Encontré en el cuento una vía para expresar mis fantasías, mis sueños y mis inquietudes. El cuento nos da la posibilidad de vivir, compartir, describir, sufrir y disfrutar situaciones que la vida real no nos otorga.

Iré guardando en los en los anaqueles de este almacén, aquellos cuentos que llegaron a mis manos a través de un libro, o por sugerencia de algún lector amigo y que por una u otra razón me conmovieron

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lunes, 5 de julio de 2021

La casa de los nonos

   De Fernando Murano

Cuando Raúl me llamó y me pidió que nos encontremos en la casa de los nonos me fastidié un poco. Ya había hecho planes para plantificarme delante de la radio a escuchar la previa del domingo, enterarme de las novedades de la formación de Boca, posibles incorporaciones, si se iba el tronco de Belautti o si por fin me ganaría la camiseta firmada por los jugadores.

—A las tres — dijo Raúl.

“¿A las tres?” pensé con odio, pero le respondí— A las tres nos vemos.

Ya habían pasado dos meses desde que murió el Nono. Le había costado los primeros tiempos después de que la Nona se entregara y no quisiera luchar para salir adelante de una infección renal que la había tenido postrada varios meses, pero con la ayuda de los hijos y los nietos, Vicente la remó y salió de la depresión. Diez años más estuvo con nosotros.

Mi viejo nos pidió que nos hiciéramos cargo de repartir las cosas de la casa. Algunos querían guardar algún recuerdo, a otros le venía bien algo para su casa. Era la ley de la vida, mi viejo lo sabía, pero ahí había vivido hasta los treinta años. Sólo tener que estar un rato en esa casa, ahora sin vida, era doloroso para él.

El domingo amaneció caluroso, la humedad era sofocante. Me arrepentí de haber caminado las siete cuadras que hay desde mi casa hasta la de los nonos, tendría que haber ido con el auto y el aire acondicionado al mango. Encima venía con la cabeza llena de preocupaciones del negocio. ¿Quién me mandó a mí a ponerme una ferretería en este país? Abrís un negocio y tenés que ser dueño, empleado, contador, abogado, experto en habilitaciones y no sé cuántas especialidades más. Madre mía.

Apenas la empujé, la puertita de reja de la entrada cantó su chillido característico. Nada de engrasar las bisagras, estaba muy bien que sonara, era como tocar el timbre para avisar que habías llegado. Claro que en ese momento no había nadie para escucharlas. Raúl, ni de casualidad, llegaba nunca menos de quince minutos tarde.

Lo raro pasó después. Apenas cerré la puerta de entrada y quedé a oscuras en el living comedor sentí enseguida el fresco del lugar, ni siquiera en días como ese hacía calor. Creo que era porque siempre estaba cerrado y solo se usaba para los cumpleaños y las fiestas de fin de año.

Esa sensación hizo que, de repente, mi cabeza se despejara de todas las preocupaciones que me habían acompañado desde casa y volviera cuarenta años para atrás.

Por eso no me extraño cuando me pareció escuchar la voz de la Nona.

—Jorgito, vení que te preparé la leche.

Después de abrir las persianas fui hasta la cocina. La taza con el Nesquik y las galletitas boca de dama estaban sobre la vieja mesa de madera del comedor diario. De espaldas, desde la cocina y mientras cortaba unas verduras para la cena la abuela me dijo.

—Dale, pichón, tomá la leche que se enfría.

"¿Se enfría?" pensé. Es raro, no hacía calor ahora.

Mientras la chocolatada iba dibujándome unos mostachos en la cara me quedé mirando la mesa. Estaba llena de ñoquis. No los había visto cuando entré. En la otra punta estaba el Nono Vicente meta enrular ñoquis con una tablita de madera. Uy, qué rico vamos a cenar me dije.

—¿Terminaste la leche, Jorgito? —preguntó el Nono.

—Sí, toda.

—Entonces, si querés, anda un rato a jugar al patio.

            No me lo tuvo que decir dos veces. Salí corriendo.

Afuera sí que hacía calor, las baldosas gastadas del patio estaban recalentadas por el sol de las tarde, incluso las que estaban abajo de la parra. En un pestañear de ojos una nube oscureció todo y se largó uno de esos chaparrones que te dejan hecho sopa. No duró más de un par de minutos, pero fue suficiente para dejar las baldosas a la temperatura ideal. Pero lo mejor de todo era el olor que subía desde el piso. Era el aroma de la felicidad, de la inocencia, de la mente solo ocupada en escribir el libreto de la próxima batalla de soldaditos o el de la carrera de autitos.

Más atrás, en el jardín, estaba el glorioso ciruelo. De sólo ver colgando esas ciruelas negras y gigantes se me hizo agua a la boca. Salí corriendo para adentro, no había porqué sufrir, en la vieja heladera Siam, la Nona guardaba, en una batea llena de agua helada, unas cuantas de las ciruelas más ricas del mundo. ¡Qué disfrute el morderla y que el jugo dulce y frío me chorree por las comisuras de la boca! Cerré los ojos para deleitar más mis sentidos. Cuando los abrí, en la cocina y el comedor no había nadie. Ese lugar era el corazón de la casa, era un espacio enorme y único donde la familia pasaba el setenta por ciento de su vida.

—Pichón, vení a dormir una siesta que te cuento unos cuentos –me llamó la nona desde la habitación que había sido de mi viejo y de mi tío.

En la otra seguramente estaría Vicente recostado. La abuela era piola, no quería que en ese rato hiciera algún ruido que pudiera despertarlo.

Me acosté a su lado y me contó los cuentos que ya había escuchado mil veces, pero mil veces me gustaba que me los contara. Sin embargo lo mejor vino después, cuando me cantó la canción de Mambrú, y después la de la blanca paloma. Cantaba lindo la Nona. Mientras mis oídos se endulzaban con su voz melodiosa mis párpados se fueron haciendo tan pesados que no pudieron mantenerse abiertos.

Después sólo recuerdo escuchar la voz de Raúl a lo lejos.

Jorge… Jorge… Jorge… Jorge… ¡JORGE!

Abrí los ojos. Estaba parado en la cocina, con las manos en los bolsillos mirando por la ventana hacia el patio.

—¿Qué pasó? –pregunté sobresaltado.

—¿En qué estabas pensando? –me preguntó.

Hice un esfuerzo para recordar pero tenía la mente en blanco.

—En nada, qué se yo –contesté para salir del paso.

Lo miré fijo durante unos segundos y ahí me vino la pregunta a la cabeza.

— ¿Te parece que el Toto lo va a poner a Belautti?


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