quedaban prendados de por vida con el club de la proeza. Nunca fui supersticioso, pero parecía que los dioses del fútbol habían manipulado los hilos de los resultados, para que esos hinchas se juraran amor eterno por la camiseta. Movido por mi gran escepticismo y por la naturaleza misma de mi profesión, decidí investigar la causa de tan curioso fenómeno.
Lo primero que hice, fue consultar a los compañeros del diario y a mis amigos. Descubrí, no sin sorpresa, que todos, al igual que yo, conocían al menos tres o cuatro casos similares. Me tomé el trabajo de registrarlos en un cuaderno, seleccionarlos y ordenarlos. Después de estudiarlos minuciosamente detecté varios detalles que se repetían en todas las historias. Al ya mencionado ateísmo futbolero, se le agregaban las siguientes coincidencias: todos fueron invitados a participar de un partido de los llamados “decisivos”; las entradas y la ubicación siempre fueron facilitadas al narrador o a un amigo suyo por un dirigente; en todos los casos los partidos fueron vibrantes y nunca se hicieron menos de cuatro goles; los resultados invariablemente fueron ¡empate!; las canchas estaban siempre llenas; los árbitros siempre fueron Lousteau o Teodoro Nitti; más de un relato coincidió en el mismo partido pero con camisetas distintas; los clubes involucrados llevaban no menos de siete años sin ganar ningún título; pertenecían a los llamados “cinco grandes”, excepto Boca o River, o a los que luchaban por el reconocimiento de ser llamado el “sexto grande”.
Después de estos primeros interesantes resultados me decidí a iniciar una investigación profunda. Comencé por entrevistar a los amigos de los personajes en cuestión, tomé nota uno por uno de los nombres de los dirigentes involucrados. No sólo me moví por Capital y el Gran Buenos Aires, también viaje a Rosario, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Al tiempo que empecé a contactarme con todos ellos, comenzaron a ocurrir extraños sucesos. Más de una vez fui seguido por automóviles sospechosos, recibí llamadas a mi casa y a la redacción en las que nadie hablaba, incluso llegue a presumir que, luego de que mi jefe se jubilara, la demora en tomar su puesto tenía que ver con mi investigación.
Un poco desesperado por los sucesos acaecidos y desanimado por el escaso avance de la indagatoria, ya estaba dispuesto a abandonar mi búsqueda. Fue entonces que recibí la llamada, de quién se dio a conocer como dirigente de Huracán.
—Sarleti, pida una entrevista con el doctor Álvarez.
—¿Quién es el doctor Álvarez?
—Trabaja en la AFA. El va a explicarle lo que está sucediendo —dijo tajante, me dio un numero telefónico y cortó.
Ese mismo día llamé al número del doctor y le solicité a su secretaria una entrevista. Tres días después me llamó y me pidió que me presentase en su despacho el lunes a las tres de la tarde. Durante todo el fin de semana estuve conjeturando, una idea descabellada me atormentaba, ¿cabría la posibilidad de que existiese un complot organizado para manipular las adhesiones a ciertos clubes? ¿Árbitros, jugadores, dirigentes, amigos podrían conformar una perfecta red planificada?, ¿podría encontrarme ante la mayor representación actoral conocida hasta ese momento?
El lunes por la tarde me presenté a mi cita. Puntualmente, a las 19 hs, me recibió amablemente una bella señorita de cabellos castaños, ojos de color almendra y tez pálida. Luego de una breve espera en un cómodo sillón de pana bordó la secretaria del doctor me hizo pasar a su despacho.
Ahí me encontraba sentado frente al doctor Álvarez, quien me confirmaba con toda frialdad que mis presunciones no eran fruto de una locura senil precoz o alguna fantasía extravagante de mi mente. Todos los datos y estadísticas de cientos de partidos increíbles que había recabado y documentado minuciosamente, no eran un incomprensible dictamen del destino, eran producto, más bien, de una fantástica maquinaria puesta en funcionamiento con un fin determinado, movida por la AFA, apoyada y sustentada desde el gobierno y quién sabe, por otras personas y organizaciones que aún no conocía. Me encontraba al borde de dar un salto fundamental en mi carrera, con esta primicia no sólo lograría el puesto de jefe de sección, sino que, tal vez, sería nombrado jefe de redacción, incluso, luego de que la noticia corriera como reguero de pólvora por los diarios de todo el mundo, sería nominado para el premio Pulitzer.
—Doctor, está perfectamente claro que he descubierto un fantástico, inédito por su magnitud y totalmente secreto complot. Incluso usted mismo me lo confirma —dije señalando a su pecho con mi mano extendida—. Lo que no entiendo es cuál es el fin de semejante puesta en escena.
Los ojos amenazantes del doctor Álvarez me observaron sorprendidos. Durante un breve instante, no hizo movimiento alguno, luego movió su cabeza en claro signo de negación y volvió a encender su habano, ritual que parecía realizar con parsimoniosa ceremonia antes de emitir algún comentario importante. Luego apoyó los codos sobre el escritorio, con su cuerpo levemente inclinado hacia mí y el cigarro humeante entre los dedos.
—Sarleti, la verdad, no entiendo cómo pudo llegar a descubrir todo esto. Pareciera que por casualidad. ¿Cómo puede ser que no se dé cuenta? —preguntó fastidiado, con tono áspero y poco amigable. Abrió un cajón de su escritorio, tomó una carpeta de cartulina color marrón, la abrió y la arrojó frente a mis ojos —. Mire. San Lorenzo: año 1964, campeón torneo metropolitano, cantidad de hinchas: 1.040.900; año 1981, cantidad de hinchas: 840.000, o sea 200.000 menos. Desde el 81 al 83 se organizaron tres “partidos especiales” y una serie de medidas complementarias, resultado: año 83, cantidad de hinchas: 1.150.000 ¿Lo ve, Sarleti?, o llamo a un niño de la primaria de acá a la vuelta para que se lo explique.
—Sí, sí, pero… ¿Para qué? —exclamé confundido.
—Ay, Sarleti, Sarleti, a veces me inspira ternura —dijo con un tono más paternalista—, el fútbol es un negocio, amigo… un gran negocio.
Me di cuenta cuánta razón tenía el doctor Álvarez, realmente había sido un reverendo idiota. Cómo no había podido darme cuenta de la razón de semejante confabulación. Los intereses económicos mueven todas las cosas en este mundo moderno y el futbol está más cerca del negocio que del deporte. Luego de un momento de parálisis total, en el cual mi razón se iluminaba y mi autoestima descendía hasta los abismos, recuperé la esperanza y el entusiasmo.
—Esta noticia me hará famoso —se me escapó eufórico.
—¿Famoso? —se rió con ganas Álvarez.
—Mañana mismo la publicaré en la portada del diario y antes del mediodía la edición estará agotada y yo pasaré a ser una celebridad del periodismo. Este caso será el “Watergate” argentino.
El doctor, con parsimonia, abrió nuevamente el cajón, extrajo otra carpeta, la abrió frente a mí y se quedó mirándome.
—¿Y esto? —pregunté desconcertado.
—La próxima operación, Sarleti. Ahora que usted sabe toda la verdad, pertenece al sistema. Abra la cuarta hoja y lea las instrucciones de su misión.
—¿Sistema, misión? Yo no quiero pertenecer a ningún sistema —balbuceé desesperado y confundido—. Y si me niego…
—No conozco a nadie vivo que se haya negado —dijo con una sonrisa pícara.

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1 comentario:

  1. No sé si tan grande puede ser el fraude en el futbol, pero debe haber mucho de este cuento. Me gustó el relato del partido increíble y me sorprendió el final.

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